Monique Gies, pintar el trauma

Exposición 'Anagnórisis' de Monique Gies.

En 1977, teniendo cuarenta y tres años, Monique Gies abandonó a su marido, chiquillos y empleo para mudarse a una buhardilla parisina. Instalada en su nuevo hogar, Gies frecuentó a los psicoanalistas e inició una discreta producción pictórica, que apenas mostraría en una exposición colectiva celebrada en 1979 y en algunas colaboraciones en la revista Sorcières

Monique Gies murió en 2022. Mientras le desmantelan la casa, los hijos —con quienes había retomado el contacto después de la espantada— encuentran las obras de su madre apiladas en una estantería: una colección de escenas inquietantes, muñecas veladas o descabezadas, maniquíes rotos, estancias opresivas y extremidades saliendo de un maletín. Estos trabajos no eran desconocidos para su progenie. Estaban almacenados a la vista de cualquiera que quisiera ojearlos, como ellos mismos habían hecho en alguna ocasión.

Una de sus hijas recordó entonces dos dichos de su madre. Una vez, mientras conversaban sobre el suceso que copaba las portadas de los periódicos (un caso de pederastia protagonizado por el politólogo y europarlamentario Olivier Duhamel contra su hijastro a finales de los años ochenta), Gies habría añadido —sin demasiada solemnidad— que también ella, de niña, había sido violada. El recuerdo habría aflorado durante las sesiones de psicoanálisis; el victimario, un tío suyo. En aquel momento, la confesión no tuvo mayor trascendencia. Años después, ya en su lecho de muerte, Monique volvió a mentar el caso: «Yo era su favorita».

Los herederos de aquella extraña pinacoteca tuvieron que decidir qué hacer con el incómodo legado, si destruirlo o difundirlo. Finalmente, optaron por presentarlo a galerías especializadas en art brut (una etiqueta que engloba las obras de los autodidactas y los outsiders) y terminó siendo mostrada por la galería Christophe Gaillard, en París. Es allí donde Borja Díaz, propietario de la galería The Goma (un proyecto que viene interesándose en los últimos años por el trabajo de artistas marginales) conocería los trabajos de Gies, algunos de los cuales pueden verse ahora en Madrid hasta el 11 de octubre.

Anagnórisis es una exposición formalmente sencilla: una hilera de cuadros, de formato pequeño y similar, situados a la misma altura. Las obras son de una pintura poco elaborada pero efectiva, de una figuración sucinta protagonizada por muñecas (o partes de ellas), maniquíes y estancias domésticas representadas desde perspectivas forzadamente subjetivas. Predominan los colores terrosos, ocres y azules.

Su distribución por las paredes de la galería resulta calculadamente monótona: el visitante debe avanzar por un pasillo flanqueado por esas escenas turbadoras. Un cuerpo infantil cubierto con una sábana traslúcida mira su reflejo desvelado en un espejo. Varias niñas sin rostro contemplan, meditabundas, un enorme busto celeste. En una habitación en penumbra, tan solo iluminada por la luz que parece entrar a través de una puerta entreabierta que queda fuera de plano, la cabeza de un muñecote de ojos inexpresivos y boca asombrada se reproduce en un espejo infinito. En el fondo de una escalera de caracol, un cuerpo femenino (oprimido por el bucle descendente) yace con las piernas levantadas: una pequeña mancha roja le aflora de las caderas. Juguetes crucificados, referencias a Ingres, ventanas y refracciones.

Meterse en un jardín: María Ibáñez Lago en Sala Picnic

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Pese a la crudeza de estas escenas, el montaje de la exposición no es ni opresivo ni morboso. Más bien al contrario: alejándose (en mi opinión, inteligentemente) de cualquier experimento teatral, las obras están dispuestas con holgura y la iluminación es neutra y diáfana. Como acudí a la exposición conociendo de antemano sus particularidades, me pregunto qué impresión causarán estos cuadros en un espectador que desconozca la biografía de su artífice. Si esas habitaciones parduzcas les causarán la misma incomodidad que a mí y si entreverán, en cada pincelada gruesa sobre tal suelo o colchón, un episodio abominable.

En una rentrée tan inclinada a la «recuperación» de artistas desaparecidos (en otro momento podemos discutir qué dice del estado actual de la escena madrileña que tantas galerías hayan escogido legados para abrir la temporada), Anagnórisis se nos presenta como una propuesta singular y sorprendente. No solo por el riesgo que supone ofrecer a sus visitantes (y clientes) una retahíla de imágenes tan desasosegantes; también por los problemas que pone sobre la mesa. Si Gies apenas mostró sus trabajos a finales de los setenta, ¿es lícito que nosotros, perfectos desconocidos, nos asomemos tan descaradamente hacia su intimidad? Si ella eligió narrar tan parcamente esa violación (redescubierta en la cuarentena a través de los dudosos métodos del psicoanálisis) solamente a sus hijos, ¿es prudente que sus descendientes ventilen ese episodio tras la desaparición de su madre?

No tengo respuestas claras sobre estos interrogantes, aunque intuyo que esa misma revelación (que es lo que, en griego, significa «anagnórisis») me afecta como espectador. Como sucede en las tragedias, cuando Edipo se enteró de lo de Yocasta, no hubo nadie en Tebas al que no le salpicase. 

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