La muerte del periodismo Luis García Montero
Tengo una amiga que está haciendo un voluntariado en el CIS Victoria Kent, de Madrid. Dudo que a Victoria Kent le gustara que se utilice su nombre para llamar a una cárcel, aunque sea de cumplimiento en régimen de semilibertad. Mi amiga participa en grupos de tratamiento de personas que cumplen penas por delitos leves: hablan sobre el delito que cometieron, sobre el daño real (o potencial) a las víctimas y sobre la responsabilidad que tienen como integrantes de la sociedad. Un día me contó que estaba sorprendida de que todos los penados de su grupo –que han pasado temporadas de su vida en prisión– relatan lo mucho que les han pegado los funcionarios y policías encargados de su custodia. –“Son tantos los que lo cuentan que me suscita dudas, me cuesta creerlo… ¿Cómo va a ser el maltrato algo tan generalizado?”–, me dijo.
Yo sí me lo creo. Trabajé como abogada penalista durante diez años defendiendo a la gente más pobre y excluida. Fui abogada del turno de oficio, en un programa de metadona en el poblado de Las Barranquillas (Madrid) y en el Servicio de Orientación Jurídica Penitenciaria. Casi siempre, los detenidos me contaban que habían sufrido malos tratos por parte de la Policía, y muchos presos me relataron también las palizas y abusos padecidos dentro de prisión.
Recuerdo la primera vez que pedí un habeas corpus para un detenido del Turno de Oficio, al que la Policía había pegado con porras en un calabozo y regado luego con una manguera. Lo encontré empapado, tiritando de frío y miedo. Saqué a la jueza de guardia de la cama para que atendiera aquel caso flagrante de violación de derechos humanos, que exige la inmediata puesta en libertad de cualquier detenido según la Ley Orgánica de Habeas Corpus. Qué ingenua fui.
Se trataba de una jueza con fama de progresista entre las abogadas de mi entorno, y al principio se mostró interesada en el caso. Una vez en el juzgado, en vez de pedir al médico forense que reconociera al detenido para valorar si tenía lesiones por malos tratos policiales –como establece el Protocolo de Estambul–, ella misma, en su despacho, pidió a mi defendido que se levantara la camiseta para examinarle las huellas de los porrazos. La reacción de la jueza me dejó helada.
–”¿Y por tan poca cosa me has hecho venir? Menudo futuro te espera si te escandalizas por esto… ¡Eres una niñata!”–, me dijo. Y lo envió de vuelta al calabozo.
Aprendí una importante lección: los jueces y fiscales no solo no investigan los malos tratos, sino que hacen lo posible por no verlos.
Años después aprendí además que tampoco los condenan, por muchas pruebas que se presenten en los juicios. Sólo si hay vídeos que muestran la violencia de forma evidente, los jueces no tienen más remedio que condenar a los policías, aunque a veces, incluso con esas pruebas los absuelven. Los policías hacen a los jueces el “trabajo de la calle” que necesitan para sacar adelante su juzgado, y prefieren no tener problemas con ellos. La vida de un juez puede ser dura con la Policía en contra (como lo es la de las activistas, las sindicalistas o la de cualquier persona disidente del sistema que tan ferozmente tratan de preservar).
Denuncié los malos tratos a las personas detenidas y la falta de investigación por parte de jueces y fiscales en un especial sobre justicia del programa Salvados, que conducía Jordi Évole. Me cayeron dos querellas de la Policía y la Guardia Civil, por injurias y calumnias, que acabaron en un juicio celebrado cinco años después. La jueza me absolvió, no sin antes echarme una bronca por decir cosas “tan feas” de la Policía.
Ese es el problema fundamental de la tortura y el maltrato: que quienes la denuncian –por haberla sufrido en su piel o por querer combatirla– son los que acaban en el banquillo. Gracias a esa perversa dinámica funciona la omertá en torno a la tortura.
No es admisible vivir en un Estado democrático y de derecho que no investiga, juzga ni condena la tortura
En Euskal Herria, la gente sí se cree las denuncias de tortura de miles de personas, y por eso están siendo capaces de llevar a cabo un proceso de verdad, justicia y reparación. El Instituto Vasco de Criminología, bajo la dirección del prestigioso antropólogo forense Francisco Etxeberria, ha publicado tres informes sobre la tortura en Euskadi y la Comunidad Foral de Navarra en los que se acreditan más de 6.000 casos sufridos por presas y presos, entre los años 1960 y 2014, que la justicia se ha negado sistemáticamente a investigar. Pero el profesor Etxeberria considera que la cifra real de personas torturadas en el País Vasco estaría por encima de las 20.000, porque la mayoría de las víctimas sienten un profundo rechazo a someterse a las pruebas de verificación y revivir de nuevo experiencias tan traumáticas.
Al sur de los territorios forales la cosa cambia por completo. La negación de la tortura y de los malos tratos es casi total. Por eso son imprescindibles iniciativas como las Jornadas contra la Tortura que se han celebrado a primeros de octubre en el Teatro del Barrio (Madrid). En ellas participaron miembros del Instituto Vasco de Criminología, víctimas de tortura, profesionales que trabajan peritando casos y luchadores incansables como Jorge del Cura, Premio Nacional de Derechos Humanos. Además de visibilizar y denunciar esta lacra de nuestra sociedad, las jornadas pretendían poner una piedra en la construcción de un movimiento ciudadano contra la tortura: un movimiento que exija al Estado iniciativas de reparación y medidas efectivas para erradicarla.
En un país como el nuestro, con un modelo de justicia de corte inquisitorial, centrado en la confesión del reo y el castigo al disidente, quizá no sea posible eliminar por completo la tortura y los malos tratos. Pero resulta urgente acabar con la impunidad de la que goza. No es admisible vivir en un Estado democrático y de derecho que no investiga, juzga ni condena la tortura.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha condenado a la justicia española, en más de diez ocasiones, por no investigar la tortura. Y, en 2018, en el caso Portu Juanenea y Sarasola Yarzabal, condenó a España por la comisión de torturas y tratos inhumanos y degradantes.
Gracias a las redes sociales hemos visto imágenes espeluznantes de las condiciones de detención en las cárceles de Israel y hemos escuchado los testimonios de decenas de palestinos que relatan las torturas y tratos denigrantes a los que han sido sometidos por el gobierno sionista y genocida de Israel. Y lo alucinante es que, a continuación, no pasa nada: no hay consecuencias, ni sanciones, ni bloqueos. Ni siquiera indignación. La última macroencuesta de Amnistía Internacional (2014) sobre actitudes de la población ante la tortura revela que un 36% de la población mundial la considera aceptable cuando se trata de obtener información de interés público. En España, un 81% de los encuestados no aceptaría la tortura en ningún supuesto, y un 17% cree que puede ser válida en algunos casos.
Necesitamos un movimiento ciudadano que se indigne con la tortura y que exija al Estado actos reales de reconocimiento y reparación. Pero, muy especialmente, debemos exigir el fin de la impunidad en la tortura y los malos tratos.
Si lo hemos hecho con las víctimas de abusos sexuales de la Iglesia, ¿cómo no hacerlo con quienes han sufrido las más horribles vejaciones a manos del Estado?
La tortura deja en los seres humanos una huella de humillación, dolor y daño psicológico de la que es casi imposible recuperarse plenamente. Estemos atentas a esta nueva iniciativa ciudadana que busca exigir el fin de la tortura y de su impunidad.
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Lorena Ruiz-Huerta García de Viedma es abogada y activista defensora de los derechos humanos.
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