Praga. Mi próxima patria chica

El humo se eleva sobre los tejados en un día brumoso y gélido en Praga, República Checa.

Es curioso cómo un simple comentario puede hacerse más célebre que el resto de tu legado. Rojo y negro está considerada una obra maestra de la literatura universal, pero lo primero que suele venirme a la mente al nombrar a Stendhal es el síndrome, ese malestar físico abrupto que se sufre tras ser testigo de una belleza extrema. Stendhal lo padeció en la basílica de la Santa Cruz de Florencia. Yo he tenido muchos stendhalazos, gracias a Dios, pues me mudé mucho, una vez al año, y viajé bastante. En 2021, por ejemplo, sufrí decenas de síncopes por vivir en el centro de París aquel año, experiencias que compartía con el propio Stendhal. La casualidad quiso que su tumba estuviera a menos de doscientos metros de mi casa. Yo vivía en Montmartre, en la rue d’Oslo, y a espaldas de esta se encuentra el cementerio del barrio. Me echaba junto a su tumba, con cuidado, y le contaba esas experiencias. Naturalmente, no solo lo visité con este fin, pues no se lo habría tomado a bien. También empecé la lectura de Le rouge et le noir en francés frente a su lápida. Nunca lo terminé. Desolé! 

En cualquier caso, este artículo no surge como necesidad de exponeros mi relación con Stendhal, sino como confesión. Voy a compartir con vosotros el lugar que me ha provocado el mayor stendhalazo hasta la fecha, uno que nunca se me manifestó, en ninguna de las repetidas ocasiones, en forma de taquicardia, como al francés, sino en mareos que me obligaban a tener que cerrarme los ojos con los dedos y descansar la vista; a posar el rojo en el negro. Un stendhalazo que no brotó frente a un solo monumento o lugar, sino en todo el callejero de una ciudad: Praga.  

Es probable que no sea muy original, pues esta ciudad embelesa a todo el mundo. Es mágica, es contundentemente bella, es especial y es notable su encanto. Praga mágica lleva por nombre, no de forma azarosa, el maravilloso libro que escribió el ensayista Angelo Maria Ripellino (Siruela, 2023). Pero una cosa es que te guste una ciudad para visitarla y otra es querer habitarla, pisarla, fundirte en ella, dormir en sus entresuelos, desaparecer en los bosques aledaños y hacer que tu cuerpo se alimente solo a base de guláš, carpas bañadas en mantequilla y sopas de ajo con patatas. ¡Y yo quiero todo eso y más! Quiero fundirme con la ciudad y llegar a quererla. Me ha pasado siempre que mis grandes amores no han sido hombres, sino ciudades. Y esta es una firme pretendienta. 

Praga es la ciudad más melancólica que he visitado nunca. En sus laberínticas calles se mezclan edificios medievales y góticos, renacentistas, barrocos, neoclásicos, modernistas y decadentistas, y no son falsas reconstrucciones o cáscaras huecas de fachadas suspendidas e interiores reconstruidos, sino escenarios reales de otras épocas. 

Que se haya mantenido casi de una pieza desde hace tantos siglos se debe a que no fue apenas dañada durante las dos guerras mundiales, salvo cuando fue bombardeada por los americanos por error –y alguna que otra vez por los soviéticos–.  

Creo que las ciudades que logran engendrar a grandes artistas adquieren la forma de las obras literarias, musicales, pictóricas o espirituales de sus hombres y mujeres virtuosos. Así, una urbe que ha tenido como máximo representante de las letras a un dramaturgo será, muy probablemente, rica en teatros. Praga tiene ese aire decadente y misterioso que la hace única por numerosas causas. Enumero las diez más evidentes: 

1. Las ciencias ocultas. El rey Rodolfo II se obsesionó con la alquimia y la ciudad siguió durante siglos una gran tradición ocultista. Por ello es el Orloj el mayor tesoro de la ciudad, el reloj astronómico lleno de numerología y astrología que descansa en la pared sur del Ayuntamiento de la Ciudad Vieja. El reloj astronómico más antiguo del mundo que aún sigue funcionando. 

2. Kafka. Su literatura no se entiende sin Praga, y viceversa. Conforman una simbiosis total. La misma opresión bella de los textos de Kafka la sientes en la ciudad: la oscuridad, el sabor metálico, los pasos sobre adoquines resbaladizos, la pérdida del estado del tiempo, las arquitecturas que se vuelcan hacia ti… 

3. Compositores postrománticos. La tríada que conforman los nombres de Smetana, Dvořák y Janáček —este último algo más tardío— dota al país de un ambiente que casa con el cielo encapotado, los bosques oscuros y las calles húmedas y retorcidas. No es de extrañar que, de las mismas entrañas del país, aunque en Brno, naciera Kundera; y también Rilke y Jan Neruda, y el escritor que más me hizo reír, Jaroslav Hašek, autor de Las aventuras del buen soldado Švejk, novela que modeló el espíritu de la ciudad casi tanto como el Ulises en Dublín.  

4. Las marionetas. Estas ya tenían una presencia notable en la cultura checa en la época medieval, cuando eran usadas para crear sátiras y entretener a la población. Si bien, esta tradición se consolidó en el siglo XIX. Con el auge de los nacionalismos, hacer teatro de títeres en checo era una forma de proteger la lengua ante las imperantes fuerzas alemanas. Uno de mis directores de cine preferidos, el nonagenario Jan Švankmajer, cultivó este arte en sus películas. 

5. El teatro negro. La compañía Laterna Magika hizo popular esta técnica en la que todo está a oscuras en el escenario salvo las luces negras (ultravioletas) que se reflejan en las marionetas, en el decorado y en los actores.  

6. La herencia judía. Los judíos no solo dejaron en el corazón de la ciudad un inmenso cementerio de más de doce mil tumbas apiladas las unas contra las otras, sino también parte de su folclore musical y cierta atmósfera mística. No habría podido surgir si no en sus calles la leyenda del Gólem, en el mismísimo gueto de Josefov. 

7. Influencia jesuita. Estos religiosos proveyeron a la ciudad de música sacra y de una de las bibliotecas más bellas y valiosas del mundo: la Clementinum. Aunque también se mostraron intransigentes y su estela política algo tuvo que ver con la guerra de los Treinta Años. ¡Y para qué! Si Chequia es el país con más ateos del mundo.  

8. El corazón de Europa. Si Praga no es el corazón neurálgico de Europa, no lo es ninguna otra ciudad. Es un milagro que, estando en el centro de tantas guerras, disputas nacionalistas y cambios espirituales, la ciudad haya sobrevivido arquitectónicamente.  

9. Sombra comunista. Otro milagro: la ciudad sobrevivió a décadas de arquitectura socialista funcional. Y dicha influencia soviética propició la Primavera de Praga, un referente social y político.  

10. Humor negro. Lo comparten Švejk en la célebre novela, los actores de la nueva ola checa cinematográfica y mi único amigo praguense: Ondřej, cuyo nombre es totalmente impronunciable. Y un millón y medio de praguenses.  

Lejos de Veracruz

Lejos de Veracruz

Lo único que no me gusta de la cultura checa son los cristales de bohemia. ¡Son horribles y horteras! Prefiero mil veces la vajilla unicolor de Duralex.  

Total, que en cuanto se me despeje la agenda —allá por 2027—, me iré a vivir a Praga con los ojos cerrados. Y seré feliz visitando el barrio de la Malá Strana, por mucha gentrificación que esté sufriendo; y tocaré el acordeón sobre el puente de Carlos IV, con los pies sobre el Vltaya, que corta la ciudad de norte a sur; y me refugiaré del frío bajo la torre de la Pólvora o bajo algún tejado verde claro de cobre oxidado. Por cierto, gracias, Jesús Mantilla, por haberme hecho de cicerone por esta ciudad que tan bien conoces.  

Brzy na viděnou, Praha.

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