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Los diablos azules

La buena de Anna

La escritora Gertrude Stein.

Gertrude Stein

Publicamos un texto de Gertrude Stein perteneciente al libro Tres vidas, retrato de tres mujeres de clase obrera con el que inició en 1909 su "revolución técnica literaria", según sus propias palabras.35 años después de su última publicación en castellano en España, la editorial Sitara lo recupera para comenzar su andadura.

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La buena de Anna

Primera parte

Los comerciantes de Bridgepoint aprendieron a temer el sonido de "Miss Mathilda", ya que con ese nombre la buena de Anna siempre vencía.

El más inflexible de los almacenes de precio único descubrió que po­día vender un poco más barato cuando la buena de Anna dijo, sin mor­derse la lengua, que "Miss Mathilda" no podía pagar tanto y que en Lindheims lo encontraba todo a mejor precio.

Lindheims era el almacén favorito de Anna, porque en él había días de descuento en los que vendían la harina y el azúcar a un cuarto de centavo menos por libra: además, todos los jefes de sección eran amigos suyos y se las ingeniaban para aplicarle descuentos en días normales.

Anna llevaba una vida ardua y llena de complicaciones.

Anna era la gobernanta de la casita de Miss Mathilda. Era un edificio pequeño y cursilón, uno más en una larga hilera de construcciones geme­las en apretada formación que recordaban a esas fichas de dominó que a los niños les divierte derrumbar. Estaban dispuestas a ambos lados de una calle que a partir de aquel punto hacía una cuesta muy pronunciada. Eran casitas cursilonas de dos pisos, con fachada de ladrillo rojo y anchos escalones blancos.

Aquella casita estaba siempre llena. Vivían en ella Miss Mathilda, una criada, perros y gatos callejeros y la voz de Anna, que se pasaba el día abroncando, gobernando y refunfuñando.

—¡Sallie! Te dejo sola un minuto y ya tienes que salir corriendo a la puerta para ver pasar al chico de la carnicería; y mientras Miss Mathilda buscando sus zapatos como una desesperada.

—¿Crees que tengo que hacer­lo todo yo para que tú puedas pasarte el día dando tumbos por ahí sin pensar siquiera? Si no te estoy vigilando continuamente te olvidas de lo que has de hacer; yo me tomo todas las molestias y tú en cambio te pre­sentas desaliñada como un buitre y sucia como un perro. ¡Ve a buscar los zapatos de Miss Mathilda donde los pusiste esta mañana! ¡Peter! —el volumen de su voz aumentaba—, ¡Peter! (Peter era el perro más joven y el favorito de la casa.) Peter, si no dejas en paz a Baby (Baby era una terrier vieja y ciega a la que Anna llevaba queriendo muchos años)... Escúchame bien, Peter; si no dejas en paz a Baby te voy a dar unos azotes, perro malo.

La buena de Anna tenía grandes ideales sobre la castidad y la discipli­na caninas. Los tres perros fijos, es decir los tres que vivían siempre con Anna: Peter, la vieja Baby y el peludo y diminuto Rags, que se pasaba el día dando saltos verticales para demostrar lo feliz que era, así como los huéspedes temporales, los numerosos animales callejeros que Anna reco­gía hasta encontrarles hogar, tenían órdenes muy estrictas de no portarse mal con sus compañeros.

En una ocasión ocurrió una lamentable desgracia en la familia. Una pequeña huésped terrier a la que Anna encontró nuevos amos dio a luz inesperadamente a varios cachorros. Sus nuevos propietarios estaban se­guros de que Foxy no había conocido a ningún perro desde que estaba a su cargo. La buena de Anna afirmó con tanta firmeza que su Peter y su Rags eran inocentes, y puso tanto acaloramiento en sus argumentos, que los amos de Foxy acabaron por convencerse de que aquellos resultados se debían a su propio descuido.

—Eres un perro malo —le dijo Anna a Peter aquella noche—, eres un pe­rro malo.

—Peter es el padre de los cachorros —le explicó la buena de Anna a Miss Mathilda—, son idénticos a él. Pobre Foxy, eran tan grandes que le ha costado mucho traerlos al mundo. Pero Miss Mathilda, no podía permitir que esa gente supiera lo malo que es Peter.

Peter y Rags pasaban, como los visitantes que se hospedaban en la casa, por épocas regulares de malos pensamientos. En tales ocasiones Anna solía estar especialmente atareada y furiosa, y siempre que tenía que salir se ocupaba con sumo celo de encerrar por separado a los perros malos. A veces, sólo para comprobar el bien que les había hecho, Anna abandonaba la estancia unos momentos dejándoles a todos juntos y luego volvía a entrar inesperadamente. Había que ver cómo los perros travie­sos, al oír el ruido de su mano en el picaporte, se escurrían y encogían desolados en un rincón cual un grupo de niños desilusionados porque les han arrebatado el azúcar que acaban de robar.

Baby, ciega e ingenua, era la única que dejaba a salvo la dignidad pe­rruna.

Ya ven que Anna llevaba una vida ardua y llena de complicaciones.

La buena de Anna era una alemana bajita y flaca, de unos cuarenta años por entonces. Tenía el rostro enjuto, las mejillas chupadas, los la­bios contraídos y firmes y unos ojos azules y de expresión muy viva que unas veces relampagueaban y otras sonreían, pero que siempre lanzaban miradas directas y cortantes.

Poseía una voz agradable siempre que contaba historias de Peter el tra­vieso, o de Baby, o del diminuto Rags. Pero su voz se tornaba aguda e hi­riente cuando les gritaba a los carreteros y otros hombres malos la suerte que les deseaba cuando les veía fustigar a un caballo o darles patadas a los perros. No pertenecía a ninguna sociedad que pudiera detenerles y se lo confesaba abiertamente, pero su voz chillona y sus ojos destellantes, así como su curioso inglés, germánico y cortante, primero les asustaba y luego les hacían sentirse avergonzados. Además, todo el mundo sabía que los guardias que hacían la ronda por el barrio eran amigos suyos, y respe­taban y obedecían a Miss Annie, como ellos la llamaban, y atendían prontamente a sus quejas.

Durante cinco años gobernó Anna la casita de Miss Mathilda. Durante esos cinco años pasaron por allí cuatro criadas diferentes.

La primera fue una muchacha muy linda y alegre llamada Lizzie. Anna la contrató con reticencia, pero como Lizzie era obediente y risueña, Anna empezó a confiar en ella. Esto no duró mucho. La linda y ale­gre Lizzie desapareció un buen día llevándose todas sus cosas y no volvió más.

La linda, alegre Lizzie fue sustituida por Molly, la melancólica.

Molly había nacido en América de padres alemanes. Su gente o había muerto hacía tiempo o se había ido. Molly siempre había estado sola. Era alta, morena, cetrina y de cabello ralo; tenía frecuentes accesos de tos y un malhumor perpetuo y solía decir unos tacos espantosos.

A Anna le costaba mucho soportarla, pero se la quedó largo tiempo por amabilidad. La cocina era un constante campo de batalla. Anna abroncaba y Molly replicaba con juramentos extraños y groseros; Miss Mathilda daba un portazo bien sonoro para darles a entender que se esta­ba enterando de todo.

Por fin Anna abandonaba y le decía a Miss Mathilda:

—Por favor, Miss Mathilda, hable usted con Molly, yo no puedo hacer nada. La abronco, pero hace como que no me oye y se pone a jurar de una forma que acaba por asustarme. A usted la quiere, Miss Mathilda; abrónquela sólo una vez, se lo ruego.

—Pero Anna —exclamaba la pobre Miss Mathilda—, no quiero hacerlo. Aquella mujer oronda y vivaracha, pero de corazón débil, se sentía ate­rrorizada con sólo pensarlo.

—Pero debe hacerlo, Miss Mathilda, por favor —decía Anna.

Miss Mathilda posponía la bronca para el día siguiente, con la esperan­za de que Anna aprendiese a gobernar mejor a Molly. Pero las cosas no mejoraban y Miss Mathilda comprendió al fin que no le quedaba más re­medio que abroncar a la muchacha.

La buena de Anna y Miss Mathilda acordaron que Anna no estaría presente durante la bronca. La tarde siguiente Anna libraba, así que Miss Mathilda le hizo frente a su deber y bajó a la cocina.

Molly estaba sentada en la pequeña cocina con los codos apoyados en la mesa. Era una muchacha de veintitrés años, alta, delgada, cetrina, de­saliñada y sucia por naturaleza, pero aleccionada por Anna para ofrecer una apariencia pulcra y aseada. Su vestido a rayas de algodón gris par­dusco y su delantal marengo a cuadros aumentaban la tristeza y la longi­tud de su figura melancólica. "Oh, señor", gimió Miss Mathilda para sí, al acercársele.

—Molly, quiero hablar contigo acerca de tu comportamiento con Anna.

*Gertrude Stein fue escritora, autora de títulos como Gertrude SteinLa autobiografía de Alice B. Toklas o Guerras que he visto

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