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Los ruidos de Segovia

Jaime Richart

Llevo pocos años viviendo en esta ciudad incomparable; relati­va­mente incomparable, pues hay otras ciudades en Europa que, al me­nos en el aspecto que deseo destacar aquí, deben ser teni­das en cuenta si se desea imaginar uno la idea de belleza urbana de esas ciu­dades recoletas del mundo que se enorgullecen de su con­serva­ción, de su armonía y de la paz que respiran e inspiran al visi­tante… Ciudades homólogas en resonancias comunes o próxi­mas de historicidad, como Bath en el Reino Unido o Salz­burgo en Aus­tria; ciudades donde el ruido y la estridencia dañar­ían a la ciu­dad, a su imagen y a la sensibilidad de sus habitantes tanto como parece ser dañan directamente al acueducto sego­viano; ciudades donde el ruido es espectro frente al que toda la ciudadanía se con­citaría para abortarlo, si es que ocasionalmente hiciese acto de pre­sencia en sus entornos.

Pues bien, digo que llevo poco tiempo viviendo aquí, y que aparte la magia y el duende de Segovia, aparte su historia ro­mana y castellana, lo que más me llama poderosamente la aten­ción es el ruido.

Por un lado están los frecuentes eventos musicales con altísima me­gafonía en los aledaños del acueducto que, además, por lo que dicen los expertos y por si fuera poco el malestar a los resi­dentes, da­ñan a la piedra del milenario monumento. Por otro lado están los músicos callejeros que, con amplificación incluida y probable­mente sin licencia, hacen dificultosa la conversación y latosa su pre­sencia a quienes se sientan buscando el solaz en las terrazas de la avenida principal. Y por otro, la presencia, so­bre todo en los fi­nes de semana, de motocicletas de alta cilin­drada unas veces y de motocross otras circulando por las arte­rias principales; vehícu­los cuyo estruendo por la falta del precep­tivo silenciador, rebasa en mu­chos decibelios los permiti­dos tanto por las ordenanzas muni­ci­pales como por las normas ge­nerales de la autonomía so­bre ruidos.

Pero llamándome la atención semejante disparate por sí mismo, más me la llama la pasividad de las autoridades municipales y po­liciales frente a estos incidentes urbanos objetivamente detesta­bles. Y más todavía, la indiferencia o la condescendencia ante lo mismo de la propia población, pues no me consta queja ni denun­cia alguna formuladas por ciudadanos que todavía no han sido presa de sor­dera.

Ni siquiera un activista del municipio segoviano de origen esta­dou­nidense –de quien, dicho sea de paso, algunos dicen está a punto de perder el juicio por su contumacia contra la alcaldesa– ha dicho hasta ahora ni una sola palabra acerca de la monserga, del chirrido o del estruendo motero.

Yo, desde luego, no me imagino ni a los habitantes de Salz­burgo ni a los de Bath soportando estas pesadillas. Así es que, po­nién­dome a la altura de la obstinación de ese quijote foráneo en asun­tos irrisorios en los que ve gigantes donde hay molinos, si ni la al­cal­desa ni el concejal de urbanismo ni la policía munici­pal de Se­go­via ponen fin a este absurdo ultraje a la ar­monía, al silencio y al reco­gimiento de esta ciudad entrañable, me veré obligado a aban­do­narla para siempre y, de ese modo, aun sintiéndolo mucho, tan in­signe municipio español se verá pri­vado de este vecino insignifi­cante. _______________

Jaime Richart es socio de infoLibre

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