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El regreso de los talibanes alimenta el temor a un nuevo santuario terrorista

Patrulla talibán en Kandahar, Afganistán.

Mattieu Suc (Mediapart)

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En 2018, tras la caída del califato del Estado Islámico, a caballo entre Siria e Irak, los servicios de inteligencia franceses consideraban que ya no había ningún teatro de la yihad que reuniera “las características de un santuario territorial” para una relocalización importante de yihadistas. La toma de Kabul por los talibanes reaviva ahora el temor de que Afganistán pueda convertirse en ese santuario, como en los años 90, para grupos terroristas de acción internacional.

Mediapart ha entrevistado a diferentes miembros de la comunidad de inteligencia y a un investigador para tratar de evaluar lo que puede cambiar respecto al riesgo terrorista con el regreso de los talibanes al poder.

Hay algo que se puede considerar seguro: el nuevo reinado de los talibanes no va a favorecer al Estado Islámico (EI). La wilaya Khorasan, rama del EI implantada en Afganistán, está en guerra contra estos estudiantes de religión, que les reprochan haber tenido tratos con el enemigo americano para que se desentienda y los talibanes, por su parte, lamentan los ataques del EI contra la comunidad chiita. Esas diferencias las solucionan a base de kalashnikovs, atentados suicidas y, quizá lo más grave para unos y otros, con acusaciones de apostasía.

Cercanía con Al Qaeda

No ocurre lo mismo con Al Qaeda, cuyo emir presta juramento de fidelidad al mullah que dirige a los talibanes, colocándose de facto bajo su protección. El régimen talibán llegó incluso a publicar un comunicado en otoño de 2000 jurando que Osama Bin Laden no había podido jugar ningún papel en el atentado suicida contra el navío americano USS Cole en el puerto de Aden, cuando era él efectivamente quien había ordenado el ataque. Posteriormente, los talibanes no condenarían jamás los atentados del 11S ni querido reconocer, aún hoy, la responsabilidad de Al Qaeda en esas masacres.

Se mantienen vínculos entre las dos organizaciones”, asegura Marc Hecker, director de investigación del Instituto Francés de Relaciones Internacionales (coautor con Élie Tenenbaum de La guerra de veinte años, obra de referencia sobre el yihadismo aparecida este año, Edit. Robert Laffont). Este investigador recuerda que, cuando las fuerzas especiales afganas y americanas hicieron una incursión en el otoño de 2019 contra un refugio de talibanes en la provincia de Musa Qala, allí se encontraban diversos responsables de Al Qaeda, entre ellos el emir de su “subcontinente indio”.

En una fecha tan preocupante, por cercana, como el 15 de julio pasado, la organización terrorista, por medio de su órgano mediático As Sahab, difundió un vídeo que condenaba la blasfemia que suponían las caricaturas de Mahoma, culpando a Francia en todo el vídeo. Sin embargo, ninguno de nuestros interlocutores imagina a los talibanes dando cobijo a Al Qaeda o a otras organizaciones terroristas tan abiertamente como lo hacían hace veinte años; especialmente cuando el campo de entrenamiento de Darounta, donde los aprendices de terrorista se entrenaban en la fabricación de explosivos y en la manipulación de productos tóxicos, se encontraba justo al lado del cuartel general de la 9ª división talibán cuyos componentes llevaban de la seguridad del campo. De modo que, unos meses antes del 11-S, la Dirección General de Seguridad del Estado, DGSE, se vio obligada a confesar su impotencia: las condiciones de seguridad en el complejo de Darounta reducían a cero las posibilidades de identificar “posibles terroristas salidos de esas estructuras”.

Temor a represalias

Los acuerdos de Doha del 29 de febrero de 2020 cambiaron la situación. Las tropas americanas dejan Afganistán a cambio del compromiso de los talibanes de no acoger a organizaciones terroristas como Al Qaeda. “Los talibanes conocen la línea roja”, subraya Marc Kecker. “Si juegan la baza de algún apoyo, incluso pasivo, se exponen a importantes represalias y a bombardeos. Y se está viendo bien claro porque estos últimos días están dando garantías a la comunidad internacional. Ahora conviene estar atentos, porque entre lo que dicen y lo que hacen...”

Lo mismo piensan en los servicios de inteligencia: “No debería haber una estructura operativa importante con campos de entrenamiento como pudo haber hasta 2005-2006. Aunque Afganistán podría convertirse en un santuario 'intelectual' donde encontrarían refugio importantes figuras de la yihad y tendrían tiempo para pensar en el siguiente golpe y planificar sus siguientes ataques”, dice preocupado un analista.

Si, según los últimos informes de la ONU, se estima en cerca de 10.000 el número de combatientes extranjeros en Afganistán, no todos se han unido a organizaciones terroristas sino a las filas de los estudiantes de religión. Encontramos esencialmente a uzbekos, tayikos y pakistaníes. “La primera amenaza que pesa sobre el regreso de los talibanes es sobre todo de orden regional”, considera Marc Hecker.

En 2017, la Dirección General de Seguridad Interior, DGSI, estimaba que si ya existían redes a lo largo de Turquía e Irán y habían sido utilizadas por yihadistas uzbekos que regresaban de Siria, esas redes sólo serían accesibles a un número limitado de yihadistas por “las condiciones de acogida y adaptación difíciles en el tejido insurgente afgano”. Análisis que sigue estando de actualidad según diferentes interlocutores.

El riesgo de que yihadistas franceses marchen hacia el teatro afgano es poco creíble. Cuando se desmoronó el califato del Estado Islámico, los servicios de inteligencia consideraban ya como improbable una relocalización en Asia porque al contingente francés le había costado ya integrarse en los últimos cuatro años entre las poblaciones sirias e iraquíes.

Desde entonces, solo tres franceses, dos hombres y una mujer, se incorporaron a Afganistán en octubre de 2017. Lo hicieron en la wilaya Khorasan, donde no ejercían ningún papel activo, lo que no impidió que los dos hombres murieran; en cualquier caso, en la actualidad están considerados como “presuntamente muertos” por los servicios de inteligencia.

En cuanto a los alrededor de 160 yihadistas franceses (hombres y mujeres) que se mueven libremente por la zona sirio-iraquí, se ve con escepticismo una posible relocalización en Afganistán ya que no cuentan con una red de apoyo que pueda organizar sus desplazamientos (documentos de viaje, financiación del transporte, casas de acogida, etc.).

El riesgo más importante, en última instancia, que plantea el regreso de los talibanes al poder, al menos a corto plazo, consiste en la exaltación de los yihadistas en todas partes. “Podemos estar seguros de que va a tener un efecto propagandístico y va a inflamar la moral de los grupos terroristas”, estima Marc Kecker.

Como ha destacado Wassim Nasr, periodista de France 24 especializado en el seguimiento del movimiento yihadista, el grupo del senegalés Omar Diaby, alias “Omar Omsen”, símbolo del movimiento islamista radical de Niza, ya ha enviado, desde su enclave de Idlib, en Siria, su felicitación a los talibanes por su victoria.

“No hay que interpretar lo que está pasando como el mito de Afganistán, tumba de imperios”, continua el investigador Hecker, “sino más bien como el mito yihadista de los muyahidines capaces, con la ayuda de Dios, de vencer a potencias como los Estados Unidos. Esta creencia en la victoria gracias a Alá puede conducir a vías estratégicas y a animar a algunos a pasar a la acción”. Un especialista en la lucha antiterrorista confirma que “no se puede excluir que lo que se ha visto como un triunfo del islam radical despierte vocaciones en el interior de nuestras fronteras. Es preocupante y estamos muy atentos en este aspecto, pero eso no cambia fundamentalmente la naturaleza de la amenaza endógena que ya se conoce”.

En estos últimos años, Francia ha sido golpeada sobre todo por un terrorismo endógeno. Los terroristas son residentes, terroristas principiantes a menudo y frustrados por no haber podido ir a la zona sirio-iraquí, cometiendo delitos con medios limitados, casi siempre con arma blanca. La victoria de los talibanes, asociada a un contexto francés con fuerte repercusión emocional y simbólica -apertura el 8 de septiembre en París de un proceso por los atentados del 13 de noviembre de 2015- hacen temer una nueva ola de atentados.

Eso sin contar con que varios personajes relevantes de la primera ola de yihadistas en Francia han purgado ya sus penas, como los miembros de la red Camel, que marcharon a la frontera entre Pakistán y Afganistán entre agosto y diciembre de 2008, que han recobrado la libertad recientemente. Tres de ellos, después de haber combatido en Afganistán, fueron detenidos en el camino de regreso a Francia. El primero, interceptado en Nápoles, llevaba con él una tabla de encriptación de mensajes codificados. Los otros dos, detenidos en Bulgaria y en Turquía, habían ocultado bajo la esfera de sus relojes micro tarjetas de memoria que contenían ficheros para construir “armas de guerra (minas, obuses), preparar vehículos bomba, hacer cinturones de explosivos, (…), fabricar detonadores por medio de teléfonos móviles o despertadores”.

Tras su detención, Moez Garsalloui, un influyente miembro de Al Qaeda y encargado de la recepción y entrenamiento de voluntarios europeos para llevar a cabo actos terroristas en occidente, confesó a un corresponsal: “ Pero ha habido un desmadre en Francia. (…) ¡Estábamos a punto de darles un golpe que no habrían olvidado jamás!”. Sería detenido de nuevo al año siguiente recibiendo a Mohammed Merah cuando éste pasaba por la región, antes de que asesinara a militares en Montauban (Tarn-en-Garonne) y a niños judíos en Toulouse (Haute-Garonne). Un Mohammed Merah que había pasado antes por un campo de entrenamiento de los talibanes pakistaníes, según la confesión de los interesados.

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Traducción: Miguel López

Texto original en francés:

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