Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
La violencia machista se ha instalado en el debate público español como un fenómeno que conviene gestionar, pero ya no como un orden social que transformar. Se hace imprescindible volver a comprender. En un país que presume de consenso en la materia, la raíz ideológica del problema se ha ido diluyendo en categorías neutras que lo despolitizan y sustituyen estructura por contingencia, opacando el marco mismo desde el que podríamos comprender su persistencia. Pero el machismo no es un desajuste emocional, ni una tragedia privada, ni tampoco un asunto que se resuelva únicamente con más penas de cárcel o mejores medidas policiales: es una estructura que orienta afectos, legitimidades y jerarquías. Es cuando dejamos de nombrarla como tal cuando avanza sin resistencia.
Hay conceptos que no desaparecen, se vuelven opacos y cambian su significado con su uso. Machismo, como patriarcado, violencia o incluso feminismo corren hoy ese riesgo en España. Esto no sucede porque hayan dejado de emplearse, sino porque han sido absorbidos por un discurso institucional que los nombra sin pensar su raíz. Se habla de violencia en el ámbito de la pareja, de problemas de convivencia, de conflictos relacionales, como si el daño que produce el patriarcado fuese una cuestión psicológica y no la manifestación visible de un sistema de poder con incalculables consecuencias. El consenso político ha producido un vocabulario higiénico que gestiona la violencia sin interrogar su estructura, y esa operación es peligrosa porque transforma un orden ideológico en un asunto técnico. Llega a ser de tan profundo calado que en aras al consenso se llega incluso a pedir que no se politice la lucha contra la violencia machista. Es decir, se pide no hacer justamente aquello que de hacerse podría realmente marcar la diferencia. ¿Cómo luchar contra el machismo, cómo cambiar el orden social patriarcal, sin asumir que éste es una cuestión íntimamente relacionada con el poder?
La filosofía feminista contemporánea resulta aquí indispensable. Sara Ahmed ha mostrado que las estructuras sociales funcionan como orientaciones: inclinaciones que no obligan, pero que predisponen, que canalizan movimientos y expectativas. El patriarcado es, en este sentido, una geografía afectiva. No se limita a distribuir roles, sino que configura lo interpretable y lo imaginable: quién puede enfadarse y quién debe justificar su ira, quién es leído como razonable y quién como exagerada. No hablamos de actos aislados, sino de una arquitectura de inteligibilidad.
¿Cómo luchar contra el machismo, cómo cambiar el orden social patriarcal sin asumir que éste es una cuestión íntimamente relacionada con el poder?
Pero esa arquitectura, cuando no se nombra, se vuelve paisaje. Judith Butler lo advirtió hace décadas: los marcos que utilizamos para describir la realidad no son neutrales; producen aquello que vemos y borran aquello que no encaja en su gramática. Cuando hablamos de lacra, por ejemplo, transformamos la estructura patriarcal en una suerte de patología indeterminada, una desgracia social sin responsables ni genealogía. Cuando hablamos de violencia en el ámbito familiar, devolvemos la dominación al espacio privado y disolvemos la asimetría entre quienes ejercen poder y quienes lo padecen. Estas expresiones —tan frecuentes en discursos mediáticos e institucionales a ambos lados del arco parlamentario— parecen inocuas, pero no lo son: operan como dispositivos conceptuales que desplazan el problema fuera de la ideología para situarlo en la intimidad. Y un problema íntimo no exige transformación estructural, solo gestión emocional.
Susan Faludi describió este fenómeno como backlash: una reacción que emerge precisamente cuando el feminismo logra avances significativos como los que en los últimos años se han dado gracias a los movimientos feministas y sus diferentes manifestaciones, incluso las institucionales. Es importante tener presente que, en España, ese backlash no siempre se manifiesta como confrontación explícita; a menudo adopta la forma más sofisticada de todas: la moderación semántica. La sustitución del patriarcado por la convivencia, de la desigualdad por la dificultad relacional o el discurso sobre la meritocracia, de la dominación por el conflicto sentimental. Es una operación que permite al sistema mantenerse indemne bajo la apariencia de consenso.
Mientras tanto, la cultura popular, quizá sin proponérselo, comienza a exponer con mayor claridad lo que la política neutraliza. La perla, de Rosalía, puede parecer un relato emocional, pero en realidad nombra un patrón. En ella, cuando se habla de red flag no es un gesto anecdótico; es el reconocimiento de un repertorio colectivo. La figura del terrorista emocional no es la patologización de una pareja concreta, sino la actualización de una forma de poder que se aprende, se hereda y se legitima culturalmente. En la canción, el protagonista reduce su propia violencia a un relato pobre, excusatorio, casi infantil. Y esa reducción es significativa ya que muestra cómo ciertas narrativas masculinas, al minimizar su responsabilidad, participan sin saberlo en la reproducción de la estructura. Lo que la política llama lacra o problemas en el ámbito familiar, la cultura pop lo lee —con más precisión filosófica que muchos documentos oficiales— como síntoma.
España ha avanzado normativamente en materia de igualdad, pero desgraciadamente la existencia de leyes no garantiza la existencia de un lenguaje capaz de sostenerlas y que posibilite las transformaciones profundas necesarias. Pensar el machismo como ideología no es una elección retórica, sino una necesidad analítica. Sin ese marco, la violencia se fragmenta en episodios inconexos que no permiten ver el patrón. Y donde no hay patrón, no puede haber transformación. La desideologización, en este sentido, es la forma contemporánea de continuidad, es decir, un modo amable de preservar el orden patriarcal que sigue permitiendo esa violencia.
Nombrar las perlas no significa buscar metáforas compensatorias, sino recuperar la posibilidad de identificar, en la superficie cotidiana, el destello de la estructura. Cada gesto que se repite, cada explicación que se reduce, cada terminología que sustituye poder por patología, es una señal. Y una democracia madura no debería temer nombrarlas. Sin lenguaje estructural, el patriarcado se vuelve administrable. Con él, vuelve a hacerse visible.
El desafío no es volver más enfático el debate público, sino hacerlo más honesto. El machismo no es un ruido sentimental: es una forma histórica de organización de la vida social. Cuando lo tratamos como si fuera un accidente de la intimidad o una tarea de las administraciones públicas, como el cuidado de parques y jardines, lo reforzamos. Cuando lo nombramos como ideología, abrimos la posibilidad de interrumpirlo. Y en esa diferencia está, no solo el terreno de la política, sino la posibilidad de articular propuestas feministas institucionales que de verdad sirvan para transformar la sociedad y hacer que las mujeres, de una vez por todas, seamos libres.
Lo más...
Lo más...
Leído"No le llames defraudador confeso, llámale Alberto Burnet", los memes del alias del novio de Ayuso
Raquel ValdeolivasLa jueza de la dana acuerda citar a Feijóo como testigo a petición de un grupo de víctimas
infoLibreLos demócratas publican nuevas imágenes de Trump rodeado de mujeres en la mansión de Epstein
infoLibreTu cita diaria con el periodismo que importa. Un avance exclusivo de las informaciones y opiniones que marcarán la agenda del día, seleccionado por la dirección de infoLibre.
Quiero recibirlaEl adquiriente fallido
'Hacia una semántica del silencio' con Gonzalo Celorio
Mujer, metapoesía, silencio
¡Hola, !
Gracias por sumarte. Ahora formas parte de la comunidad de infoLibre que hace posible un periodismo de investigación riguroso y honesto.
En tu perfil puedes elegir qué boletines recibir, modificar tus datos personales y tu cuota.