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Correr los toros

Antonio García Gómez

En plena efervescencia sanferminera.

De antaño de cuando se conducían reatas de toros bravos, toros de lidia, toros llegados de las dehesas, al cuidado de mayorales y pastores a caballo, arriba y debajo de nuestra geografía, por trochas, majadas, veredas, caminos, al raso, bajo las centellas y los cielos estrellados, neblinosos, inciertos, amplios o cristalinos, atravesando pueblos, alquerías, aldeas, ciudades, camino de plazas de talanquera, de plazas mayores, de plazas circundadas de carros, de plazas arenadas, de plazas engalanadas y alfombradas de orines y sangre… Para ofrecer el espectáculo ansiado, para burlar, lidiar y matar a estoque reses bravas, reses enfurecidas y capaces de embestir el vuelo de los trapos y los movimientos de los pies, ante los más diestros entre los concurrentes, entre “los majos”, los matadores de toro, con sus estoques prestos a hundirlos en los altos de los bichos hasta partirlos el corazón, los pulmones, las vísceras, para tumbar a los toros, sin necesidad de puntillas, al volapié al paso, al cuarteo. Recibiendo al toro que formaba parte, hasta hacía poco, de la reata recién llegada a chiqueros, corridos por los mozos del lugar, tras haber recibido la polvareda levantada, bajo la solanera bravía de la sangre enardecida, al socaire de la adrenalina macha resuelta a lucirse frente al auditorio enfebrecido. Frente al mujerío asustadizo, entre propios y rivales, recortando el empuje burlado de los toros bufando, golpeando el suelo con rabia, con sus miradas yertas, buscando cómo escapar de la encerrona, como cuando eran corridos a su paso por los caminos sedientos, en nombre del casticismo y la tradición tan envalentonada ante el aullido de la masa y el clamor de las ovaciones.

Miles de movimientos enloquecidos, de corredores advertidos o no, para llegar a sentir, unos segundo apenas, el deleite del desastre accidentado que pueda acabar en tragedia

Mientras se revuelven los animales cegados de impotencia, tras cuanto fuera a moverse frente a su furia.

Hasta que vino a llegar a nuestra tierra, Hemingway y su excesiva parafernalia literaria, y se inventó “La Fiesta”, plasmada en un libro, en una fantasía, y se inauguró la fiesta total en Pamplona. El exceso, el alcohol y la masculinidad en estado puro, cuidando de no dañar al toro mientras se le encierra entre miles de movimientos enloquecidos, de corredores advertidos o no, para llegar a sentir, unos segundo apenas,  el deleite del desastre accidentado que pueda acabar en tragedia.

Dicen que, por amor a la vida, acelerando el corazón ante la reata sempiterna que siempre aparece subiendo la Cuesta de santo Domingo, camino de Estafeta, en dirección a la plaza donde serán sacrificados en un ritual ancestral, como cada año.

Y queda atrás, en el olvido, el origen de salir a “correr los toros” cuando se anunciaban para que las buenas gentes corriesen a encerrarse en casa, o a salir a buscarlos, para correrlos en alpargatas de esparto. Paradojas.

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Antonio García Gómez es socio de infoLibre

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