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La conversación imposible en la era 'zoom'

“¿Cómo transmitir la responsabilidad, el compromiso o la solidaridad sin poner el cuerpo?”, se pregunta el autor.

José Ramón Ubieto

Lo digital, con sus luces y sombras, ha venido para quedarse y constituye ya nuestra segunda realidad (second life). A día de hoy no puede sustituir, sino evocar, la presencia y la conversación analógica: el cara a cara o el cuerpo a cuerpo. No puede porque hay cosas que no se transmiten por los bytes, cosas que no se refieren a las informaciones o las imágenes. 

¿Cómo transmitir la responsabilidad, el compromiso o la solidaridad sin poner el cuerpo? ¿Cómo enseñar, en el verdadero sentido de la palabra, en ausencia del profesor? O ¿cómo psicoanalizar sin la presencia del analista? Es evidente que la presencia no se reduce al cuerpo físico ni tampoco eso garantiza un vínculo atento. La cuestión no es oponer presencia y virtual en un maniqueísmo naíf, sino localizar lo esencial de un lazo que no se reduce a una conexión. La presencia es irrenunciable, pero eso no excluye que se alterne con otras modalidades virtuales. 

El régimen del padre —lo que conocemos como patriarcado— tenía una fórmula para el vínculo que incluía la presencia a través de la voz y la mirada, siempre vigilantes y juzgadoras. Su contrapunto era el amor del padre, la obediencia que se derivaba de ese amor. Esa conjunción de amor y cuerpo ordenaba las vidas y transmitía un orden que no era gratis: el precio era la sumisión de algunas (mujeres) y algunos (niños/niñas). El régimen de los gadgets, en el que vivimos, ha disociado el cuerpo en escenarios múltiples, en pantallas donde se combinan de maneras diversas la voz y la mirada, mientras el hardware corporal queda fijo. Eso afecta al vínculo porque exacerba el narcisismo y, de paso, implica una mayor increencia en el otro, ahora virtual. 

En ninguno de estos regímenes se pudo articular una verdadera conversación. En el primero porque la comunicación era unilateral y jerárquica y todo lo demás quedaba afuera bajo la forma del silencio, el secreto o lo reprimido. Hoy vemos el retorno de lo censurado en movimientos como el #MeToo. Y en el segundo porque, si bien aparentemente vivimos en una sociedad expresionista, donde todo se habla y se expresa, lo hacemos en la modalidad del blablablá sin consecuencias reales. Aquí, la supuesta conversación online es pura metonimia (deslizamiento) y la intimidad alcanzada una pseudointimidad, mezcla de sugestión y ficción, favorecida por la distancia real que se produce con los otros. Como la que imaginaba una paciente al comentarme que estaba pasando una verdadera depresión porque había roto con su pareja, con la “que había alcanzado una intimidad total”. La sorpresa es que, al pedirle detalles, descubrimos que la relación había sido exclusivamente virtual y con una duración de poco más de un mes. Eso íntimo que ella compartía no dejaba de resaltar el carácter de monólogo de ese lazo, ¿con quién, sino con ella misma, dialogaba?

Un Otro roto

Conversar exige tener un interlocutor. El tradicional (desde el rey al padre, pasando por el maestro o el político) está en crisis. La pandemia nos lo ha revelado muy bien al echar por tierra todas las rutinas y ficciones que nos sostenían. Ni siquiera el saber de la ciencia ha quedado indemne, mucho menos, por supuesto, el semblante de los políticos, que han evidenciado su inconsistencia. La pandemia nos ha dejado, a cada uno y cada una, a solas, en una cierta intemperie, con nuestros arreglos y manejos propios. 

Constatado el declive de ese Otro que nos ilusionaba con sus promesas de futuro, siguen presentes los apoyos que el discurso capitalista nos facilita, en forma de conexiones permanentes y de satisfacciones de todo tipo: solitarias o en grupo. Si bien, la pandemia también los ha puesto en cuestión, revelando un cierto hartazgo y fatiga zoom. Ya no basta deslizarnos de un lugar a otro (conexiones, redes sociales, viajes low cost, consumos). Algo se ha roto y precisamos de una nueva manera de anudar nuestras vidas.

Aquí es donde la conversación imposible (en tanto no está previamente formalizada) se presenta como un método y una oportunidad. No para esperar del otro las indicaciones, como si le atribuyéramos a ese otro (experto, político) un saber consistente, ni para monologar, confinados con nuestro propio pensamiento. Debemos, primero, conectar con nuestra soledad subjetiva y suspender algunas creencias y prejuicios que constituyen nuestra rutina habitual. Recuperar la sorpresa, el sinsentido (eso que no comprendemos de entrada) y el humor como ingredientes de la conversación es clave para sustituir la aceleración global por la resonancia singular. Palabras que nos permitan restaurar, con nuevos sentidos, ese real del cuerpo que se ha visto conmovido por la pandemia: la distancia, el aislamiento, los miedos y angustias, las ideas y pensamientos que nos embrollan y perturban. 

Julia es una mujer mayor que hace el duelo de un ser querido, fallecido a causa de la covid-19, escribiendo las recetas de cocina que todos aprecian. Es una idea que le surgió en nuestras conversaciones, como un modo de poner por escrito algo que siente como muy suyo. Le sugiero que lo vincule a su propia historia y ella decide añadir a cada receta una coda al final, donde recuerda algún episodio de su vida ligado a ese plato. Esa “receta” le funciona porque los recuerdos que escribe son un ingrediente vital que no la reducen a la impotencia, sentimiento que nos abruma por aquello que no podemos hacer (en este caso recuperar al fallecido). Su coda invita más bien a prolongar la vida de sus recetas y a situar así cada una de esas piezas sueltas de su historia. Darse contra el muro de la impotencia lleva siempre a la pesadumbre; aceptar la pérdida permite, en cambio, hacer lo posible en cada caso. Julia se ha atrevido a traducir el ánimo triste en una fórmula poética propia, que ofrece al otro como parte de su conversación. Sus codas a las recetas son esos significantes nuevos que inventa con los que restaurar algo de lo que se ha conmovido, de manera trágica, en su vida. 

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A nivel colectivo, pero con una lógica similar, el movimiento Black Lives Matter crea significantes que hablan de la vida —los cuerpos importan— y sirven de unión para muchas personas que nombran así un deseo por la vida que se opone a la segregación racista. Esa invención solo es posible por la conversación.

*José Ramón Ubieto es psicoanalista y profesor de la UOC. Su último libro es ‘El mundo pos-covid. Entre la presencia y lo virtual’ (Ned, 2021).

*Este artículo está publicado en el número de abril de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquíaquí

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