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Librepensadores

El sabio que orinaba en los árboles

Librepensadores nueva.

José López

Loco era gallego y presumía de serlo.

Yo, en mi vida, he tenido muchos maestros y otros tantos profesores, pero creo que de quien más aprendí fue de Loco.

A Loco solo yo le llamaba Loco. Aunque en realidad era sereno, calmado, prudente, parco en gestos y expresiones y sabio en acciones.

Compartimos casa durante unos veinte meses en un breve “retiro espiritual” que me asigné después de despeñarme a los infiernos y mientras decidía si quedarme allí, en el Hades cómodamente calentito, o encaramarme de nuevo a hacer puenting en la vida.

Lo que más le gustaba a Loco era pasar horas espatarrado haciendo la estatua, en el porche de nuestra rústica morada perdida en el monte, con el río Limia abajo y al fondo y el embalse Do Lindoso entrando clandestinamente en la frontera portuguesa, vigilando que ninguna de las montañas de enfrente se moviera sin su permiso.

Pero su pasión era orinar en los árboles, seleccionando con la profesionalidad propia de un maestro sommeliersommelier, el tipo, la clase, el tamaño, la textura de la corteza y la zona apropiada donde la brisa y el sol madurarían luego su micción de forma perfecta; nunca repetía lugar, nunca el mismo árbol, nunca se trató para él de marcar territorio pues a su carácter pacífico y librepensador abierto a la tolerancia y el compartir, se sumaba el hecho de que no solía haber ningún otro orinador de árboles a muchos kilómetros a la redonda qué significara competencia.

Loco era descendiente directo de los primeros perros salvajes y cazadores que existieron en las selvas montañosas de Lugo, y que luego emigraron hacia el sur en busca de mejor acomodo, transformándose en pacíficos pastores en los verdes valles cercanos a la zona fronteriza con Portugal.

Era gallego y se jactaba de ello, no era bilingüe ni lo pretendía, ladraba solo en gallego, masticando los ladridos con reniegos a media voz, pero cuando se miraba a veces, cansinamente y de medio lado al carcomido espejo del recibidor de la vieja casa de piedras milenarias, se sonrojaba al ver que la imagen reflejada era la de un extranjero.

La figura que le devolvía el reflejo era la de un enorme Quisquelo aborigen con cuerpo de pastor alemán rastafari, con rizos en las nalgas, la tripa y en el pecho, todo él color trigo maduro y cobre con pinceladas de ceniza en la cara, de andares elegantes y despreocupados y mirada de quien ya ha vivido entre mil encrucijadas y esperado la muerte en mil cunetas.

Era extranjero de cuerpo, por un desliz amoroso de escasos veinte segundos, entre una bisabuela suya pizpireta y ligera de cascos y un engreído turista alemán de familia acomodada y pedigrí con apellidos y carnet de ganador de concursos que hacía muchos años veranearon en tierras de viñedos de Monterrey.

Yo conocí a Loco una noche de verano en la que pretendía robarme, andaba perdido en el monte tras un largo periodo de vagabundería rural impuesta por el estío, el desánimo y según parece varios altercados en los que sus huesos salieron mal parados. Aquella noche en la que Loco apuraba sus pocas opciones de sobrevivir escarbando en una bolsa de basura milagrosamente abandonada en el porche, de una casa solitaria en el monte, bajo un fanal de luz que más parecía un faro en el océano, Loco se ganó un amigo y yo un maestro.

Nunca supe de dónde había venido, por qué se quedó allí conmigo y adónde se fue cuando se marchó para siempre.

Supe, por un veterinario al que visitamos contra su voluntad y motivo por el que estuvo sin dirigirme el ladrido una semana, que Loco, primero era un indocumentado sin registro, un clandestino, supe que nunca había llevado collar y nunca lo llevó; luego que, a pesar de gozar de relativa buena salud, eran docenas las roturas de huesos que había tenido que ver soldarse a trotecito lento entre cuneta y cuneta y que estaba ya muy pasada su edad de jubilación, calculando el asombrado veterinario que aquel gallego rastafari con percha de alemán tenía que estar criando malvas hacía por lo menos uno o dos años contando con muerte natural.

De Loco aprendí que, todo lo básico de la vida, se consigue igual corriendo que despacio y con cabeza; aprendí que todo lo que nos da placer y felicidad se tiene que saborear a cámara lenta, como si nunca más se volviera a tener oportunidad de hacerlo; aprendí que el tiempo es la única unidad de medida que determina nuestra vida; aprendí que si de verdad te vas, solo te puedes llevar lo que está dentro de tu cabeza; aprendí que orinarse en un árbol, o escribir un libro, o hacer una casa, o crear una familia feliz, no tiene que ser solo cumplir con una necesidad y obligación, sino dejar partes de nosotros y nuestra vida para el recuerdo, aunque a veces sea para el recuerdo de nadie.

De Loco aprendí que dos amigos, con orígenes diferentes, culturas diferentes, gustos muy diferentes y vidas diferentes, no necesitan mucho más que compartir el silencio de un atardecer, vigilando las montañas de enfrente desde un porche con balcón al cielo, para ser amigos íntimos.

Loco me enseñó que a la vida se le tiene que agradecer por igual un rancio hueso con el que pasar las horas muertas royendo, que un suculento estofado con trozos de carne como jamones. Y sobre todo me enseñó que la diferencia entre vivir y sobrevivir depende solo del valor que cada uno le dé a cada minuto de su vida.

Loco siempre había respetado, en sus tours orinatorios, el viejo castaño que hacía las veces de gigantesco guarda jurado a la entrada de la finca en la que reinaba desde hacía siglos; lo miraba, pasaba delante con respeto, lo olisqueaba, pero lo dejaba en paz, supongo que eran cosas de viejos, porque los dos cada uno a su manera y en su género, eran los más ancianos del lugar.

Un día cualquiera de otoño, cuando ya amarrábamos por igual nuestros ratos contemplativos entre una hoguera en la chimenea del salón y el cálido sol de la sobremesa en el porche al horizonte, sin venir a cuento, cuando más felices éramos, Loco apoyándose a duras penas en su pata delantera izquierda, la menos rota de las cuatro, se levantó en el porche dejándose besar por el sol del atardecer, se me acercó, se me quedó mirando a un par de metros con ojos vidriosos y tristes unos segundos y a cámara lenta se fue hacia el Gran Castaño, llegó allí dio dos vueltas, levantó apenas y con esfuerzo su pata y dejó unas gotas de su ultimo recuerdo seguramente para nada y para nadie.

Manca 'finezza'

Manca 'finezza'

Allí se quedó tumbado bajo el viejo castaño. Y allí sigue a dos metros bajo tierra, quizás orinándole de vez en cuando las raíces a su amigo el castaño para que siga cogiendo siglos y fuerza.

Ahora que cuando paso distraído delante de un espejo y me miro, y éste me devuelve mucho más vieja la piel, me veo cada día más cara de Loco, más Quisquelo. Y, cuando amanece un día azaroso o melancólico, busco como Loco, un buen árbol en forma de página de ordenador en blanco, cojo el teclado, levanto con cuidado y a cámara lenta mi patita y trato de dejar unas gotas de recuerdo de mi existencia, quizás para nada o para nadie.

José López es socio de infoLibre

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