Desde la casa roja

Adiós a nuestra generación silenciosa

Aroa Moreno

La «generación silenciosa» nació entre finales de los años veinte y 1945. La Gran Depresión y el fin de la Segunda Guerra Mundial enmarcan los primeros años de hombres y mujeres que crecieron poniendo en valor la austeridad y el sacrificio. Los nombra así, por primera vez, la revista Time en un artículo de 1951, pero también podríamos llamar de esta forma en España a aquellos que nacieron en la década de los treinta, partida por tres años de guerra. Niños que tuvieron que estar callados en sus casas, que saben cómo suena una bomba cuando estalla, cuyas emociones pasaron a un plano muy secundario a favor de la supervivencia, que crecieron muy rápido, que no levantaron la voz en las escuelas, ni en las familias, ni en los trabajos. Son los que conocieron la hambruna y que fueron jóvenes cuando la dictadura también era joven. Los que se empeñaron en que nuestras manos no se endurecieran como las suyas. Generosos, duros, insondables, leales. Ellos, nuestros abuelos, vuestros padres, los que llegaron en tiempos difíciles y en días difíciles se marchan, son los que se nos están apagando.

El 95% de los muertos por covid-19 tiene más de sesenta años; el 42,9%, entre 80 y 89. Es obligatorio señalar que, al menos, 3.600 personas, según datos aproximados de la suma que dan algunas comunidades –ni siquiera las cifras hablan de ellos con la luz que estas pérdidas exigen– han muerto en estos días en residencias y geriátricos del país. Muchos enfermos y sus familias han tenido que prescindir del acompañamiento que reclama ese último tramo de la vida y de los cuidados paliativos necesarios para no morir, no solamente en la soledad de sus habitaciones, sino con ahogo o dolor por síntomas descontrolados. Nadie esperaba este presente aniquilador, pero hay que reaccionar: el covid-19 nos ha desvelado que el modelo de cuidados de nuestros mayores era precario en muchos sentidos.

Las residencias para la tercera edad, en muchos casos, no están medicalizadas, carecen de medios para asistir a los enfermos o para aislar a los contagiados. En una residencia próxima a esta casa han expirado más de cincuenta. ¿Cuántos más había allí? ¿Qué cuidados les hemos dado a nuestros mayores al final de su vida?

Me cuenta una médica que está trabajando en uno de esos hospitales de Madrid que el viernes, a última hora, cuando se acababa su turno, un largo tren de sillas de ruedas con ancianos cruzaba la puerta de urgencias. El desconocimiento de la medicina nos plantea preguntas rápidas sin tener las premisas adecuadas. ¿Conseguirían esos cuidados intensivos que los mayores de ochenta superen el estado crítico en que llegan al hospital? Cuando, tal vez, hay otras cuestiones que debieron resolverse antes: ¿por qué están muriéndose nuestros abuelos con sufrimiento y agonía cuando deberían ser ayudados a marchar lo más tranquilamente posible? ¿Por qué están contangiándose y conviviendo enfermos con personas sanas o los muertos y los vivos? ¿Qué es una residencia de ancianos y con qué personal y medios debe contar para ponerse en marcha y asegurar los cuidados? ¿Por qué ha tenido que entrar el ejército dentro de algunas para controlar la situación? ¿En qué momento un centro de mayores dejó de ser un centro de atención a la tercera edad, vigilado y gestionado desde lo público, para convertirse en un negocio privado más?

En estos días, hablamos de la vejez como si la vejez fuera una mancha que terminará emborronándonos. Como si ser mayor difuminara nuestros contornos. A veces, parece que convirtiéndolos a todos en una sola estadística, en una parte del porcentaje, pudiésemos acolchar el dolor que produce que cada uno de ellos es una persona que tiene vida, pasada y presente, con una manera de querer a sus hijos y a sus nietos y una forma de ser que requiere diferentes despedidas. Morir acompañado y sin padecimiento debería ser una prioridad en este momento crítico. Los familiares tienen que saber, urgentemente, al menos, dónde están los cuerpos de sus padres y madres en estos días. A la profundidad del duelo que de por sí es perder a alguien, no debe sumarse esta incertidumbre. Es una brecha enorme.

Como en la serie The Leftovers, en la que, de forma global e instantánea, desaparece un 2%, cuando al fin despertemos de la pesadilla de la pandemia, no encontraremos a una buena parte de nosotros. Cuando nos demos cuenta de que después del shock nos quedamos anestesiados frente a las cifras y no alcanzamos a comprender en qué se diferencian una, cien o mil muertes o qué significa no tener aliento para decir adiós a tus hijos después de una vida, cuando hagamos el recuento verdadero de las pérdidas, seremos conscientes de que se nos fue la raíz primera y con ellos su memoria, la que no hemos salvaguardado, la que no tenemos grabada, la que no hemos reparado, la que hemos utilizado como un arma política sin permiso, de la que debemos aprender que la justicia no es algo que se deja para después. No hay memoria que soporte dos silencios.

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