¡La banca siempre gana! Helena Resano
IDEAS PROPIAS
El 2025 repite un patrón que se viene consolidando. El norte arde, el sur se ahoga, y la política desaparece. Tras la terrible dana que destrozó una parte del país con aguas torrenciales, la otra arde en llamas, con incendios de dimensiones históricas. Todo ello deja muertes: vidas que se ahogan y vidas que arden en una crisis climática que ya no es adversidad pasajera, sino la nueva normalidad. Fuego y agua son aquí dos caras de la misma emergencia climática. Y, sin embargo, el guion político sigue siendo el mismo: helicópteros sobrevolando y dirigentes políticos vestidos de emergencia en visitas exprés a los lugares del desastre con discursos solemnes llenos de promesas sobre la necesidad de actuar y la falta de medios, y promesas, que, con el paso del tiempo, se desvanecen de nuevo en la nada. ¿Cuántas danas e incendios nos traerá el 2026? ¿Hasta dónde va a llegar la inacción política?
Estas semanas, los incendios han batido récords históricos. En tan solo cinco días, la superficie calcinada ha pasado de 39.000 hectáreas a casi 139.000, según el Gobierno. Solo en Galicia ha ardido una superficie más grande que toda la ciudad de Madrid. Y es que si atendemos tan sólo a uno de los incendios como el de Chandrexa de Queixa en Ourense, ya son más de 16.000 hectáreas calcinadas y por tanto podemos hablar ya del mayor incendio registrado nunca en Galicia. Cuesta asumirlo, ya hemos visto demasiados veranos llover ceniza. El balance general a 18 de agosto convierte al 2025 en el peor año de las últimas dos décadas, con una estimación a lunes 18 de agosto de más de 340.000 hectáreas quemadas según Copérnicus. (El peor año había sido hasta la fecha el 2022 con 306.000 hectáreas)
Y ese registro histórico de incendios es importante, porque este episodio no es aislado. Estamos ante la constatación de que la emergencia climática se ha instalado en España. Las olas de calor son cada vez más frecuentes, largas e intensas; la vegetación, tantas veces no autóctona y abandonada por gobiernos que terminan de creer que los incendios se apagan durante el invierno, amarillea todo el largo verano convirtiéndose así en un combustible explosivo tras meses y meses de sequía. Basta una chispa para desencadenar incendios que avanzan a una velocidad inédita. Los estudios científicos recientes indican que más de la mitad de los grandes incendios de las últimas dos décadas propagaron sus llamas entre un 2% y un 8% más rápido de lo que lo habrían hecho sin cambio climático. La conclusión es clara: la crisis climática es ya el principal acelerador de los incendios.
La gravedad de los datos y de la actual situación obliga a preguntarse con mucha seriedad: ¿qué han hecho nuestros Gobiernos para prevenir estos incendios o mitigar la crisis climática? En estas horas de máxima tensión para tantas ciudadanas y ciudadanos, los políticos se lanzan órdagos para repartirse las culpas, pero más allá del baile de competencias, la realidad es que este es un asunto en el que ni unos ni otros han puesto esfuerzo suficiente. El acuerdo de Gobierno entre PSOE y Sumar prometía reforzar los objetivos de reducción de emisiones, reformar el sistema eléctrico y acelerar la transición ecológica, un objetivo que lejos de haberse cumplido, casi parece haberse invertido, con la conversación con las nucleares reabierta y el más que preocupante uso de los fondos europeos dedicados a una descarbonización que no termina de llegar. Se habló de un “gran pacto de Estado contra la emergencia climática” y de reforzar los medios de prevención. Sin embargo, la estrategia específica contra incendios nunca se concretó. No aparece en el pacto programático, ni se ha desplegado una hoja de ruta dotada de recursos suficientes.
Ahora que todo arde, el presidente Pedro Sánchez anuncia el envío de 500 efectivos de la UME y la negociación de un Pacto de Estado contra incendios. Pero estas medidas, aunque necesarias, son claramente reactivas. Llegan con las llamas, no antes. Y la política climática no puede basarse en apagar incendios cada verano, sino en prevenirlos todo el año. Tampoco las comunidades autónomas, con competencias centrales en política forestal, han estado a la altura. En Galicia, el PP lleva años prometiendo planes de ordenación forestal, pero el eucalipto sigue extendiéndose sin freno, por no hablar del aval a la celulosa de Altri, que viene a reforzar un modelo forestal que exige hectáreas de eucalipto para sobrevivir. En Castilla y León, la Junta retrasó la declaración de época de alto riesgo hasta finales de junio, pese a que las temperaturas ya eran extremas, dejando más de la mitad de la plantilla inactiva. El resultado es un país donde se anuncia mucho y se ejecuta poco. La inversión pública en prevención de incendios se ha desplomado en un 52% en apenas 13 años: de 364 millones de euros a solo 176. En la práctica, eso significa menos brigadistas, menos turnos, menos medios aéreos y, sobre todo, menos capacidad para evitar que el fuego se convierta en catástrofe.
Quizás el mayor problema en todo esto es que no es algo nuevo o que nos pille por sorpresa. Sabemos perfectamente que el monte va a volver a arder en estas condiciones y que lo hará año tras año, salvo que las políticas en la materia den un giro de 180 grados. El cambio climático no puede ser una excusa, sino un contexto ineludible que obliga a actuar de forma urgente, con más medios y más coordinación. Saber que el fuego será cada vez más voraz y que las lluvias torrenciales serán cada vez más destructivas convierte en negligencia la ausencia de políticas de prevención, reforestación y ordenación territorial. No es la naturaleza lo que está fallando: son las instituciones.
Sabemos perfectamente que el monte va a volver a arder en estas condiciones y que lo hará año tras año, salvo que las políticas en la materia den un giro de 180 grados
Y con esto llegamos al asunto más delicado que provocan los incendios que no es otro que la desafección política. No se trata solo de montes y viviendas arrasadas, de brigadistas que se dejan la vida intentando evitarlo con trajes rotos, literalmente rotos. Se trata de esa terrible sensación que como las olas de calor recorre ya toda España de forma asfixiante. Gobierne quien gobierne, nada cambia. La gente ve a voluntarios jugándose la vida mientras que presidentes varios interrumpen sus vacaciones para visitar brevemente zonas afectadas. El barómetro del CIS de mayo lo refleja con crudeza, más del 18.1% de la ciudadanía refleja a los partidos políticos y al Gobierno como principal problema del país. Un 92% considera que estamos poco o nada preparados para fenómenos climáticos extremos. La confianza en las instituciones se derrumba, y no porque crezca la antipolítica, sino porque los políticos y sus políticas no están respondiendo a la altura de las emergencias que estamos viviendo. Arde con los montes la esperanza de que las cosas pueden ser diferentes. Si los incendios se apagan en invierno, las elecciones se ganan en las decisiones políticas mientras se gobierna. La desafección política nace justo ahí, con la constatación de que se sabe lo que hay que hacer y no se hace. Tengan, señores políticos, al menos la decencia de dejar de hablar de catástrofes naturales inevitables y comiencen a hablar de decisiones políticas revisables: la falta de inversión, la ausencia de planificación, la pasividad ante el avance del eucalipto, la falta de coordinación entre Estado y autonomías, la resistencia a transformar un modelo territorial que deja al rural abandonado y expuesto. Para que nunca más haya incendios, necesitamos que nunca más haya Gobiernos que los consideren inevitables. No se confundan: no hay mayor defensa de la política que creer que con otros gobiernos las cosas podrían ser de otro modo. No solo arde la tierra, también nosotras. Estamos quemadas. Estamos ya demasiado quemadas para seguir en silencio.
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