Muros sin Fronteras

Ciudades, globalización, robótica

Los centros de las ciudades se están deteriorando devorados por la codicia, la falta de reglas de juego y el fenómeno de Airbnb, que hace mucho tiempo dejó atrás el espíritu de la economía colaborativa para convertirse en un ariete más de la globalización más despiadada.

Todo nació bajo tres premisas: viajes baratos (vuelos low cost y acomodación), supuestas experiencias únicas al vivir como un local y creación de conexiones personales con el nuevo entorno. Al parecer es el sueño de los millennials. La realidad es que el negocio sin límites de Airbnb, una de las empresas con mayor valor de mercado de EEUU, tiene efectos devastadores.

Vivo en el centro de Madrid. Soy testigo de la invasión de ejércitos de termitas con maletas dirigidos por Google y sucedáneos sin tener que mirar la ciudad a la que llegan. Caminar en línea recta empieza a ser un problema para los aborígenes. Este es el menor de los efectos secundarios de este turismo 2.0, el de la globalización descontrolada.

Viajan enlatados en compañías aéreas supuestamente baratas que cobran por respirar. El reclamo de vivir experiencias únicas como si fueran un local (algo bastante presuntuoso) tiene como consecuencia la expulsión de la gente local de su barrio y su transformación en un parque temático. Las mismas tiendas y marcas que tienen en sus ciudades de origen.

Desaparecen las tiendas y los comercios de barrio que avituallan a los residentes habituales sustituidos por locales para turistas que les venden en su idioma supuesto jamón ibérico, sangría, tapas y turrones de navidad en agosto. O para los Segway con monitores chulescos que entrenan a los usuarios en las calles peatonales sin respetar las normas de tráfico ni la más mínima urbanidad. Ahora se suman los patinetes eléctricos para que gente, local y foránea, surfee en las aceras. Ser peatón es un ejercicio de alto riesgo. Pero el problema para algunos son los manteros.

Las experiencias de otras ciudades indican que una turistización radical vacía los barrios y multiplica la delincuencia. Embutimos siglos de historia en un bote de cultura Disney de usar y tirar. Son los tiempos en los que cuentan más las selfies que la memoria de haber vivido.

Más allá de las grandes medidas, hay pequeños pasos esenciales en la senda de la regulación, que es un derecho y una obligación de los gobiernos. El principal sería cambiar la ley que exige unanimidad en la modificación de los estatutos de la comunidad de vecinos. Bastaría con cambiar de unanimidad a mayoría cualificada. Así, las comunidades de vecinos podrían protegerse, introducir en sus estatus la prohibición expresa de los pisos turísticos. Sucedió en Ámsterdam, y esto forzó a Airbnb a negociar.

Son cada vez más las ciudades que limitan los alquileres turísticos a un número de días al año, algo más cercano al mantra de la economía colaborativa. París ha impuesto los 120 días; San Francisco, 90 y la obligación de que el dueño viva en la misma casa. Japón ha igualado las exigencias a las de los hoteles. Es lo más justo.

Las viviendas turísticas deberían constar, con su uso especifico, en un registro abierto a la consulta de todo ciudadano. Tienen que estar sometidas a los controles sanitarios y de seguridad pertinentes, y pagar impuestos, y un IBI mayor ya que dejaron de ser viviendas de uso normal. Son un negocio.

No puede haber barra libre para que las empresas compren pisos al por mayor, y edificios enteros, para exprimir sin escrúpulos el negocio mientras dure la gallina de los huevos de oro. El día que se agote ya habrá otra ubre de oro que explotar. Y si todo fallase, Papá Estado, por favor.

Una de las consecuencias evidentes para casi todos, menos para el regulador, es el alza de los precios de alquiler. Conozco casos de subidas súbitas del 25% de propietarios embrujados por la codicia, gente que se embarca en créditos para comprar una o varias viviendas. El capitalismo salvaje se nutre de la codicia de la gente común. Aquí tenemos al llamado tribunal de la competencia jugando en el bando de Airbnb. Recuerdo este poema de Mario Benedetti cantado por Quintín Cabrera.

Nosotros los periodistas, que hemos sufrido y sufrimos la crisis y el cambio de modelo de negocio, no podemos aspirar a que se prohíban Google, Facebook, Twitter y un cada vez más largo etcétera, pero sí a jugar con las mismas reglas, y mejorar nuestra oferta y credibilidad.

Tampoco podemos aspirar a que se prohíba Airbnb. Ni los buscadores de viajes.

La guerra de los taxistas contra Uber y Cabify es solo una muestra de un problema mayor: la incapacidad de los Estados para ordenar la voracidad de los mercados y su lentitud para liderar esta revolución 2.0. (sobre todo Europa, como comprobamos en el siguiente vídeo).

Nadie en su juicio pretende prohibir la globalización. Las nuevas tecnologías son el aperitivo de la gran revolución que ya ha llegado: la robótica.

China es uno de los países que tiene claras sus prioridades. El asunto es ¿cómo congeniar los avances con las personas? De momento no vamos nada bien, una prueba es el efecto en las ciudades. No ayuda a crear espacios más vivibles.

Estamos en el inicio de un cambio de era, cuya repercusión en nuestras vidas será similar o mayor al del descubrimiento de la agricultura o a la invención de la escritura.

Es el momento para detenerse a reflexionar sobre qué tipo de mundo queremos. Cómo vamos a dividir el espacio entre el ocio y el trabajo: ¿habrá jornadas reducidas o despidos masivos? ¿Pagarán impuestos los robots o trabajarán a destajo hasta reventar sin costes laborales ni indemnizaciones? ¿Existirá una renta universal o tendemos un mundo de supermillonarios cada vez más ricos?

Esta charla de Andrew McAfee ofrece varias respuestas, y plantea nuevas dudas.

Es un debate en el que debería primar la Filosofía sobre la economía. Vamos mal, la primera desaparece de los planes de estudio en los que campa la religión, y la segunda domina la política sin fronteras.

El expresidente de Telefónica, César Alierta, dio un dato interesante poco antes de dejar su cargo: más del 60% de los niños y niñas que empezaban primaria ese año ejercerían profesiones que no existen en este momento. Morirán unos empleos, nacerán otros. Cambiará la cualificación.

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Todo está en el tejado de los gobiernos y de superestructuras como la UE. ¿Me permiten un consejo? ¡Sean pesimistas!

 

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