¡La banca siempre gana! Helena Resano
Es tan exagerada la atención dedicada a las diversas corrupciones que, aunque parece del todo inadecuado basar la acción política en el “y tú más”, resulta relevante analizar un poco más el fenómeno. Ya se ha dicho que es una herencia del franquismo que tuvo todas las posibles, inventando múltiples fórmulas de enriquecimiento para sus dirigentes. Al menos hasta los noventa, subsistía a escala minorista y nadie duda que perdura como una plaga muy difícil de erradicar.
Puedo atestiguar la existencia de los primeros escalones de la corrupción, que seguían vivos hacia la segunda mitad de los ochenta. Las empresas de la construcción, que parecen uno de los focos más poderosos, ofrecían favores personales a cualquiera que tuviera que gestionar alguna reforma, actualización o una obra nueva en edificios de las administraciones públicas. Sobraba mucha comida en las cocinas de los comedores de algunas entidades (y se lo llevaban las personas empleadas que antes cobraban sueldos muy bajos). Mejorados de forma notable los salarios, se decide donar esa comida sobrante a una entidad que atiende a personas pobres, y ya no sobra ni la mitad. Una sustitución de derechos laborales por limosnas fraudulentas, que en ciertas entidades se convertía en dar peor comida a las personas atendidas, si los beneficios eran para enriquecimiento de gente con poder. Es sabido lo que pasaba en los centros penitenciarios, con el encarcelamiento de quienes habían perdido la guerra: estaba justificado no alimentarles bien y alguien se beneficiaba.
Otros primeros escalones parecían impensables. Una prestigiosa librería especializada ofrece, sin cortarse, no poner el descuento del 15% en la factura y el vendedor de libros que visita el centro quiere regalar libros para la familia de quien le permite promocionar sus ventas. En otra zona y otro centro, la empresa del catering que tiene que renovar el contrato, en lugar de poner el personal que se le solicita ofrece dinero a la asociación de padres y madres a través de sus representantes en el Consejo Escolar.
En esta oleada tan perniciosa del 'son todos iguales', sería pertinente dedicar algunas acciones a demostrar que no es natural ni positivo para la democracia ver la corrupción como parte de la idiosincrasia de los seres humanos
Por otro lado, hacia finales de los ochenta, un alcalde ha comprado los terrenos rurales a una señora mayor, sabiendo que iban a urbanizarlos en el siguiente plan. Construirá chalés enriqueciéndose de forma notable. Cuando lo cuento, más de una persona me dice: tú hubieras hecho lo mismo; cuando lo niego, alguna de esas personas hasta se atreve a afirmar que lo hubiera hecho, beneficiándose de la información privilegiada por ser autoridad municipal.
La cultura del pelotazo, en plena democracia, se convirtió en un abono para mantener esos escalones más bajos de la corrupción, aunque algunos pueden haber desaparecido por los controles o la legislación más estricta. Parece claro que la herencia franquista, más los excesos de esa etapa, han dejado un pozo de permisividad –casi de normalización– que hace que la ciudadanía no castigue de forma contundente a las formaciones políticas que llevan la corrupción integrada en su historia.
Por eso, en esta oleada tan perniciosa del “son todos iguales”, sería pertinente dedicar algunas acciones a demostrar que no es natural ni positivo para la democracia ver la corrupción como parte de la idiosincrasia de los seres humanos. Que hay muchos representantes políticos honestos y dedicados a servir al bien común. De paso, reforzar los valores colectivos, la importancia de pensar en función de derechos conquistados y servicios compartidos.
Porque no hay peor enemigo de la decencia que el egoísmo individualista, no hay mayor amenaza para la democracia que la trampa de la libertad de elegir que se pregona como libertad para consumir ni peor obstáculo para la cohesión social que creerse la panacea de la rebaja de impuestos. No hay mejor caldo de cultivo para la corrupción que la privatización desenfrenada, que transforma los servicios públicos en negocio, a la ciudadanía en clientela, creando las mayores desigualdades sociales a partir de los mandatos del mercado, sin responsabilidades del Estado. Y no se trata de moralina, sino de los poderosos factores culturales y modelos económicos que alimentan la lacra de la corrupción.
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Estella Acosta Pérez es orientadora y profesora asociada de la UAM, jubilada.
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