La muerte del periodismo Luis García Montero
La desesperación por encontrar algo mejor, por no morir en medio de una guerra o de hambre, te lleva a hacer lo imposible. Más aún si, a tu cargo, hay menores, tienes una familia. Huyes a donde sea y como sea. Buscas refugio en sitios que, sabes bien, no van a ser seguros.
Es lo que están haciendo en Gaza y es lo que hacían también las personas que se hundieron prácticamente en el pantalán del puerto de la isla de El Hierro. Su cayuco se hundió cuando habían hecho lo más difícil, sobrevivir al Atlántico, a las mafias que trafican con sus vidas, a las mareas, a las corrientes, a las noches sin luz, a la oscuridad, a un mar que, en cualquier momento, te puede sorprender… Se ahogaron mientras los guardacostas apenas podían hacer nada. Mujeres y niños que se quedaron bajo la embarcación. No sabían nadar.
Verlos agonizar así era agónico. Por muchos flotadores rojos que les lanzaran, era tal el desconcierto, el miedo, había tanta gente cayendo al agua y pidiendo ayuda, que era imposible salvar a todos. Lo fue. Los primeros que iban a salir de ahí eran los menores, los niños que habían viajado en ese cayuco. Y fueron los primeros que cayeron al agua.
Las lágrimas del embajador palestino deberían ser las de todos. La indignación, la impotencia de ese hombre, deberían ser compartidas
Esa madre, ese niño, podríamos ser usted o yo. Sólo la suerte nos hizo nacer aquí, a este otro lado de ese pantalán. Sólo la suerte. Y sólo con eso, a muchos les parece que se les concedió un derecho que otros, esas personas que chapoteaban en el agua muertas de miedo, carecen completamente de él. Sólo porque el destino decidió que ellos no, y nosotros sí.
Las familias que están siendo tratadas como auténtico ganado en Gaza, metidas en una especie de jaulas para darles una miseria, comida y ayuda insuficientes para quienes llevan días y días sin nada, están en una situación parecida. Alguien ha decidido que sus derechos no cuentan, que sus vidas no importan, que hacerles sufrir así, deshumanizarlos de esa manera, es legítimo.
Las lágrimas del embajador palestino deberían ser las de todos. La indignación, la impotencia de ese hombre, deberían ser compartidas.
Hoy, mañana y pasado seguirán llegando cayucos a nuestras costas. Embarcaciones en las que viajan personas con sueños, con metas, parecidas a las suyas y a las mías: que sus hijos crezcan sanos, seguros, y sin miedo a nada.
Hoy, mañana y pasado, si nadie lo impide, seguirán cayendo bombas en Gaza. Seguirán muriendo familias enteras. Hoy, mañana y pasado, si nadie lo impide.
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