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Feijóo, en el puerto de Miami, durante una viaje a EEUU en 2019.

Xosé M. Núñez Seixas

Galicia, eres un país idílico. Bellos paisajes, fantásticas costas, buena comida, clima benigno. La crisis del covid-19 te ha afectado en conjunto bastante menos que la media española. Hubo momentos muy difíciles, pero los polideportivos que se empezaron a acondicionar como improvisados hospitales no fueron necesarios. Tu ciudadanía aceptó con disciplina el confinamiento, al que ayudó una primavera muy pasada por agua; hubo pocos coronaidiotascoronaidiotas, aunque sus minoritarias concentraciones fueron muy jaleadas por algunos medios. Y los principales diarios que ahí aparecen, así como la radio y televisión autonómicas, pintaban implícitamente una Galicia que gestionaba la crisis sanitaria mejor que el Gobierno central, cuyos titubeos fueron sin duda evidentes.

El presidente de la Xunta desde 2009, Alberto Núñez Feijóo, del PP, único gobernante autonómico con mayoría absoluta en un tiempo en el que eso constituye una auténtica excepción, podía sacar pecho con prudencia. Fue de los primeros, con el lehendakari Iñigo Urkullu en el País Vasco (hay quien dice que hace lo mismo que él, sin reconocerlo), en recomendar el confinamiento y cerrar escuelas, antes que el Gobierno de Pedro Sánchez. Y, durante la crisis, el presidente galaico hizo gala de un tono moderado y asaz constructivo, propio de su perfil de gestor eficiente, alejado de excentricidades ayusianas, exabruptos cayetanos y bandazos casadianos. Frente a esas erupciones mesetarias, galaico sentidiñosentidiño. Hay quien dice que el perfil centrista de Núñez Feijóo podría salir beneficiado como posible aspirante al trono de la calle Génova, cuyos actuales inquilinos no saben bien si ser oposición responsable o abascales embridados. Además, en un último alarde de responsabilidad institucional, las elecciones autonómicas fueron pospuestas en principio sine die, después fijadas el mismo día que las vascas —Urkullu siempre chafando las ideas—. Pero sin campaña electoral, sin aspavientos y sin necesidad de subir el tono aprovechando la crisis sanitaria. Así, de paso, tampoco se le ven las costuras al traje. Que las hay.

Ciertamente, gobernar parece sencillo en esa tierra de los otrora indomables galaicos, hoy invadidos no por romanos, sino por un virus traído según dicen por huestes madrileñas que escaparon del cierre de la capital. Con una prensa dócil y domesticada con subvenciones, al igual que los medios públicos. Poca cosa a estribor del PP gallego: los votos cabreados para Vox o Ciudadanos en las elecciones generales, obsesionados en hacer del antigalleguismo un lema movilizador, no parecen traducirse en opciones reales en las elecciones autónomicas. A babor, una oposición desunida y a la greña constante, en la que unos bajan para que otros suban, pero nadie parece arañar lo suficiente el electorado popular: ayer bajó el BNG y subieron PSOE y En Marea; hoy parece que se estabiliza el PSOE, sube el BNG y se desinfla lo que antes era En Marea y ahora es Podemos-Unidas Galicia (o algo así). Una gestión sin grandes alharacas retóricas, sin visible proyecto de país, sin ganas de profundizar mucho en el autogobierno, y un galleguismo cultural más o menos dúctil y dosificado, le sirven al PP para mantener la ilusión de un oasis galaico. Las pasadas discrepancias entre los sectores urbanitas y los de la boina supuestamente galleguistas, tienen hoy una relevancia menor. Solo la Diputación de Ourense y su inmarcesible gran timonel, Baltar o fillo, se mantienen como una excepción al control del partido por parte del presidente de la Xunta. A veces amagan incluso con crear un galleguismo de centro y atraen a algún paniaguado para darle ropaje cultural. Pero es que se trata de la única Diputación que mantiene la derecha en toda Galicia, aun a costa de entregar la alcaldía de Ourense a un extraño engendro político local, Gonzalo Pérez Jácome, mezcla de cuñado y advenedizo, que en las Españas sería de Vox. Porque el resto de la Galicia urbana y semiurbana hace ya unos años que está gobernada por la izquierda (estatal, nacionalista o galleguista-federal).

Dicen los hados electorales que la repetición de la mayoría absoluta en las elecciones autonómicas previstas para el pasado abril no estaba asegurada. Un PSOE al alza gracias al rebufo de Sánchez, con base como siempre en baronías urbanas —el mayestático Abel Caballero en Vigo, ave fénix del felipismo reconvertido en iluminador populachero—, y pese al carisma escaso de su sobrino y líder autonómico, Gonzalo Caballero, podría haber completado una mayoría alternativa con otros socios. Un BNG con liderazgo renovado, aunque con posiciones ortodoxas, que también recuperaría posiciones tras las varias escisiones y abandonos que golpearon al frente nacionalista desde 2012. Y, finalmente, un Unidas Podemos (o como se llame ahora) en el que el toque autóctono, lo que representaba En Marea, no estaría muy claro. El resto (antiguos integrantes de En Marea, enésimos intentos de centro galleguista, etcétera) es hojarasca. 

Decían también los gurús demoscópicos, esos que en Galicia son poco de fiar, que Núñez Feijóo vería declinar su estrella por un flanco débil: el malestar social generado por el constante debilitamiento y reducción de la calidad de los servicios públicos, en particular la sanidad y la educación. Movilizaciones como las que tuvieron lugar a fines de 2019 en Verín, a favor del mantenimiento del servicio de atención ginecológica, eran un síntoma. Una difusa pero persistente ansia de cambio parecía extenderse en la sociedad gallega desde hacía meses. Influían en ella el cansancio de una década de gobierno popular, pero también el recambio generacional y los efectos de los recortes en servicios públicos. Un indicio eran los resultados electorales de 2018 y 2019, que indicaban que la suma de las izquierdas (federal, nacionalista, estatal) podía ganar. Ante eso, el contraataque desde el poder solo podía ser uno: yo o el caos. Estabilidad o tripartito, apelando al rosario de desencuentros que sembró la andanza del gobierno bipartito de PSdG-PSOE y BNG entre 2005 y 2009: si entre dos se mataban, imagínense entre tres. De paso, implícitamente se contraponía el sentidiño del PP gallego gobernando en solitario a las salidas de tono de Ciudadanos y Vox, que en Galicia solo reclutan personajes extravagantes que llaman separatista no solo a Núñez Feijóo, sino hasta a don Manuel (Fraga), q.e.p.d.

El cansancio con la década de Núñez Feijóo tendría también que ver con la falta de iniciativa, de visión de futuro colectivo. El PP de Fraga Iribarne aparentaba, por lo menos, tener proyecto en el pasado: la de una Galicia fuerte dentro de España, con influencia y capacidad de decisión, aunque leal a la Constitución. Autoidentificación, administración única, reforzamiento de los vínculos con la diáspora… Don Manuel no era galleguista, pero a veces lo parecía. Por el camino de Damasco encontró el de Santiago y optó por el cemento en vez del conocimiento, dilapidó millones de ayudas europeas en proyectos de dudoso futuro y en obras, y apostó por una Galicia terciarizada volcada en el turismo: el Xacobeo, ese gran invento. El proyecto de sus sucesores desde 2009, sin embargo, se reducía a la mera gestión de la autonomía, la administración de fondos, el cemento, el reparto de prebendas, y sobre todo la sandalia del peregrino. Galicia debía ser un nuevo paraíso turístico y el Xacobeo 2021 su gran motor. Que los jóvenes con formación o en vías de especialización se vean obligados a emigrar desde hace décadas, que el envejecimiento de la población se dispare, que la brecha entre interior y eje atlántico se profundice, que la política lingüística y cultural sea balbuciente, que las universidades tengan escasa financiación… Cosas que pasan. Políticas cortoplacistas e ir tirando; y el que quiera innovar, que vaya a Alemania. Lo que urge es adelgazar el sector público, privatizar y dar vía a una universidad privada, donde Borja Mari tendrá su título previo pago. 

Y en estas llegó el coronavirus. Como vimos, la crisis sanitaria no afectó a Galicia del mismo modo que a comunidades como Madrid o Cataluña. Los hospitales públicos resistieron la acometida, con enorme abnegación y sacrificio de su personal, como en todas partes. La centralización de la gestión de la crisis permitía, sin embargo, descargar buena parte de las responsabilidades en Madrid y externalizar las culpas. La epidemia no llegó a desbordar la capacidad del Servizo Galego de Saúde. Pero los efectos de los recortes de años anteriores estaban ahí y podrían haberse hecho más evidentes. Hubo que contratar sanitarios, después despedidos en cuanto el pico de la epidemia pasó. Mientras tanto, el presidente afirma que el sistema de salud heredado en 2009 estaba mucho peor y no habría resistido el fodechincho, variación galaica del covid-19.

En retirada el virus, un coro de voces mediáticas cantaba las virtudes de la gestión del presidente gallego. Dicen algunas vestales que esa imagen lo puede catapultar a una nueva mayoría absoluta [este texto fue escrito antes de la cita electoral]. Es todavía pronto: nadie sabe bien qué consecuencias tendrán tres meses de guerra psicológica contra el virus. No quedan muchos planes. El proyecto del Xacobeo 2021 se tambalea: hay que reconvertir un programa de grandes eventos multitudinarios y a saber cuánta gente va a tener ganas de viajar. El cada vez más débil sector industrial galaico recibe un varapalo, se va Alcoa. Y puede ocurrir que, como en Francia, los mayores de 70 años, ese caladero electoral siempre fiel, no acudan a votar por miedo al fodechincho, ni siquiera acarreados como en los viejos tiempos. 

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A veces ocurre que las sombras chinas, el relato, no resisten a la contraposición con la cruda realidad. Empero, en la Galicia actual parece que también la oposición desista de ganar el partido: gobernar entre tres resulta complicado, así que mejor ahorrarse el trabajo y esperar. ¿Cuánto? Como una vez dijo un histórico dirigente del BNG, si Galicia resistió 500 años después de su “doma y castración” por los Reyes Católicos, bien puede soportar otros cuatro… O no. Mientras tanto, disfrutemos de sus costas y pinares.

*Xosé M. Núñez Seixas es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidade de Santiago de Compostela.

*Esta carta está publicada en el número de verano de tintaLibre, ya a la venta. Si eres socio de infoLibre, puedes consultar todos los contenidos de la revista y los números anteriores haciendo clic aquíaquí

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