¡La banca siempre gana! Helena Resano
Créanme que lo menos apetecible para un verano es escribir una serie de artículos sobre corrupción. Si lo hago —ya me perdonarán, comprensivos lectores y lectoras—, no es sólo por la actualidad que no cesa, sino porque la corrupción es corrosivo puro para las democracias. Sólo hay que acudir a la etimología: la palabra "corrupción" proviene del latín "corruptio", que a su vez deriva del verbo "rumpere", que significa romper o quebrar. Y es que, en efecto, la corrupción corroe, rompe y quiebra la democracia, así que, con el sosiego que da mirar la realidad desde la distancia, permítanme dedicar esta columna de los lunes de agosto a intentar entender y ser conscientes de lo que nos jugamos.
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¡En Alemania pillan a un ministro con plagios en su tesis doctoral y dimite!, se escuchaba hace unos años en España con cierta mezcla de admiración, envidia y anhelo de unos estándares morales supuestamente superiores a los nuestros. Hoy es aquí donde cargos públicos dimiten cuando se desvela que mentían en sus currículos.
Algo está cambiando en España: la corrupción ha dejado de ser tolerada por la sociedad, especialmente desde aquel 1 de junio de 2018, cuando una mayoría del Congreso aprobó la moción de censura contra M. Rajoy y dio la presidencia del Gobierno a Pedro Sánchez. La derecha aún no ha hecho la digestión de aquello y a la izquierda ahora le repite el peor sabor de sus propios y más amargos episodios pasados.
Corrupción, es, sin embargo, una palabra y un concepto demasiado ambiguo para poder entender y explicar lo que ocurre con exactitud. Incluso la definición que da la OCDE peca de esto: "abuso de un cargo público o privado para beneficio personal". Sin embargo, desde un punto de vista político, que no moral —ese sería otro debate—, no es lo mismo inflar un CV que articular una policía patriótica o fiscal. Para ayudar a entender mejor la realidad, podemos echar mano de tres conceptos del mismo campo semántico, pero que permiten diferenciar: las malas prácticas, las corruptelas y la corrupción.
Si una empresa carece de la debida transparencia en los procesos de contratación, no cuenta con los controles adecuados en su cadena de proveedores o hace caso omiso de las recomendaciones en materia de igualdad de género está incurriendo, claramente, en malas prácticas. No tienen por qué ser ilegales, pero son malas prácticas y como tal deben señalarse. Lo mismo ocurre si una empresa pública no argumenta los méritos de formación y experiencia que le lleva a contratar a un asesor —como el GRECO ha recriminado a España una vez más—, o si seguimos esperando la tan ansiada regulación de los lobbies. Se trata de malas prácticas que hay que evitar y corregir, aunque no constituyan una irregularidad ni mucho menos estén tipificadas como delito.
Algo está cambiando en España: la corrupción ha dejado de ser tolerada por la sociedad, especialmente desde aquél 1 de junio de 2018, cuando se aprobó la moción de censura contra M. Rajoy
Si el abuso de poder quiebra alguna normativa estaremos hablando ya de corruptelas. Se trata de acciones ilegales y son ampliamente conocidas: un soborno a cambio de agilizar un expediente en un ayuntamiento, una comisión para el jefe de compras que decide contratar a un proveedor y no a otro, una invitación a un viaje al Caribe para asistir a un congreso científico a cambio de recetar un medicamento y no el de la competencia… Es decir, abuso de poder para beneficio personal de forma puntual.
Si todos estos comportamientos se establecen de forma sistemática y generalizada, abusando de poder para obtener un beneficio propio o de terceros, es cuando podemos hablar propiamente de casos de corrupción. Todos ustedes los tienen en mente: desde Filesa, Malesa y Time Sport, hasta los “supuestos” casos Koldo y la “supuesta” gran trama Montoro, pasando por las inolvidables Gürtel y Kitchen, todas ellas son tramas generalizadas y extendidas de corrupción. Que nadie me malinterprete: no estoy quitando ni un ápice de gravedad a las malas prácticas ni a las corruptelas, pero hay grados y grados. Los más graves, sin duda, los encontramos en los que suponen “capturas de políticas”, es decir, la elaboración de una normativa o de una política determinada para beneficio de un interés particular obviando el interés general. Los casos relativos a las empresas gasistas que rodean al ex-ministro Montoro son buen ejemplo de ello. No se trata ya de que evadan impuestos o consigan un contrato publico, sino que condicionan hasta determinar las políticas públicas en beneficio propio.
¿Todas tienen el mismo potencial destructivo para la democracia? Todos ayudan a su descrédito, en efecto, pero de forma distinta. Cuando un ciudadano comprueba que el asesor de la ministra no tiene la cualificación que se le supondría, o se entera de que en el Parlamento Europeo existe un registro de lobbies que en España aún no ha llegado, puede pensar que las cosas deberían funcionar algo mejor. Si ese mismo ciudadano lee una noticia en la que se explica cómo el constructor más famoso de su ciudad consiguió agilizar un expediente mientras él seguía esperando una licencia de obras menores para cambiar las ventanas, comenzará a indignarse. Si a los pocos días le llegan los audios de Koldo, es fácil que sienta repulsión y, a poco demócrata que sea, bastante decepción, ahondando en la famosa desconfianza de las instituciones. Pero si a renglón seguido comienza a conocer los detalles del caso Montoro, usando a la Hacienda Pública -lo más sagrado para los demócratas no creyentes- para beneficiar a clientes previo pago, y perseguir a contrarios políticos, la confianza en el sistema saltará por los aires. Sólo falta que nuestro ciudadano lea cómo se llevaban al Congreso leyes para hacer las delicias de esos mismos clientes, obviando cualquier interés general, para que la palabra democracia se convierta, a sus ojos, en un ejercicio de cinismo e hipocresía.
Todo esto nos jugamos. Así que, queridos lectores, perdonen la impertinencia, pero sí, este verano toca hablar de corrupción.
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