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Desde la casa roja

Kala y el Ramadán

Estoy sentada en una terraza con Kala. Yo desayuno tostada y café. Ella, nada. Hace horas que no bebe agua ni prueba un bocado. Yo tampoco, me he levantado a las cinco y media para escribir. Ese será mi segundo desayuno. Qué mala suerte, me dice, cuando el Ramadán cae en los meses con más luz del año. Y con calor. El Ramadán retrocede once días anualmente y en este 2019 comenzó el pasado día 5, noveno mes del calendario lunar de los musulmanes. Pero mayo es largo. Yo empecé hace dos días, me dice, porque tenía la regla y a las mujeres se nos prohíbe el ayuno y orar con la menstruación. ¿Por la pérdida de sangre y la debilidad?, le pregunto. No, porque es una impureza, responde.

El fin del Ramadán es la purificación espiritual, moral y física. Kala me cuenta que para ella significa ponerse en la piel de los hermanos que andan huyendo por el mundo y pasando hambre. Yo no tengo recuerdos del hambre. También me hago la pregunta de a quiénes consideraría mis hermanos. Durante este mes y la primera semana de junio, el Ramadán prohíbe la ingesta de agua y alimentos durante las horas de luz. Antiguamente, no se podían tener relaciones sexuales tampoco por la noche, pero leo después en una página web académica de recomendaciones sobre la práctica de este mes sagrado para los musulmanes que “Dios hizo las normas más fáciles”. Los niños, las mujeres embarazadas o que acaban de parir y los enfermos, así como algunas personas que tienen trabajos físicos, están exentos de seguir el Ramadán.

Kala y yo tenemos la misma edad. Yo nací en 1981 y ella en 1401 del calendario islámico. Es historiadora y llegó a España hace diez años. Estuvo trabajando mucho tiempo en una conocida cadena de cafeterías, pero cuando supieron que estaba embarazada de su primer hijo, la echaron. Ahora trabaja limpiando varias casas. Su marido en un restaurante. Hace un par de meses, su madre murió en Rabat y no llegó a despedirse. Por eso, cuando dos semanas después su hermana pequeña estuvo enferma del pulmón al borde de la muerte, se marchó lo más rápido que pudo. No encontraban el foco de la infección. Por eso, ahora, se la quiere traer a Madrid con ella y están viendo de qué forma.

Por temor a no ser contratada en la casa donde ahora trabaja, Kala ocultó durante casi un año que tenía una hija bebé, Salma, además del hijo de once años, Gayth. Un día, se le escapó: mis hijos…, dijo. ¿Cómo que tus hijos? Y tuvo que confesar.

En casa de Kala, estas semanas, su marido y ella se levantan sobre las cuatro y media para comer algo. Duermen otro rato, y vuelven a despertarse a las cinco de la mañana para hacer el gran desayuno. El niño empezará a hacer Ramadán con 15 o 16 años y la niña cuando tenga su primera regla, momento en el que también debería cubrirse la cabeza con el Hiyab, pero Kala no quiere que lo lleve. Su marido, sí. Ella tampoco lo lleva en España, sí cuando visita Marruecos.

¿Has sentido islamofobia en España alguna vez?, le pregunto. Y, entonces, Kala, que no ha tenido pudor ni miedo en hablar de nada, dice que prefiere no tocar eso. Que eso le da tristeza.

Kala y yo nos encontramos muchas mañanas, casi todas, pero apenas sé nada de ella. El desconocimiento hacia su cultura es profundo y antiguo, viene de lejos. Pero la islamofobia sigue hoy extendiéndose por el discurso de algunas formaciones políticas que irresponsablemente incitan al odio y señalan a esta comunidad como enemiga. Ayer mismo, la candidata de la ultraderecha a la Comunidad de Madrid contó cómo tres magrebíes habían asaltado el domicilio de su vecino. “Si es en mi casa, cojo un cuchillo jamonero”, añadía explicando su defensa de la tenencia de armas, pero sin dejar de señalar la procedencia de los hombres. En España, el país donde ejerce la política, hay dos millones de musulmanes, 800.000 con derecho a voto. Según datos del Observatorio de la Islamofobia en España: casi el 90 por ciento de las noticias que leemos sobre el Islam versan sobre temas negativos y buena parte de ellas se refieren al terrorismo.

Noches sin Ramadán

Noches sin Ramadán

Nunca olvidaré aquella portada del semanario Newsweek tras los atentados del 11S: Why they hate us? (¿Por qué nos odian?). En ella aparecía un niño con un arma. La pregunta la lanzaba el semanario a un ellos retórico. Con más intensidad a partir de aquella fecha, considerar a un musulmán como un ellos, como un otro, se fue haciendo hueco en nuestras estructuras sociales, llenándolas de desconocimiento y simplismo. Ninguna otra cultura o religión se ve de forma más homogénea y sin matices que la musulmana. Eso es racismo. Es fobia. Es estigma. Si tras los atentados del 11M supimos evitar la culpabilización de la comunidad musulmana, intentaremos no volver a echar lo construido abajo para insertar un nuevo discurso de discriminación.

Me pregunto si mi amiga Kala será también una enemiga para quienes lanzan discursos de odio. O si serían capaces de no permitir que traiga a su hermana si encontrara la manera. Si volverían a separarlas después.

Mejor sentémonos juntos a cenar cuando se ponga el sol.

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