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Los libros

El estuario de la historia

Portada de Cuaderno de historia, de Manuel Rico.

Ángel L. Prieto de Paula

Cuaderno de historia

Manuel Rico

Pre-Textos

Valencia

2021

El título del último libro de Manuel Rico, Cuaderno de historia, puede parecer enfático, si se entiende que el autor se presenta como arquetipo de una generación humana, o humilde hasta el exceso, si se interpreta como el registro de una experiencia individual que se agota en sí misma. Entre la Historia y la historia, el sujeto se muestra unas veces en primera persona (“Yo era un niño indefenso y él un hombre agrietado”), otras mediante un tú autorreflexivo (“Allí jugabas, florecías inverso, te asomabas al mundo”), quizá para sentirse menos incómodo con la impudicia confesional. Los poemas dan cuenta de una existencia particular incrustada en el centro de unos círculos en progresión creciente: la familia, el entorno ambiental, el tiempo histórico. El poeta hace acopio de cuanto lo fue constituyendo en el pasado, que arrancó en un barrio periférico de Madrid donde la ciudad firmaba insólitos armisticios con los descampados semirrurales. Al fondo, entre el frío de los desmontes y la desolación sin esperanza, la prehistoria se encarna en la figura de un padre áspero y ajeno, que llegaba a casa, caída ya la noche, con olor al serrín y los barnices de la carpintería, hecho a soñar paraísos que en todo caso habrían de habitar quienes le sucedieran.

El libro se abre con el poema “Apuntes”, situado por excepción en el presente, en que el autor revisita la habitación que ya abandonó el hijo, dispuesto a dejar el testigo a quienes habrán de contar su propio relato. “Encierro y soledad”, por su parte, es el fotograma asolador de un abril yermo: no solo el de Eliot, aunque también, sino el de la pandemia en un pueblo del valle del Lozoya. Salvo esta composición, extraña a la arquitectura del conjunto, los poemas refieren la construcción de un carácter: el de alguien nacido a comienzos de los cincuenta, que aprendió a trompicones el oficio de vivir durante el franquismo avanzado y las transacciones de la Transición.

En los elementos personales se reconocen enseguida algunos signos de una generación: la de quienes vivaquearon en los márgenes de lo establecido, la de quienes hubieron de habilitar unos nuevos modos de vivir, la de quienes dijeron, consiguiente y dolorosamente, el adiós al útero familiar simbolizado en la casa: una herida que ya no iba a restañarse. El presente está prefigurado en estampas de aquel pasado: el compromiso político, las reuniones en locales destartalados y en parroquias de barrio, la matanza de los abogados de Atocha (trémulo el homenaje a Luis Javier Benavides), las liturgias del amor y del sexo, las lecturas, Nazim Hikmet (traducción de Soliman Salom), el itinerario por parajes de “un gris casi industrial” que conducían a un centro que estaba siempre más al centro. En los mejores momentos las vivencias de la intimidad asoman por las resquebrajaduras del relato, venciendo la vergüenza del sujeto que hace confidencias a un lector desconocido a fin de cuentas. Así sucede en “El secreto”, en que por el boquete de la muerte evocada del padre se cuela de rondón su violencia ocasional contra el hijo, no tan impactante por sí como por la banalidad de sus motivos (“Fue por romper la hucha, por fumar, por esconder / tabaco americano en una estantería. Mi padre / me pegó dos veces y murió muy pronto”). Así también cuando el poeta descubre que está ocupando (¿suplantando?) el lugar del padre muerto, cuyo rostro cree distinguir un instante al verse inopinadamente reflejado en la ventanilla de un autobús nocturno (“Vivo en mi padre”), o cuando adivina en sí actitudes del padre, convertido en su estricto coetáneo cuando escribe el poema (“El olor a café”).

Pese a su índole reminiscente, Cuaderno de historia no es un relicario de antiguos abalorios con el olor dulzón de la nostalgia, sino noticia, al cabo, de la vida en que desembocó todo aquello. Aunque remite a otros libros de aprendizaje, está articulado discursivamente (frente a Una educación sentimental de Vázquez Montalbán, de sintaxis desencuadernada) y habla desde el lugar del adulto (frente a Teatro de operaciones de Martínez Sarrión, que lo hace con la entonación naíf del niño o del adolescente que fue). El lenguaje renuncia a relumbres metafóricos, ajustado a la secuencia de los sentimientos. La fluencia oracional está atenida a una métrica pautada aunque flexible: como el Garcilaso que da carrete a sus ensoñaciones mientras cabalga jornadas interminables (“Alargo y suelto a su placer la rienda, / mucho más que al caballo, al pensamiento”), el poeta acomoda el ritmo de versos y versículos a las acometidas de los recuerdos, aflojando la escansión, a veces hasta la prosa, para que no se envare el discurso.

Un recorrido por 'El raro vicio de escribir la vida'

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De lo que conozco del autor, este libro es el ápice de su escritura, que encuentra aquí el punto de cocción exacto donde la historia de una generación y el relato de un aprendizaje individual se concitan e intercambian sus fluidos, en una ósmosis emocional solo al alcance de la mejor poesía.

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Ángel L. Prieto de Paula es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Alicante,  poeta y crítico literario.

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