Los diablos azules

Pedazos

El escritor Luis Mateo Díez.

Luis Mateo Díez

En su último libro, Vicisitudes (Alfaguara), Luis Mateo Díez compone la historia íntima de ese territorio imaginario que son sus ciudades de sombra a través de 85 historias. "Pedazos" es una de ellas. 

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Pedazos

He ido recogiendo los pedazos de mis hijos, tras la alerta de los percances que me los iban matando, no con la voluntad homicida de algún desastre inusitado, sino con la condición de las perdiciones que tanto se asemejan a la conjura del destino. Nadie me los mata, pero ellos se mueren sin que el disgusto les valga la pena. Con los hijos tenemos la religión del mayor sacrificio. 

Los pedazos de mis hijos tienen la variedad de esas desgracias que dañan a las familias con la lluvia radioactiva que esconde el cierzo de algún invierno, como si en el decurso de las estaciones ya estuviera contenido el mal que las hace irremediables. De esa constatación de lo que no tiene remedio, de lo que resulta irreversible, es de donde nace la voluntad de quien, un día u otro, sea por la mañana, o en la tarde avanzada o en la noche que se pierde en el agujero que promueve en el vacío un indicio del desesperante amanecer,debe salir una vez más, ya con menos esperanzas que en otras ocasiones, pero no con menos congoja, a recoger los pedazos de los hijos, lo que resta de lo que fueron, lo que la fatalidad de la que participaban, con más o menos conciencia, esparce donde ya menos se espera.

En algunas ocasiones al pie de la primera esquina, en otras en el descampado donde el pedazo es muy parecido auna piedra sobre la que el moho supuró la humedad que no era de lluvia sino de mineral, y muchas veces en los solares chamuscados por el incendio de una hoguera que esparció las brasas y aventó las cenizas con parecida determinación con la que alguno de mis hijos malbarató el sentido de un remordimiento que también pudo arder antes de apagarse.

Son muchos los pedazos que he ido recogiendo en el pavimento de los barrios marginales, por Corea y la Con‐tienda, el Gamonal y la Torcida, donde el asfalto que apenas mantiene la preservación caduca de las obras públicas es el que mejor retiene los pedazos, como si en el deterioro grumoso de la pavimentación se desordenaran sin que los miembros llegaran a esconderse.

Un fragmento, un cacho, una pieza, una porción, las trizas de lo que de alguno de ellos, Gavela, Medro, Cósima, se desvirtúa en el impulso de la disolución pero sin llegar a desaparecer.

No son los cuerpos letales de los hijos sacrificados, sumidos en la muerte de la esquina, el solar o el pavimento, la encarnadura que hizo de sus bocados una piltrafa expandida o el témpano de su extenuación o la roedura en que sintieron que, al fin, llevaban todas las de perder.

Los pedazos se complementan con lo que en el espíritu del padre es lo más parecido a la emoción de su mortandad, y esa emoción no se compagina estrictamente con lo que muele la muerte con la pieza más insobornable y pesada de todas, el mecanismo de su destrucción; lo hace con los pre‐sentimientos y las agonías de las búsquedas en tantas ocasiones infructuosas. 

Porque he ido recogiendo los pedazos de mis hijos en muchos años de contribución y hallazgo, sabiendo que los pedazos se disipan y extorsionan entre infinitas mentiras y simulaciones, de modo que en esos años, que están demasiado cerca de los que tengo, la contribución y el hallazgo se posponen y, más de una vez, cuando lo que quedaba de uno de ellos, y recuerdo muy bien la noche en que apareció en una cuneta de la carretera de Verial el pedazo de Cósima, no me fue posible recogerlo.

Cósima no se avenía a la condición del padre desvelado que la requería en su tribulación, y alargaba los brazos pa‐ra que al recoger lo que de ella quedaba lo hiciese con la mayor delicadeza posible.

Al menos Medro, en la esquina de Posta, cuando un perro lamía el cuajo de la herida granate, hizo de su pedazo una raja compasiva, como si en el entendimiento de una gran misericordia la paternidad pudiera ayudarlo y complacerlo.

Las desatenciones de Gavela nunca pude tomárselas en cuenta, siempre fue una hija despectiva que aborrecía la idea de tener un padre y, sin embargo, el pedazo más cruel y doloroso le pertenecía a ella, un resto que amalgamaba los sufrimientos más congénitos, y los que resudan como en la sangre del Calvario, y que como la medicina no acierta con el diagnóstico habla de enfermedades del alma.

No es que el padre se sume a la tendencia pericial que evalúa, si hace falta, la responsabilidad de los hijos, o concierta moralmente lo que unos y otros conviene que asuman para el buen trato y entendimiento de las familias.

No se trata de eso en mi caso.

Yo salgo a recoger los pedazos de mis hijos sin que en la encomienda que me impongo confirme el compromiso de la paternidad. No soy en absoluto un ser culposo, ni desde mi autoridad expreso lo que dignamente debiera corresponderme.

Soy un padre pordiosero que va recogiendo los pedazos de sus hijos con la devoción del mendigo, quiero decir que es la limosna de esos pedazos la que pudiera hacerme sentir modestamente virtuoso.

*Luis Mateo Díez es escritor. Su último libro, Luis Mateo DíezVicisitudes (Alfaguara, 2017). 

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