Melancolía, rap y la reunión de 'La hora chanante' se dan cita en 'Matusalén'

Carlos Areces y Julián López en 'Matusalén'.

Durante la promoción de Matusalén su director David Galán Galindo ha lamentado la escasez de ejemplos españoles en los que fijarse para lo que había querido hacer. Su nuevo largometraje pertenecería al subgénero de “comedias universitarias”, del que sí hay muchos referentes en EEUU. Así que este cineasta abulense no ha dudado en citar Desmadre a la americana, terminando de aclarar el imaginario cultural e histórico desde el cual podemos entender su cine. Desmadre a la americana se estrenó en 1978, un año después de La guerra de las galaxias. La epopeya de George Lucas es uno de los primeros blockbusters y piedra de toque indiscutible para rastrear una genealogía de “lo friki”.

Star Wars inauguró una cultura juvenil mediada por las franquicias y el merchandising: una que en años siguientes se hallaría cómoda con adjetivos estilo “geek”, “nerd” y demás, y cuya relación con Desmadre a la americana es más compleja de lo que parece. Se supone que los universitarios del film de John Landis adoran hacerle bullying a los gafotas, pero en realidad Desmadre a la americana y La guerra de las galaxias son expresiones complementarias de una misma configuración identitaria. La de la juventud masculina del capitalismo tardío, que alterna la gamberrada con las convenciones de fans, y mira con suspicacia a las mujeres a la vez que insiste en declararse “alternativo” o “marginado”.

¿La prueba? Que la cultura pop desde finales de los 70 le pertenece casi por entero a este joven, gracias a una serie de hábiles mutaciones que impidieron que hasta más o menos recientemente la opinión pública no empezara a considerar inoperante la etiqueta de “friki”. Más allá de los esfuerzos que puedan seguir acometiendo la tóxica cultura de los videojuegos o artilugios como Ready Player One —empeñados en defender el estatus exótico del amante de la cultura pop—, hoy día casi nadie habla en serio cuando menciona la palabra “friki”. Porque todo el mundo lo es —todo el mundo es “consumidor”, que es de lo que siempre ha ido el asunto—, y la industria cultural ha ganado demasiado dinero como para seguir siendo convincente en su delimitación de targets. Al menos, en EEUU.

España es otro cantar, y ahí entra Galindo. Nuestro país, suscriptor entusiasta de la globalización, tiene la misma relación con la cultura pop, pero al no haber intervenido directamente en sus marcas más populares ha de retener algo de este ímpetu solipsista. El consumidor puede seguir sintiéndose friki cuando hace películas, y fruto de esta neurosis tuvimos un film tan cuestionable como Orígenes secretos. Debut al largometraje de Galindo, alegre asunción de divisiones falsas entre alta y baja cultura traducida en chistes “exclusivos” para su platea, que le erigió voz autorizada para seguir la performance.

Las películas de Galindo se crecen en el chiste cómplice, emane este del videoclub o de una supuesta posición de underdog en el audiovisual patrio —así se entienden sus largometrajes de animación Gora Automatikoa, concebidos para reírse afablemente de los Goya y del medio animado en España—, y el secreto de su celebración está en poder conjurar simpatía dentro de los círculos correctos. Es un cine de amiguetes, vaya, que a veces atina a indagar en un cierto recuerdo colectivo español. Es lo que hace Matusalén, por ejemplo, juntando en pantalla a Julián López, Raúl Cimas y Carlos Areces. Volviendo a La hora chanante.

Matusalén es la mejor película que ha hecho Galindo hasta ahora, sin embargo. Y eso que no tiene una inspiración sustancialmente distinta a su obra previa, pues la memoria sentimental mediada por la cultura que ahora le toca revisitar es la escena rap de los 90. López interpreta a ‘El Alber’, rapero fracasado que decide ingresar en la universidad. En torno al bagaje de El Alber —al que sus compañeros de clase empiezan a llamar “Matusalén” por motivos obvios—, Galindo recuerda su biografía y pasa revista de los fetiches que no llegaron a colarse en Orígenes secretos, si bien recordemos que Kase.O compuso una canción para esta última. En cualquier caso es una adición orgánica a una filmografía que ya tiene lugares comunes que rastrear, y público objetivo que se sienta cómodo en ella.

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Aún así algo ha cambiado. Cuando llega a la facultad de Periodismo y se reencuentra con un amor del pasado (Miren Ibarguren), las situaciones graciosas a las que da pie el protagonista no tienen tanto que ver con las citas pop como con el humor absurdo y el choque intergeneracional. Con lo cual, en efecto, Galindo está mirando con prudencia a Desmadre a la americana, así como a otro título que ha citado como inspiración: el soberbio díptico de Infiltrados en clase, donde unos policías interpretados por Channing Tatum y Jonah Hill se hacían pasar por estudiantes. López —comodísimo en un personaje a su medida— lidera un grupo de amigos que se mete en líos con los profesores, y ha de afrontar lo inoportuno de decir la palabra “negrata” frente a una juventud supuestamente más concienciada.

Estas ocurrencias, que podrían ser feudo perfecto del cuñadismo, están bastante salvadas gracias a una mirada más abierta de lo esperado. Matusalén posee un fondo bondadoso, mimetizado con la actitud del protagonista —un cuarentón que, por ejemplo, no tiene ninguna observación negativa que hacer sobre que una de sus amigas quiera ser streamer—, y partiendo de ahí carece de cualquier aspereza a la hora de fijar los términos de su trama. Es una comedia “blanca” en el mejor sentido, que aun teniendo notables defectos en cuanto a la puesta en escena y las actuaciones —el nivel interpretativo es muy desigual—, sabe crecerse durante el metraje que le propone pasar al público junto a sus personajes.

Tiene Matusalén ligeros visos de esa rara cualidad que por ejemplo ha dominado Judd Apatow en EEUU, y que se traduce en la ausencia de juicios severos sobre nada ni nadie, respetando una humanidad multipolar con todos sus aciertos y errores. También, en fin, sabe manejar los dispositivos cómicos a su alcance, y por eso coloca al siempre hilarante Raúl Cimas a hacer breakdance en un momento dado. Terminando de mostrar, de este modo y como dicen los jóvenes, las ventajas de “salir a tocar hierba”.

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