Plaza Pública

PP, ¿giro a la derecha?

José Errejón Villacieros

El PP parece querer volver al aznarismo y renegar de la “vía ilustrada” y tecnocrática para la renovación del “centro derecha”. Con la elección de Casado, un discípulo aventajado de Aznar y Aguirre en el singular modelo del “liberalismo español”, parece que se abre una oportunidad para este tránsito a una derecha sin complejos, ese referente que ha galvanizado los ánimos de los compromisarios del PP e inclinado definitivamente la balanza en favor de Casado.

Viene muy ayudado este pasaje por una tendencia que va cobrando fuerza en países muy distintos, después de que las recetas neoliberales para salir de la crisis del 2008, precipitadas por la locura financiadora neoliberal, mostraran sus limitaciones para volver a la senda del crecimiento económico, la estabilidad política y la hegemonía de las fuerzas de la derecha política.

Y ha sido estimulado por el indudable avance de formaciones populistas de extrema derecha que amenazan con disputarle la hegemonía a las derechas convencionales en el campo conservador. Como en los años 30 del siglo pasado, se advierte una tendencia muy perceptible en las derechas sistémicas a recorrer sin gran esfuerzo la distancia que les separa de los partidos de extrema derecha, lo que en un tiempo fue conocido como proceso de fascistización de las derechas políticas.

El neoliberalismo es, en cierto modo, ideológicamente extraño a la derecha española. Lo ha aprovechado para desarmar a los trabajadores y las clases subalternas erosionando la capacidad contractual y de interlocución de sus organizaciones. Pero se encuentra mucho más cómodo con referencias ideológicas más tradicionales como son la invocación a una patria eterna, la defensa de la familia (de un determinado modelo de familia por supuesto), de la vida entendida como rechazo al aborto, etc, etc.

Ninguna de las direcciones del PP ha conseguido asimilar un hecho que es rasgo esencial de las democracias liberales, la voluntad cambiante del electorado; cada vez que han tenido que dejar el Gobierno, lo han atribuido a modalidades diversas de conspiraciones. Cuando tras la condena en el juicio Gürtel, la mayoría de la Cámara le ha mandado a la oposición, se ha apresurado a denunciar lo que considera una conspiración de la antiEspaña, como es sabido integrada por la izquierda y los separatistas.

Un partido nacido contra la Constitución del 78 pretende ahora representar su defensa. Pero tal defensa es, en realidad, la de aquellas partes de la Constitución heredadas del ordenamiento jurídico de la dictadura, el resultado de la imposición de los intactos aparatos represivos del franquismo. Y después de que la Constitución haya sido vaciada de sus mejores contenidos democráticos y sociales por efecto de la subordinación al ordenamiento jurídico de la UE.

Lo que se ha producido entonces es la convergencia histórica de dos derechas de signo muy distinto. La primera, la que arrastra todavía el mayor caudal de apoyos sociales, es la derecha rancia representada por el PP, la que nunca ha dejado de añorar los viejos y buenos tiempos de la dictadura a la que sistemáticamente se ha negado a condenar y con la que guarda una relación paternofilial expresada en un renovado y agresivo nacionalismo reaccionario.

La segunda es una derecha “racional”, la que ha surgido por efecto de la prosperidad impulsada por la expansión del sector inmobiliario y cuajada en lo que en algún momento he llamado bloque inmobiliario-financiero, un conjunto de clases sociales temporalmente unidas al calor de esa expansión y sus beneficios diferenciales para los distintos grupos sociales que lo integraban: astronómicas ganancias para las élites del negocio inmobiliario y financiero, rentas derivadas de la propiedad de la vivienda para un  amplio sector de las clases medias y trabajadoras. Esta derecha, mucho más moderna que la anterior, se ha nutrido de sectores sociales antes votantes apoyo del PSOE, y aquí reside su interés. Las clases medias que en los ochenta apoyaron el proyecto modernizador del PSOE y se beneficiaron de las ventajas del Estado del Bienestar, en los noventa comenzaron a volverle la espalda, una  vez que su mejorada situación de clase le llevó a percibir ese Estado del Bienestar más como una carga a sostener con sus impuestos.

El proyecto modernizador tomó, así, otra coloración y legitimó un desplazamiento en el espectro político ideológico español. Donde en los ochenta había sanidad y educación universal, en los noventa y principios de los dos mil había acceso a la propiedad de la vivienda, segunda residencia y exigencia de bajada de impuestos (lo que no impedía que se siguiera siendo beneficiario de las ventajas fiscales por la compra de la vivienda).

Si en los ochenta se celebraba la cobertura universal de la sanidad pública, a partir de 1996 ya se podía advertir, empujado por los vientos neoliberales que soplaban desde Bruselas, de la ineficiencia de la burocracia sanitaria y postular la conveniencia de “descentralizar” la gestión hospitalaria en favor del negocio privado.

Si en los ochenta los niños habían ido a la escuela pública, en los noventa se podía dar el salto a las universidades privadas y clamar contra la masificación y la ineficiencia de la enseñanza pública.

De modo que la derecha apenas si tuvo que luchar por la hegemonía entre el electorado, los cambios que se han reseñado llenaron su cesta electoral sin apenas esfuerzo. A la altura de 1996 el acceso al Gobierno del PP parecía inevitable, además de deseable para una parte creciente del electorado.

En las más de dos décadas siguientes la derecha política ha tenido el viento de cola de una hegemonía ideológica indiscutida y en buena medida aceptada por el principal partido de la izquierda, a título de modernidad.

Sólo cuando los efectos de la prolongada aplicación de las políticas inspiradas en esta hegemonía se han dejado sentir en forma del aumento de la pobreza, la desigualdad y la reducción de derechos y libertades, tal hegemonía ha sido cuestionada desde el seno mismo de la sociedad civil y ha emergido una propuesta política que planteaba una enmienda a la totalidad de la misma. Tal cuestionamiento de la hegemonía ideológica de la derecha ha despertado entre algunos de los sectores sociales dominantes una preocupación por la funcionalidad de los partidos que hasta entonces se habían sucedido en la gobernación del país y estimulado a impulsar una nueva formación política que diera el contrapunto desde la derecha a la impugnación emergida en 2014. Los crecientes apoyos logrados por esa formación, disputando con ventaja al partido tradicional de la derecha en un mercado tan caro a esta como el del españolismo, han abierto la posibilidad de una crisis de gobierno que se ha precipitado con ocasión de una de las sentencias que le esperan al PP por su larga historia de corrupción.

La salida del gobierno ha sido un jarro de agua fría para el personal político del PP que, a su natural inquina contra los partidos de la izquierda, tanto la nueva como la del régimen, se une ahora la de un competidor que le disputa el espacio en el que ha señoreado desde la disolución de la UCD. Es ese el mejor terreno para que los críticos de la gestión gubernamental de Rajoy levantaran la voz que nunca se les había oído para reclamar una vuelta a las esencias diluidas en la gestión tecnocrática representada en la persona de Sáenz de Santamaría.

Tras su desalojo del Gobierno, la mayoría de la derecha mediática exige a los candidatos a la sucesión de Rajoy un rearme ideológico y reniegan del “miserable Rajoy” (sic). Estremecía pensar qué podía entender la derecha por rearme ideológico, pero Casado ya nos ha sacado de dudas.

Es verdad que el Casado que hablaba a los compromisarios del PP resultará distinto del Casado que entre en liza política, entre otras cosas para disputarle a Cs el espacio más al centro que, considera, le ha sido robado por el partido naranja. Pero ello no puede hacernos olvidar cuál es el sustrato ideológico que realmente moviliza a la mayoría de la derecha.

El PP ha actuado desde los comienzos de la transición como un factor de contrapeso a los avances de los procesos democráticos en España. Ha sido como una cuña de franquismo en la España democrática, un indicador de que los viejos tiempos siempre podrían volver, una referencia de los rasgos tradicionales del “ser español”.

Su empeño anti, o mejor contrademocrático, empezó desde el minuto uno de la transición, no tuvo que esperar, como la derecha europea, a que se mostraran las incompatibilidades de la democracia con la gobernanza de los mercados.

No hay diferencias políticas de esta derecha rearmada con la que ha gobernado desde 2011. No hay diferencias sobre la política a aplicar: operar una suerte de redistribución de abajo arriba de las rentas y el poder político que asegure un ciclo virtuoso de rentabilidad en las inversiones, generación de empleos a la medida de estas exigencias de rentabilidad y expansión del consumo.

Las únicas diferencias perceptibles son en cuanto al ritmo de avance del proceso de desdemocratizacióndesdemocratización en el que ambas coinciden. Las pautas del desarrollo de este proceso son bastante similares aunque la “derecha rearmada” parece querer acompañarlas de la recuperación de rasgos culturales pertenecientes a tiempos anteriores al 20 de noviembre de 1975.

Pero no deberían confundirnos las apariencias. El endurecimiento en el discurso de la derecha española nada tiene que ver con añoranzas del pasado, por más que la sintonía pudiera hacernos pensar lo contrario. Se trata, por el contrario, de un esfuerzo de actualización a este nuevo tiempo en el que las promesas del fin de la historia (Fukuyama) y la hegemonía indiscutida del liberalismo han revelado su fiasco y asistimos a un tiempo de nueva y más intensa polarización.

Las derechas hoy, todas las derechas, discuten abiertamente la continuidad de los componentes democráticos de los Estados contemporáneos. Los resultados del congreso del PP son solo una de sus expresiones.

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José Errejón Villacieros es administrador civil del Estado.

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