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La campaña de comunicación más grande del mundo

Está repleta de mitos fundacionales, textos sagrados, relatos identitarios, tácticas de fidelización, prescriptores distribuidos por todo el planeta con argumentarios de extraordinaria sencillez y abundantes recursos económicos. La campaña fue preparada por un grupo pequeño de prohombres judíos liderados por un polaco llamado David Yosef Green, rebautizado luego como David Ben-Gurión, justo después de la Shoá (el Holocausto, una palabra generalizada años después, precisamente como parte de esa campaña de comunicación).

La narrativa central afirma desde entonces –la fecha clave es 1948, año de la declaración de la constitución del Estado de Israel– que los judíos (es decir, quienes sean confirmados como tales por su pasaporte, por haber nacido de vientre judío, o por conversión confirmada por un rabino) tienen derecho al “retorno” a “su tierra”: la patria judía, la Tierra Prometida, Israel: el territorio en el que los mitos religiosos sitúan el origen del judaísmo y que a grandes rasgos vendría a coincidir con Palestina, una zona largamente habitada por población musulmana y por una minoría cristiana: para estas otras dos religiones también se trata de una tierra sagrada.

En estos 75 años, el Estado de Israel, con el apoyo de la poderosa y selectiva comunidad judía mundial, ha desarrollado una ingente tarea de colonización progresiva de lo que considera su territorio: todo judío que demuestre serlo tiene derecho a instalarse en Israel (a retornar, dice la Ley, porque se supone que esa y no otra es la tierra de la familia del colono) y se le anima a hacerlo, siempre que constate su filiación étnico-religiosa y que aprenda el hebreo, parte esencial de la construcción nacional.

La lengua y la religión –en su sentido etnográfico, aunque no se practique– unidas a una poderosa mitología constitutiva, conforman una fuerte identidad, capaz de unir a individuos procedentes del mundo entero en una comunidad universal y, en un sentido más prosaico, en un país próspero, democrático y avanzado sobre un terreno por lo demás bastante inhóspito y escaso de recursos.

La invención del pueblo judío” que tiene lugar no en la antigüedad, sino en los siglos XIX y XX, está explicada con minucia en el libro que con ese mismo título ha escrito el historiador hebreo Shlomo Sand. Otra manera alternativa y más divertida de percibir la fuerza de la cultura judía, que trasciende las fronteras y se expande en la vida cotidiana también de los gentiles, es leer El humor judío: una historia seria, de Jeremy Dauber. Descrita desde la perspectiva del chiste –revisando la obra de los hermanos Marx, de Woody Alen o de Mel Brooks, entre otros muchos– la identidad judía resulta tierna y conmovedora: familiar, devota, obsesionada con la liturgia y la tradición, autorreferencial, victimista y nostálgica, orgullosa y acomplejada a partes iguales.

En estos 75 años, el Estado de Israel, con el apoyo de la poderosa y selectiva comunidad judía mundial, ha desarrollado una ingente tarea de colonización progresiva de lo que considera su territorio

La potencia intrínseca de una cultura milenaria fuertemente identitaria, exclusiva y excluyente como la judía, ha sido además amplificada por las persecuciones históricas y de manera terrorífica por la pretendida “solución final”. Desde la Segunda Guerra Mundial, memoriales distribuidos por todo el mundo, incluyendo decenas de campos de concentración y de exterminio convertidos en lugares de memoria, recuerdan las atrocidades cometidas por los nazis y sus aliados. Todo ello explica en parte lo que estamos presenciando estos días: hechos que son deplorables y que tendrían el reproche absoluto de ser cometidos por otro, son justificados o minusvalorados por proceder de Israel, que apela a su “derecho a defenderse”.

Gaza, que David Cameron describió con tino como una “prisión al aire libre”, es una constatación de cómo las víctimas pueden convertirse en victimarios e infligir a otros el mismo daño que ellos mismos sufrieron. Otro historiador también judío, Norman Finkelstein, hijo además de prisioneros de los campos de concentración, ha contado la historia de esa tierra y de su gente en Gaza, una investigación sobre su martirio, que estos días está vendiéndose por miles aunque el libro tiene ya años. De la lectura del texto, muy documentado, solo puede extraerse una conclusión: lo que allí sucede es un crimen de lesa humanidad cometido por el Estado de Israel, que asfixia a dos millones de palestinos, la mitad de ellos menores, sin permitirles salir y sometiéndoles a indignidades y penurias inhumanas.

Sin embargo, ahí están, en línea con los viejos argumentarios de la campaña de comunicación mejor orquestada del mundo, las frases que mantienen viva la narrativa épica: un pueblo que tiene derecho a ocupar un determinado territorio porque así lo determinan los textos sagrados y que es llamado a “retornar” a él, y la identificación más o menos sutil de Palestina (otra nación milenaria también asentada desde su origen en ese mismo territorio) con Hamás, que es el ISIS, que es terrorismo. Por tanto, “Palestina es terrorismo”. En consecuencia, quien ose defender a los palestinos o señalar la gravedad de los ataques israelíes es antisemita y se sitúa del lado de los nazis o de los terroristas.

La abrumadora prevalencia en estos días del relato israelí sobre el palestino no es casual ni coyuntural. Es la consecuencia de un trabajo consciente, sistemático y tenaz, de construcción de una narrativa nacional cuidadosamente diseñada y contada, que posee valiosísimos recursos: un pueblo fuertemente identificado con una tradición común y con una historia épica de persecución y resistencia, una comunidad poderosa e influyente distribuida por todo el mundo, y una llamada a colonizar una tierra que se considera propia. Los llantos de los niños y los padres y las madres palestinos son solo un efecto colateral, inevitable, del supuesto derecho del pueblo judío a su supervivencia. Si hay un ejemplo vivo de la fuerza de un relato colectivo y de cómo ponerlo en escena, ése es Israel.

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