La portada de mañana
Ver
El Gobierno sacará adelante el plan de reparación para víctimas de abusos con o sin la Iglesia

Librepensadores

Violencia laboral

Rebeca Romero

Y tocó aplaudir. Volver a ponerse de rodillas. Tragar bilis y agradecer lo que en, el fondo, es una limosna y una humillación. La firma del aumento del SMI abrió telediarios y dio un poco de oxígeno a Rajoy frente a los resultados de Cataluña. 27 euracos a repartir de aquí a 2020euracos. Leí en algún medio que lo atribuían a una estrategia electoral; al ser una cantidad que va a ir in crescendo hasta el año de las próximas elecciones generales. Estrategia sí, pero desde ya, pues debo recordar que Mariano Punto realizó el anuncio en la recta final de la campaña del 21D, cuando ni el burdo recurso de las promesas tipo: lluvia de millones, sirvieron para frenar la caída libre del Partido Popular y su puesto, ganado a pulso, en el grupo mixto.

Cuando escribo esto, aún es navidad, miro la tele y veo como Rafa Mayoral (Podemos), en entrevista con Cristina Pardo (Al Rojo Vivo), reconoce la trampa, pero salva a los agentes sociales con un gesto de resignación. Viene a decir que sería políticamente incorrecto o difícil de explicar que dijeran no a una medida a favor de los trabajadores. También salva como puede los resultados de Catalunya en Podem negando la mayor, que la postura adoptada por los de Pablo Iglesias en estos comicios no había sido la equidistancia. Me creo que lo crea, porque considero que es uno de los líderes de la formación morada con la cabeza mejor amueblada y que aún comparte los pies con la misma tierra que pisamos el común de los/las mortales. Pero, en esta ocasión, discrepo.

Discrepo sobre lo de la equidistancia –pero no viene al caso- y discrepo, especialmente, con lo de los agentes sociales. Es cierto que muchos/as ni imaginarán lo que en situaciones límite, incluso en las no tan límite, se puede hacer con menos de 30 euros, pero eso casi sería como dar por buenas las nuevas formas de relaciones laborales y contractuales que caracterizan el actual mercado de trabajo. Ya no vivimos tiempos de mileuristas, ya hemos superado la época del desempleo, hemos entrado -y por la puerta grande- en la era de esa infraclase social llamada precario/a, más jodida aún -en cierto sentido- que la del parado/a, pero ¿de qué hablamos cuando hablamos del “precariado”? Pues sí, señores y señoras, también hablamos de violencia, el problema es que el ser humano somos una especie que no aprendemos ni a hostias.

Me da pudor abordar este tema justo en el momento en el que el vacío informativo que favoreció la navidad fue cubierto con un nombre propio: Diana Quer, del que ya se había hablado de más, pero para mal, cuando desapareció. Me da pudor porque ni siquiera hay unanimidad para reconocerla como víctima de la violencia machista, para sumarla a las 98 mujeres que fueron asesinadas en 2017. 918 vidas menos en 15 años –según datos de Tribuna feminista- que todavía no son suficientes para dotarnos de un pacto de Estado digno de tal nombre; es decir, dotado de los recursos necesarios para hacer frente y de forma transversal a esta lacra. Tampoco hemos sido capaces, todavía, de sellar un pacto periodístico que evite interiorizar cada cifra, cada golpe, como algo casi normal. Y esto en el mejor de los casos, porque después están los casos como el de Diana: luces, cámaras y acción. Yo, si me permiten, voy a optar por el silencio, por la paz y el descanso que creo que merecen ya su familia y su memoria.

No hemos sido capaces de muchas cosas, todavía, respecto a las violencias machistas, pero sí hay que reconocer que es un tema que, más o menos, ha conseguido entrar en agenda. Existe una visibilidad del problema impensable hace unas décadas –aunque aún no sepamos gestionarla- que nos permite, al menos, dar la voz de alarma, gritar: ¡Houston! y ponernos manos a la obra.

El pasado año terminó con otra cifra de víctimas mortales, más de 600 hombres y mujeres que también perdieron la vida por otro tipo de agresiones. Compañeros y compañeras que ni tan siquiera existen más allá de una estadística que, como mucho, públicamente ocupará el espacio de un tuit. Vecinos y vecinas cuyo maltratador ni tiene rostro ni sale todavía en las noticias porque lo suyo, realmente, son: gajes del oficio, fatalidad, desgraciado suceso y otros eufemismos. Hablo de los accidentes laborales y de una tasa de siniestralidad que desde el 2012, desde la entrada en vigor de la última reforma laboral, no ha hecho más que aumentar, al igual que la tasa de suicidios, enfermedades laborales, depresiones y otro tipo de diagnósticos que sólo se pueden asociar al “terrorismo guberno-patronal” que padecemos gracias a quienes están al mando de esta nave.

No se trata de hacer un paralelismo imposible con la violencia de género –ojo- pero sí de poner encima de la mesa a lo invisibilizados que siguen estando los problemas anónimos, de la cotidianeidad, del día a día de una realidad que se sigue llamando crisis, inestabilidad, involución, machismo, desigualdad y recortes, pero que, en la medida en la que no se conoce, parece que no existe. Una realidad que, sin embargo, es tozuda, afecta a una inmensa mayoría y -aunque la muerte es una de sus consecuencias más extremas- hay que recordar que hay golpes que duelen tanto o más que la muerte, también en lo laboral.

En los días en que esto escribo, sin ir más lejos, coincidían en tan sólo unas horas un nuevo caso de violencia machista; la muerte de dos menores tutelados por el Estado en Melilla; una anciana que perdía la vida en el pasillo de un hospital después de horas de espera sin que nadie reparara en ella; el suicidio del hermano de un amigo ante el ERE de su empresa y la inauguración de la ampliación del Puente de Rande (Vigo) sin la más mínima mención a los operarios heridos o fallecidos durante su construcción inacabada. Ni siquiera sobre el nuevo caso de feminicidio hemos tenido noticias, ahora toca Diana Quer. Y Cataluña, claro; Cataluña toca siempre.

Ante este escenario, es España en sí misma la que parece un fake y no los bots de Cospedal o Santamaría; porque mientras para el común de los mortales, lo relatado es el pan nuestro de cada día, la realidad laboral y social que se nos cuenta es otra bien distinta: de recuperación, crecimiento y empleo.

No recuerdo bien si fue en un debate “académico” o ya fuera de las aulas, en la pasada Universidad de Verano de Podemos en Cádiz, cuando surgió el debate sobre la idoneidad o no de mantener vivo el concepto “obrero”, si integrarlo o no en el relato. Efectivamente, en el imaginario colectivo hoy obrero puede tener connotaciones negativas ¿Pero yo me pregunto, suena tan a antiguo fábricas con jornadas interminables, trabajos en condiciones infrahumanas y salarios de risa? Quizás en las recientes declaraciones del director de Bimbo tengamos alguna respuesta, obligando a las 60 horas semanales o el despido. O en las jornada extenuantes a 60 metros de altura y temperaturas extremas de obras como la de la autopista gallega recién inaugurada –y ya cerrada, por cierto- o en las nóminas de buena parte de los que nos estén leyendo.

Así que: obrero, obrera ¿por qué no? A mí no me molesta, es más, creo que en su concepción más dickensiana es lo que mejor nos define, no porque curremos en una obra sino por esa asimilación histórica que hacemos entre obrero y precario. Y lo curioso es que, efectivamente, algún empleo nuevo se está creando ¿pero a qué precio? Al de más de tres millones de puestos caracterizados por la precariedad, la temporalidad, el abuso de la subcontratación y la pérdida de derechos. Puestos a los que no puedes decir que no, no sólo porque te lo exija el estado abiertamente, sino también moralmente, instalando el ti el sentimiento, por una parte de privilegiado, y por otro de soberbio/a si te niegas a asumir ser un esclavo/a. Las elevadas cifras de paro, el número de desempleados que ya no reciben ninguna prestación son el gancho fácil para vender las bondades de poder reincorporarte al mundo laboral. Incluso intentan convencerte de que desde el punto de vista anímico y psicológico es lo mejor que te puede pasar, volver a tener una rutina.

No manejo estadísticas científicas, pero hasta donde he podido leer, investigar y comprobar en primera persona el drama psicológico se hace mayor en el precario que en el parado, por lo que hablábamos antes; a los sentimientos que ya padecías de anulación, derrota, se suman los de la ansiedad, la enfermad propiamente laboral –por número de horas, compatibilizar trabajos, condiciones-, el miedo y el peor de todos los castigos, la moralidad, lo que es o no correcto, el tópico tan español de: “trabajo hay pero la gente realmente no quiere dar palo al agua”.

Así que humíllate, juégate la salud, da las gracias y, además, rinde pleitesía, como los agentes sociales con el SMI; porque en una sociedad en la que apenas nos escandaliza ver a corruptos libres, altivos y hasta amenazantes por el Congreso y en la calle –incluso con sentencias ya condenatorias-, no está bien visto cuestionar si lo que te invitan es a currar o a cumplir penitencia.

Por eso, aprovechando que aún estamos en plazo de buenos propósitos y agendas para el año que acabamos de comenzar –tan en plazo que Pedro y Pablo se han hecho esperar hasta esta semana, como si el 21-D o el auto del Supremo sobre la libertad de Junqueras, ergo, la salud de la democracia, no fueran asuntos de interés general- pedimos que tengan a bien pasar de la abstracción a lo carnal en todo lo que se refiere al empleo e insistan en eso de que los recortes matan. La violencia laboral existe. El asesino aún anda suelto.

P.D: Y con esta van tres las veces que he intentado comenzar este artículo. Su propia cronología es un ejemplo práctico de lo narrado. Los primeros párrafos fueron escritos en mi condición de trabajadora; así, con todas las letras, con un contrato y salario de cierta dignidad, esos pequeños oasis que permite el sistema para amortiguar los subsuelos. El gancho eran unas jornadas sobre el empleo y la renta básica, a las que dediqué buena parte de mis horas -y un poco más- y de cuya cobertura finalmente fui vetada. El veto era la antesala de la continuación del artículo, no muchos días después, en condición ya de desempleada/precaria –sobre los detalles mejor no entrar, darían para otra reflexión, igual de necesaria pero poco oportuna. El miedo o la amenaza es libre ¿o de verdad os creéis que en este país puedes ejercer la defensa de tus derechos, aunque el patrón se diga de izquierdas?-. Su conclusión es posible gracias a haber sorteado el riesgo de la exclusión social: la facturación de un trabajo que no suma ni una jornada, del que no hay constancia documental hasta dicha factura, es susceptible de sanción grave por parte del Estado y retirada inmediata/denegación futura de cualquier tipo de prestación.

Sí, quizás la culpa fue mía por intentar ser legal y declarar el ingreso cuando un funcionario me indicó que lo hiciera, es decir, en el momento en el que tengas una prueba documental, en mi caso, la factura (ni contrato, ni alta en la seguridad social, ni autónomos). Mal. Otro funcionario consideró que la comunicación hay que hacerla antes, aunque sea de viva voz, e incluso aunque no sepas aún ni lo que vas a hacer -crónicas en mi caso- ni lo que vas a ingresar, de lo contrario, lo dicho: sanción irreparable ¿Cómo lo resolví? Porque un tercer funcionario, tras abroncarme, se apiadó de mi situación e hizo una pequeña trampa. Ya sabéis, el que hace la ley…

Contado así suena casi a aventura que despierta lo más cínico de tus instintos. Vivido, os aseguro que el cuento cambia: angustia, agota, hunde, cabrea, humilla... Así que si esto no es violencia, es obvio que se le parece bastante. Como en el dolor, depende de cada uno el grado de resistencia; combatirlo. Ya es asunto de todos/as, comenzando por los que deben hacer uso de nuestros votos. _____________

Rebeca Romero es socia de infoLibre

Más sobre este tema
stats