El odio reaccionario contra la nostalgia o por qué los remakes de Disney no terminan de gustar
La histérica sucesión de controversias alrededor de Blancanieves había tenido un prólogo algo menos ruidoso, pero muy ilustrativo, en la D23 de 2022. Fue en el marco de la multitudinaria convención de Disney donde Rachel Zegler —elegida como protagonista del futuro remake de acción real— demostró saber prematuramente cómo irritar los ánimos reaccionarios, limitándose a señalar que la película original se había quedado vieja. “Se estrenó en 1937 y es algo que se nota: Blancanieves tiene un romance con un tipo que literalmente es un stalker”, dijo alegremente.
No era necesario que hubiera abierto la boca para ganarse el odio de Internet de todos modos —bastaba su color de piel— y aún así la actriz de West Side Story nunca estuvo dispuesta a callarse. Su posicionamiento público en contra del genocidio de Israel llegó a provocar, más cerca del estreno de Blancanieves, que la propia Disney quisiera silenciarla. No sirvió de nada, Blancanieves fue un fracaso de taquilla el pasado marzo. Quizá una de las razones fue que, en fin, Blancanieves y los siete enanitos es una película de 1937. ¿Qué cantidad de fans podía congregar el recuerdo de un film tan antiguo, conocido antes que nada por ser el primer largo animado de Disney?
Los remakes de Disney —y es por eso que la reflexión de Zegler sobre el príncipe acosador era tan oportuna— buscan equilibrar la actualización de unos elementos según lo que parece el nuevo sentido común de la época, con el mantenimiento de otros para garantizar la afinidad del público primigenio. Zegler avanzaba que el remake iba a cambiar cosas de la original, cómo no hacerlo. La prioridad de estos remakes en los que Disney lleva enfrascada más de diez años —El libro de la selva de 2015 podría ser considerada la pionera, aunque fue Alicia en el país de las maravillas de Tim Burton, un lustro antes, la que sentó el patrón estético— es convocar nuevas generaciones.
Una de las prioridades, al menos. También hay que satisfacer nostalgias, lo que modula un complejo público objetivo —parte del cual va a asegurar entre llantos que le han destruido la infancia— ante el cual la única directriz clara es que… la película debe ser popular. Esos dos segmentos de audiencia deben ‘reconocer’ las imágenes. Así que el siguiente remake de Disney es uno realizado solo 23 años después del film original, frente a los 88 que pasaron entre Blancanieves. Pinta taquillazo pero es inevitable preguntarse si ha dado tiempo a sentir nostalgia de Lilo y Stitch.
Una época frenética
El flujo de la nostalgia parece haberse acelerado. Ahora mismo HBO está preparando una serie que adapte de nuevo Harry Potter, a fin de cuentas, aunque no es necesario salir de Disney ni de los remakes en acción real para explorar la cuestión. El siguiente remake en el calendario tras Lilo y Stitch, previsto para el verano de 2026, es el de Vaiana —apenas habrán pasado 10 años del original animado, así que Dwayne Johnson podrá ahora interpretar físicamente a Maui tras haberle puesto voz—, y el modelo ha demostrado ser tan fructífero como para aplicarlo a otras factorías de animación. Cómo entrenar a tu dragón, de DreamWorks, estrenará versión real este 13 de junio.
De la original han transcurrido 15 años y del fin de la trilogía —que se supone que ahora quieren adaptar íntegramente— apenas 6. En Cómo entrenar a tu dragón se da la particularidad además de que la firma el mismo director de los dibujos animados originales, Dean DeBlois. Que en su día codirigió con Chris Sanders, siendo ambos los directores de la Lilo y Stitch animada de 2002. Un amasijo de conexiones que transmite claustrofobia en primer lugar, y en segundo mueve a teorizar una nueva fase para la regurgitación nostálgica de la cultura popular. Era sencillo definir las lógicas de la fiebre por los 80 y los 90, que todavía colean por ahí. Con Lilo y Stitch, una película obviamente reciente, ‘joven’, está pasando algo más difícil de explicar.
O quizá más fácil, en el sentido de que Lilo y Stitch ya nació inmersa en lógicas familiares para el espectador contemporáneo. Con proyectos previos de Disney hablábamos de relevancia histórica —Blancanieves— o de clásicos plenamente asentados toda vez que omnipresentes en la memoria sentimental de un par de generaciones: los remakes en acción real que mejor han funcionado corresponden todos al Renacimiento de Disney. Es decir, de 1989 a finales de los 90 (El rey león, La bella y la bestia, Aladdin), separándose Lilo y Stitch de este conjunto pues ya le corresponde al siglo XXI y se la considera el mejor film post-Renacimiento. Es el que destaca en medio de la fase menos memorable del estudio (Zafarrancho en el rancho, Chicken Little, etcétera).
También, y aquí está lo delicado, es la película más conectada con el presente modo de trabajar de Disney: la que más hábilmente avanzó, además, ese segundo Renacimiento que podría teorizarse alrededor del fenómeno Frozen (y que ya habría concluido, por culpa de los dolorosos fracasos de Mundo extraño y Wish). Al margen de su esquema heredado de E.T. El extraterrestre, Lilo y Stitch resultó rompedora por acercar finalmente a Disney a una cultura ajena a la norma europea. Desde luego que Mulan o Aladdin ya lo habían intentado, pero la novedad estribaba en que Lilo y Stitch retrataba Hawái desde la actualidad, observando a gente del presente y limando su otredad.
Desde ahí es sencillo saltar a Big Hero 6, Vaiana y Encanto; tanto como proponer que Lilo y Stitch supuso el primer peldaño para el parque de atracciones multicultural que Disney ha edificado concienzudamente en los últimos años. Lo excepcional de este gesto está refrendado por el hecho de que Lilo y Stitch, antes de este remake, ha sido objeto de dos spin-offs donde el alienígena se hace amigo de otros críos racializados fuera de Hawái: uno con el sencillo título de Stitch (un anime japonés) y otro llamado Stitch & Ai (una serie de animación china). Uniendo esta preocupación por la diversidad a otro gesto rompedor como fue centrarse en la relación de dos personajes femeninos (las hermanas Lilo y Nani) nos toparíamos con una obra perfectamente adecuada para el presente.
No habría que actualizar nada. No habría forma de hacerla —por emplear una retórica facha a la que este remake va a desconcertar bastante— más woke. Así que, de nuevo, ¿por qué hacerla?
Stitch como agente del cambio
La Lilo y Stitch de 2002 fue una película rompedora por otro gesto más. Para promocionarla, a Disney se le ocurrió una divertida campaña consistente en colar a Stitch en éxitos animados de la compañía. El Experimento 626 desataba el caos dentro de La sirenita, La bella y la bestia o Aladdin, dando cuenta de su carácter a la vez que de un hallazgo revolucionario para la Casa del Ratón: la noción de poseer un gran catálogo de imágenes icónicas, que podía combinar a placer para extraer reconocimiento y comedia. La voluntad autorreferencial de Disney —tanteada posiblemente por Lilo y Stitch a la estela de lo que había supuesto Shrek en su momento— daría paso con los años a la reunión de princesas Disney de Ralph rompe Internet, o a la totalidad de Deadpool y Lobezno.
Así que Lilo y Stitch, en resumen, contenía los rasgos principales de la industria del entretenimiento llegada la segunda década del siglo XXI. Entregaba las condiciones de posibilidad para la posterior producción Disney —anclada en catálogos de streaming y sagas repletas de cameos— y en particular para sus remakes, donde gran parte de las actualizaciones suscriben —o suscribían, está por ver cómo afecta la segunda administración Trump— las políticas DEI (Diversidad, Equidad e Inclusión). Ahora, aprovechando tanto el atractivo mediático de Stitch como el ritmo frenético de la cultura de masas —un ritmo que apenas atina a disimular la escasez de ideas—, a la nueva Lilo y Stitch le basta con clonar el film previo y recentísimo para aspirar al triunfo.
Y es más o menos lo que hace. Es lo que hacen en mayor o menor medida todos estos remakes, clonar. La transformación de creaciones animadas en CGI es mucho mejor de lo acostumbrado, eso sí —las texturas y la incorporación de los seres digitales a escenarios reales poseen una organicidad admirable—, y en general la dirección de Dean Fleischer-Camp (nominado al Oscar a Mejor película animada por Marcel, la concha con zapatos hace unos años) es gratamente enérgica. Esfuerzos invertidos, sin embargo, en el enésimo despropósito expresivo, que inicialmente pasa por fotocopiar de cabo a rabo todo el primer acto de la película de 2002.
La voluntad de fotocopia garantiza una sucesión de alienígenas diseñados originalmente según la ligereza y libertad del 2D, pero materializados ahora en criaturas rígidas frente a las que Stitch logra destacar por mero énfasis en su pelo (esto es, por su condición de peluche). El descalabro estético —incluso con una técnica más cuidada— es el previsible, si bien la escasa distancia temporal con el material de partida entrega apuntes jugosos sobre ese nuevo “sentido común de época” que apuntábamos como brújula principal de los cambios. Porque cambios, en realidad, sí que hay.
‘Misión imposible: Sentencia final’, un excelente cierre para la mejor saga de acción de la historia de Hollywood
Ver más
Dejado atrás ese primer acto consagrado al valle inquietante, la nueva Lilo y Stitch conserva el corazón emocional —el amor de las hermanas, ohana significando familia y tal— alterando elementos como el villano o, más sutilmente, el carácter de las protagonistas. El doctor Frankenstein que creó a Stitch pasa a ser abiertamente malvado mientras Nani resulta tener ambiciones profesionales, que mueven una resistencia a quedarse en casa con su hermana pequeña.
De esta forma se difumina la estimulante personalidad de Jumba —un ser mezquino que aún así terminaba ayudando a su criatura—, a la vez que pierde fuerza el sacrificio de Nani por Lilo. Siendo lo más doloroso, por otra parte, lo sucedido con la protagonista. La Lilo animada era una niña de carácter arisco y antisocial —por eso encajaba tan bien con Stitch—, que esquivaba un retrato psicológico compacto. En cambio todos los desajustes anímicos de la Lilo humana —interpretada por Maia Kealoha— se explicitan como consecuencias del trauma por la muerte de sus padres, careciendo su relación con Nani de la violencia imprevisible de la película de animación.
Hay en este remake, por tanto, un énfasis en el progreso individual —¿por qué va a quedarse Nani en el pueblo haciendo surf si puede ir a la universidad?— alineado con un dibujo de personajes totalmente unívoco y categorizable, que ahoga cualquier fricción. Es, en resumen, una operación de aplanamiento para los sentidos de la película original. Y demuestra que, después de todo, la cultura sí que ha cambiado bastante en 23 años.