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Es cuestión de atención

Hay un interesante seísmo en Podemos, no de alta intensidad, pero suficiente como para reclamar titulares, como los exige también el caso de los futbolistas fiscalmente creativos, o hasta les pediría la pitada militante al presidente de la gestora socialista, la amputación de la arteria central de Madrid o la presentación que hace de RajoyTheWall Street Journal como si fuera el último superviviente de los grandes líderes europeos.

De todos estos hechos cabría trazar recuadro y extraer particular mirada, pero reclama con más insistencia la categoría de imagen de la semana la de esa familia cuya mentirosa petición de solidaridad ha dejado estupefacta y cabreada a una sociedad que a veces se toma demasiado al pie de la letra aquello de hacer el bien sin mirar a quien.

Creo que en general nuestra condición es la de la bonhomía. Que, como dice Rojas Marcos, somos de natural actitud positiva y tendemos a procurar ayudar a los demás más que hacer daño. Con todas las excepciones que usted quiera poner, lo cierto es que la mayoría de las personas actúa movida por buenas intenciones y cree que casi todos los demás hacemos lo mismo. Luego ya tenemos nuestros enemigos íntimos y fastidiamos o deseamos fastidio a los que se nos atraviesan, pero por lo general rechazamos la maldad, el abuso o la mentira.

Esa buena fe es la que ha traicionado el tal Fernando Blanco, el padre de Nadia, que a cuenta de la enfermedad de su hija ha conseguido en poco más de un lustro engordar su patrimonio en unos 300.000 euros si hay que creer las cifras que se están manejando. Dicen él y su mujer en defensa propia que no han mentido, sino exagerado la enfermedad, y que no hay estafa ni mala fe, sino acaso algo parecido a “publicidad engañosa” (el entrecomillado es de un servidor) sobre una realidad demostrable, que es que la niña está enferma.

El tipo tiene ya un pie en la cárcel, estaba a punto de fugarse y se le ha encontrado material para concluir que lo suyo era premeditado y consciente. Serán, con todo, los jueces los que hablen y los afectados los que exijan; y su hija, en el futuro, quien, si la suerte no le niega una oportunidad, le pida cuentas por la miserable utilización de su enfermedad.

Pero viene al caso anotar aquí el inmenso daño que esta acción (presuntamente) delincuente ha hecho ya a las organizaciones que llevan años supliendo la acción del Estado frente a enfermedades o desgracias que afectan a todos.

Mientras la mayoría nos conmovemos por historias que nos asaltan de repente e imágenes que nos ponen inesperadamente ante horrores cotidianos, hay cientos de miles de personas que trabajan todos los días generosamente por mejorar las condiciones de enfermos y olvidados. Son los voluntarios que hacen de su bonhomía una forma de vida y se entregan a mejorar la de los demás. Personas y organizaciones que trabajan a destajo y sin recursos, que con una mano reclaman fondos o imaginan la forma de obtenerlos y con la otra brindan su esfuerzo a quienes lo necesitan. Su única recompensa es conseguir su objetivo de ayudar. No todos son voluntarios, claro; la gestión de las estructuras que sustentan las ONGs necesita profesionalidad y un porcentaje de los fondos que obtienen ha de ir necesariamente a mantener esas estructuras sin las cuales no podrían funcionar. Por eso a veces hay confusiones y recelos, pero éstos se aclaran y silencian con la transparencia que exige la ley a este tipo de organizaciones –sobre todo cuando se trata de fundaciones- y el propio carácter altruista, por definición y ejercicio, de casi todas ellas.

Desde el caso Nóos, pendiente de sentencia inminente, no habíamos vivido las ONGs y Fundaciones –yo pertenezco a dos de ellas, la Fundación Sandra Ibarra de Solidaridad Frente al Cáncer y SEOBirdlife- tanto desasosiego.

Porque casos como el de Nadia, una vez descontada la irritación con quienes nos han engañado, consiguen que el músculo de la solidaridad sucumba al miedo a otro engaño y se retraiga, porque pensemos que si uno lo ha hecho cualquier otro puede también tomarnos el pelo.

Y nos toca levantar la voz, en nombre propio y en el de quienes estamos en esta pelea, para recordar que la mayoría ni queremos ni podemos engañar, y que eludir la estafa es tan sencillo como informarte de la circunstancias del caso o realidad concreta a la que quieres aportar, de la persona o la organización a la que ayudas, del destino preciso del dinero que aportas.

Nadie se preguntó, y debió hacerlo, qué médicos trataban a Nadia, en qué centro o qué terapias se le aplicaban. Nadie investigó si su enfermedad era tan mortal como decían los padres o si la cura habría de buscarse necesariamente fuera.

¿Algo interesante?

¿Algo interesante?

La respuesta, por tanto, ante la petición de ayuda o el reclamo de generosidad, no deberá ser cerrar los ojos y apretar el puño, sino tomarse la molestia de saber qué hacemos y para quién.

Que el caso de estos padres quede en eso y se dirima en los tribunales, pero nuestras ganas de ayudar, bien sea por propia convicción o por reclamo de nuestra conciencia, no se vean afectadas por malas famas de las que quienes siguen ocupando espacios vacíos de solidaridad no son en absoluto merecedores.

Es cuestión de atender. De que como ciudadanos prestemos atención al destino de nuestro esfuerzo de ayuda a quienes hacen de la atención a sus semejantes una forma de vida.

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