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Entre Pasolini y Lucía Lijtmaer

Pier Paolo Pasolini durante el rodaje de 'El Evangelio según San Mateo' en 1964.

Selena Millares

Hace tiempo que proliferan en nuestras librerías ediciones de pequeño formato —a modo de panfleto o manifiesto— con semilleros de ideas iluminadoras sobre la realidad que vivimos. Una realidad que en las últimas décadas se ha vuelto particularmente oscura e incluso siniestra, donde el pensamiento renquea frente a un capitalismo que avanza más veloz que nunca por una ruta de tierra quemada y ceniza, y donde las máquinas se imponen ante una humanidad subsumida sin aparente remedio por el imperio digital.

Ahora que parece cierto el final de la historia, y que tanto miramos hacia atrás para intentar comprender —como el Ángel de la Historia de Walter Benjamin y Paul Klee—, sorprende la actualidad de escritos como los de Pier Paolo Pasolini que reúne Galaxia Gutenberg bajo el título El fascismo de los antifascistas. En ellos, el poeta y cineasta italiano —que murió asesinado en 1975— delata las sinuosas metamorfosis del fascismo, y denuncia la homogeneización cultural de la sociedad de consumo como una acción sutil, totalitaria y represiva. Entre sus consecuencias señala la pérdida del mundo campesino, las tradiciones y las identidades, y una aculturación —que también atañe a las lenguas— debida sobre todo al abandono del espacio rural, a lo que hoy se uniría el efecto demoledor de la globalización.

La ideología del hedonismo consumista —acéfala, omnímoda, brutal— conlleva, según Pasolini, el estancamiento en una ciénaga de egoísmo, seudocultura, rumorología, coacción y conformismo, a lo que se sumaría el moralismo y la falsa tolerancia. Su impulso devastador es tal que apenas deja otra salida que la protesta solitaria y quijotesca. En el caso concreto del idioma, señala Pasolini cómo los dialectos se van desvaneciendo y pierden su fuerza inventiva, de modo que ya ningún joven podría entender la jerga de sus primeras novelas. Y compara finalmente esa pérdida con los efectos letales de la contaminación sobre el aire y las aguas y la dramática desaparición de las luciérnagas.

Son reflexiones que conservan hoy toda su vigencia: las lenguas se precipitan hacia un reduccionismo que lleva a los nietos a olvidar las palabras que usaban sus abuelos, y de ahí el auge de la literatura que reivindica la oralidad como gesto desesperado de la memoria. Esa acción erosiva resulta particularmente penosa por el componente emocional de las lenguas: si una patria es el lugar en que se nace o al que pertenecemos, podría llamarse matria a la lengua —lenguas, en el caso del bilingüismo— en que se nace y se vive. El vínculo afectivo del ser humano con ambos —su tierra y su idioma— es tan poderoso que lo sentimos casi como algo fisiológico. Y puede hasta dolernos, sea por su olvido, sea por su maltrato o su pérdida.

Cabe añadir que a esa acción erosiva se suman en nuestro país otros factores: es bien sabido que en la "longa noite de pedra" que fue el franquismo —como la llamó Celso Emilio Ferreiro— se censuraron las lenguas minoritarias, y Salvador Espriu pidió amar "les parles diverses" en nuestra "pell de brau". Con la llegada de la democracia fue importante privilegiar en la escuela esas matrias preteridas, pero eso no frena la globalización. Y tal vez tendría sentido que se diera un paso al frente a nivel estatal para fomentar esas lenguas cooficiales con lectorados y becas que cruzaran las universidades de nuestro territorio nacional como lo hacen los Erasmus en Europa: tejiendo Europa. Que se leyera en ellas a Joanot Martorell —admirado por Cervantes—, y a Foix —primer premio nacional de las Letras Españolas—, y también a Atxaga y a Cunqueiro, y a Rosalía de Castro y Montserrat Roig y tantísimos escritores más de nuestra tradición común. Que las matrias fueran puentes y no campos de batalla, y que no hubiera el más mínimo peligro de que la globalización acabara con las luciérnagas.

Además del efecto depredador sobre las lenguas de esa homogeneización imperante, el texto de Pasolini señala el nacimiento de un nuevo fascismo en el seno de la sociedad de consumo: observa su manera de actuar sobre los jóvenes —"les ha robado y cambiado el alma"—, mientras los odios se multiplican y también la intolerancia, y delata "el antifascismo de boquilla: inútil, hipócrita, esencialmente grato al régimen". Al respecto es concluyente: "no hemos hecho nada para que no haya fascistas. Nos hemos limitado a condenarlos gratificando nuestra conciencia con nuestra indignación; y cuanto más fuerte y petulante era la indignación, más tranquila se quedaba la conciencia".

Con los años, el problema se ha mantenido, y en otro de esos libelos imprescindibles de los últimos tiempos, Contra la izquierda (para seguir siendo de izquierdas en el siglo XXI), anota el ensayista Jordi Gracia que "el único fantasma que hoy recorre Europa es el desengaño ante una izquierda sin respuesta ideológica a los desastres del presente". Añade además que no es de izquierdas el alejamiento del discurso culto para no sonar elitista frente a consumidores de redes y audiencias televisivas, ni tampoco el "fundamentalismo" de la corrección política, y que "a la derecha le conviene el bullicio en los medios y la histeria comunicativa, porque desjerarquiza e invisibiliza lo fundamental en favor de los accesorio y provocador."

Entre la pluralidad de propuestas para el debate destacan igualmente otras gemas, como La tiranía sin tiranos de David Trueba o Silencio administrativo. La pobreza en el mundo burocrático, de Sara Mesa. Y cabe señalar igualmente, por el número de ediciones alcanzado —acaba de salir la séptima—, el titulado Ofendiditos. Sobre la criminalización de la protesta también en Anagrama y firmado por la escritora Lucía Lijtmaer. Un libro que puede resultar de interés para intentar entender la desconcertante oleada de censura que vivimos, y que afecta a obras de arte como las de Egon Schiele, y también a libros como Lolita, de Nabokov, o a canciones como las de Mecano.

En Ofendiditos, la autora se queja de que no se pueda opinar sobre un personaje misógino en una obra literaria, y de los ataques dirigidos por "firmas muy reconocidas" contra lo que llaman "los ofendiditos, las puritanas y los neocensores" —que ella identifica como diversas minorías y movimientos feministas—. Dice asimismo que el ofendidito se opone al "Fiero Analista masculino", que tiene "siempre los medios de comunicación a su alcance para decir lo que le venga en gana; no así el ofendidito, que debe acudir a las redes o a la legalidad que le ampara". Identifica además Lijtmaer a ese Fiero Analista como alguien opuesto a feministas, nacionalistas, izquierda y veganos —curioso que no nombre a los ecologistas—, y quien lea este panfleto se podrá preguntar muchas cosas que no se explican ahí. Por ejemplo, por qué para Lijtmaer es "masculino" quien se opone a esa censura del arte —¿las mujeres que se oponen no cuentan?—. O por qué el ofendidito es "de izquierdas" —aquí, cabe remitirse a las reflexiones de Pasolini—. O también por qué mete en el mismo saco al nacionalismo y a la izquierda, que es por definición internacionalista.

Se queja la autora además de que la libertad de expresión permita "hacer chistes de gitanos o llamar a las mujeres feminazis" —como si no hubiera también chistes sobre médicos y profesores, por ejemplo, o expresiones como machirulo y señoro heteropatriarcal, todas legítimas formas de la creatividad de los hablantes—. Se queja igualmente Lijtmaer de la crítica al individualismo de la generación millenial y al llamado "lenguaje inclusivo", y lamenta la demonización de la protesta ejercida desde las redes sociales. Sin embargo, desde otro ángulo distinto al de Lijtmaer, tal vez podría verse a los impulsores de esa protesta en las redes como revolucionarios de salón que se quejan de "linchamientos virtuales", y sueñan con un mundo perfecto dibujado en pantallas donde se destierran las malas palabras para construir una utopía ficticia a modo de holograma, mientras en las calles sigue imponiéndose la desigualdad o la miseria. Pero el panfleto de Lijtmaer no habla de eso, aunque sí llega a la conclusión de que hay un fantasma que recorre Europa y es el fascismo. Lo cual nos devuelve otra vez a Pasolini.

Entre todas esas reflexiones, resulta especialmente llamativa la obsesión de los llamados ofendiditos con modelar a su gusto el idioma, censurando palabras y exigiendo una metamorfosis de la gramática. No sobra recordar aquí que las lenguas son realidades orgánicas, intangibles y ajenas a fronteras y a legislaciones. Los filólogos las observan, las estudian, las cuidan. Se ocupan de su pervivencia y su memoria, y también de sus literaturas. Pero pedirles que alteren gramáticas y diccionarios, o que condicionen usos, es como decirle a un entomólogo que le cambie el color de las alas a la mariposa monarca o que le diga por dónde volar, por ejemplo. Es ignorar que esos bosques de palabras tienen sus propias leyes.

En la novela Los recuerdos del porvenir, de la mexicana Elena Garro, el personaje Juan Cariño es un loco entrañable que vive refugiado en un prostíbulo, y que se entretiene en perseguir las palabras "malignas" para devolverlas al diccionario y que no las encuentren los militares: "todos los días buscaba las palabras ahorcar y torturar y cuando se le escapaban volvía derrotado, no cenaba y pasaba la noche en vela". Eso, en un loco y en una novela, funciona. En la realidad, parece que no. Si quienes persiguen ciertas palabras escucharan más a la calle descubrirían que ahí apenas se usa el lenguaje inclusivo, y que la gente está cansada de encontrar en la política y en la academia tediosas duplicaciones como "las y los estudiantes", o "los escritores y las escritoras", que confunden desde la ignorancia género y sexo (excepto que se demuestre que cesto y cesta tienen sexo también, nunca se sabe).

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Por supuesto que está muy bien jugar con el idioma libremente y cuidar que se visibilice a las mujeres: el "señoras y señores" siempre existió y el uso se puede ampliar mucho. Otra cosa es el galimatías sintáctico que sufrimos a menudo, y en especial la exigencia dogmática en ciertas entidades —como centros de enseñanza o administrativos— de que se aplique por norma al lenguaje escrito. Por no hablar de las consecuencias discriminatorias de ese binarismo artificial: ya comentó Cristina Peri Rossi en su ensayo "Literatura y mujer" la imposibilidad de decidir cuántos sexos hay.  

El feminismo es un movimiento absolutamente necesario en su lucha por la igualdad de derechos. Pero mientras políticos y periodistas se ocupan con esas duplicaciones —al modo de Juan Cariño—, las mujeres siguen soportando la brecha salarial, la falta de guarderías, la desigualdad social, la violencia de género o la ablación genital, por ejemplo. Maquillar —censurar— el idioma no es ayudarlas sino meter los problemas bajo la alfombra, o hacer que parezca que se hace algo. Un padre violento puede hablar de sus "hijos e hijas" y luego matarlos para hacer daño a su exmujer, pongamos por caso. Y las matrias parecen resistirse a tanto manejo, qué le vamos a hacer. Por no hablar de esa otra matria que es el planeta, que no se sabe hasta cuándo va a poder seguir soportando el peso de tanta depredación por parte de las generaciones más destructivas de la historia.

Selena Millares es escritora. Autora de las novelas 'El faro y la noche' y 'La isla del fin del mundo'.

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