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Plaza Pública

El desenganche

Javier de Lucas

En una reciente comparecencia, el portavoz Sr. Homs enunció en términos muy gráficos el próximo paso del proyecto soberanista que impulsa el Govern de la Generalitat (además de CDC, ERC y agentes de una parte de la sociedad civil catalana): se trata de “desengancharse” de la legalidad española, que es opresora de "Catalunya" (sic). La tesis ha sido confirmada en la presentación de la candidatura Junts pel si, a la que no faltan motivos para denominarla, menos pretenciosamente, Mas&co. Pues parece un artificio para asegurar sobre todo la permanencia en el poder de Mas, sus allegados y el sufriente Junqueras. Antes y después de la presentación de la candidatura, se repitió hasta la saciedad la identificación de Catalunya con esta opción y con el nombre de Mas: quien no la vote, vota "contra Catalunya".

Ya estamos acostumbrados al uso y abuso de la sinécdoque (la parte por el todo) que tan “natural” parece a ciertos sectores del nacionalismo: lejos de la retórica de la Catalunya país de acogida y sociedad plural, a la hora de la verdad, Catalunya y su sociedad civil sólo es lo que expresan una parte de ellos, los verdaderos catalanesverdaderos, esto es, los que, además de catalanistas, son soberanistas: los otros son “colonos”, muchos de ellos inconscientes de serlo, a los que en todo caso habrá que reeducar. Sinécdoque es también identificar España o el Estado español con un Gobierno (el Gobierno Rajoy). Lo que constituye la novedad es ese descubrimiento de que "la legalidad española es opresora", es decir, no es una legalidad aceptable. Lo que constituye la novedad es ese descubrimiento de que la legalidad española es opresora, es decir, no es una legalidad aceptable. Para justificar su tesis, ese modelo del esprit de finesse, qué digo, de sagesse, que es el siempre ocurrente portavoz Homs –ahora superado por el tránsfuga Romeva, que parece empeñado en emular en gestos de chulería/prepotencia al mismo Varoufakis–, se permitió ilustrarnos con el argumento de que, legalidad por legalidad, también era legal la dictadura de Franco (o el Derecho del Führer, le faltó añadir). Pero, al igual que la actual legalidad española, afirmó nuestro fénix del ingenio jurídico-político, se trata de legalidades "inaceptables".

Cuando Homs habla de "legalidad española", no se refiere a esta o aquella ley, ni a esta o aquella institución, ni siquiera a un Gobierno. Habla del sistema de legalidad del Estado español, de la legalidad vigente, lo que en un sistema democrático quiere decir el orden jurídico constitucional (por cierto, votado libremente y aceptado mayoritariamente, ambas cosas en mayor grado en Catalunya que en la mayoría de las comunidades autónomas). Un orden que también por decisión libre y mayoritaria tiene reglas para ser reformado, incluso para dar paso a un nuevo proceso constituyente si, conforme a las reglas aceptadas, se considera mayoritariamente necesario. Y, ya que estamos en detalles, la legalidad catalana, su Estatut, su Generalitat, su Parlament, forma parte de esa legalidad española, porque, pese a románticas ensoñaciones, nace de la Constitución española de 1978.

Sin duda, al Sr. Homs, como al Sr. Romeva, le convendría haber tomado un curso rápido sobre la distinción entre legalidad y legitimidad, para enunciar sus aseveraciones de forma algo más racional y razonable. En ese caso, podría haber sostenido que, a su juicio y al del proyecto soberanista del que es portavoz, la legitimidad legal –dicho a lo Weber– del sistema jurídico-constitucional que nace de la Constitución española de 1978, pese a que se asentó en un muy mayoritario voto popular, está hoy agotada. O que la legitimidad democrática de origen habría perecido por ilegitimidad de ejercicio, esto es, por los abusos, desafueros y agravios cometidos contra Cataluña en violación del propio orden jurídico constitucional y por las humillaciones constantes a las que se habría sometido al pueblo catalán y a sus símbolos y señas de identidad (la infracción de la legalidad constitucional, la desobediencia a los órganos constitucionales por parte de autoridades de la Generalitat o las ofensas a los símbolos y señas de identidad de España de acuerdo con esa lógica, no serían tales, sino muestras de legítima resistencia). Pero no, Mas & co prefieren la descalificación de la legalidad opresora por la vía del memorial de una nación agraviada, que tendría derecho natural de autodeterminación, un derecho hoy presentado en los términos de la opción por la secesión y con un procedimiento, condiciones y plazos unilateralmente dictados. Esto es, de forma absolutamente diferente respecto a otros ejemplos de los que falazmente se echa mano (Canadá, Escocia), porque en ellos todos los términos de la consulta fueron objeto de negociación. Dicho sea de paso, si no ha sido así en el caso catalán es también en gran medida gracias a la negativa empecinada del Gobierno Rajoy a negociar nada de nada: su único mensaje parece el “no, no, no”, como ha caricaturizado el espléndido Polonia. Por eso ha prosperado la vía extrema de una Declaración Unilateral de Independencia (DUI), lo que, a mi juicio, le pondría muy difícil el refrendo de la comunidad internacional.

El núcleo de la cuestión es cuándo y por qué la legalidad deja de serlo, cuándo deja de ser aceptable y se convierte en opresora. A mi juicio, teniendo en cuenta el Derecho comparado, en el caso de Catalunya no se pueden invocar los supuestos de agresión, graves violaciones de los derechos humanos, ni situación colonial, porque estamos ante un orden que es, con todos sus defectos, democrático. Y en el juego democrático, para decidir que una legalidad ha dejado de vincular, no basta con la política de hechos consumados, con una decisión unilateral que enuncia esa valoración y actúa en consecuencia, porque ese procedimiento supone romper con los requisitos de la democracia. Salvo que constatemos que se han perdido los elementos sin los que no existe un juego democrático. Que es precisamente aquello en lo que insiste una parte del bloque soberanista en Catalunya: la democracia española no es democracia, no tiene calidad de democracia. Ergo en nombre de la democracia, romperemos con el orden jurídico-constitucional español. Sin embargo, me parece que a cualquier observador ecuánime tal afirmación le parecerá una hipérbole inaceptable.

Considero evidente que la nuestra es una democracia manifiestamente mejorable, sobre todo por el detrimento que han causado los sucesivos Gobiernos que la han administrado y en particular el del Sr. Rajoy, en la aplicación de las reglas de juego, en el respeto a sus principios y normas básicos (hablo incluso de derechos fundamentales). Pero de ahí a hablar de opresión, de legalidad muerta e inservible, hay un salto lógico que no parece posible fundamentar. Sobre todo si atendemos a la alternativa que se nos propone por parte de quienes nos anuncian que hay que desengancharse de tal legalidad opresora.

El desenganche sólo se puede llevar a cabo por dos vías. Una, la revolucionaria. Damos un golpe de Estado, en nombre de la democracia, de la libertad y del pueblo, of course, encabezamos una revolución e imponemos el orden nuevo. Pero en ese caso no hay desenganche, sino ruptura revolucionaria (y no hay que tener miedo a las palabras). La otra vía exige el paso de una legalidad a otra legalidad. Pero eso implica respetar los principios de modificación de la vieja legalidad que se quiere sustituir, y digámoslo claro, no es eso lo que se proponen los impulsores de este proceso. Aquí la operación se produce a arbitrio de parte, es decir, cuando y como les parece mejor, incluido el engaño a los representantes de la legalidad inaceptable, claro, según han reconocido expresamente sus impulsores, lo que hace casi imposible la negociación: ¿quién negociaría con alguien que proclama a los cuatro vientos que su estrategia consiste en meterle goles a la otra parte, incluido el engaño? Por eso, creo que no hay tal desenganche, que es sólo un eufemismo para plantear una ruptura que, habida cuenta de la escasa vocación revolucionaria que tiene Mas & co, no puede llamarse así. Se trata de un nuevo Thermidor, como diría mi admirado amigo Gerardo Pisarello, aunque temo que es probable que no esté de acuerdo con mi análisis.

Y si esto es así, semejante proceso nos abocaría al solipsismo más agresivo: el de aquel en el que la única ley aceptable es mi ley, que cantaba Melendi. Y de eso algo nos enseña la historia. Un planteamiento de ese corte es incompatible con la democracia, porque es incompatible con dos principios básicos, dos condiciones sine qua non del juego democrático. El primero, el pluralismo: si cada uno que disiente debe tener derecho a crear su propia legalidad, es que no es posible la legalidad compartida por ciudadanos libres y diferentes, sino sólo por los que piensan al unísono (los verdaderos ciudadanos, los verdaderos catalanes, digámoslo a la Forcadell). Y el segundo, el respeto a las reglas del juego democrático. El valor de una democracia se mide por su capacidad para albergar (es decir, para no excluir) a las minorías. Siempre habrá alguien, uno o incluso varios grupos, cuyo voto diferirá del voto del resto de los ciudadanos que son mayoría, y es necesario que se pueden expresar, que puedan aspirar a convencer al resto, que tengan cauces para impugnar la legalidad de la mayoría, para reformarla. Pero si aceptamos que todo aquel que no está en mayoría tiene el derecho (o se ve obligado, que para el caso es igual) a rechazar la legalidad nacida del voto mayoritario, a desengancharse pura y simplemente de ella, sin necesidad de seguir (ya no digo agotar) los procedimientos que permiten reformarla, no habrá garantía, ni seguridad jurídica, ni igual libertad para nadie que no sea miembro auténtico de la omnímoda voluntad constituyente.

Los líderes de la operación de secesión ya han dejado claro que, en puro juego de mayoría, para poner en marcha la DUI basta tener el 51%. Lo que no es muy coherente que digamos con el hecho de que el Estatut exija una mayoría mucho más cualificada para cuestiones de menor entidad, como elegir el Sindic de Greuges o modificar el Estatut. Supongamos que el 51% de los diputados del nuevo Parlament salido de las urnas el 27 de septiembre ratifican lo que han adelantado Homs y Romeva esto es, el tan manido desenganche. ¿Con qué argumentos obligarán al 49% restante (o al 40, o al 30) a aceptar la nueva legalidad, si éstos la entienden, a su vez, como opresora? ¿Por qué aceptar su Agencia Tributaria, su Policía o su versión de la historia?¿Por qué pagarles impuestos si van a ir a fines que no son del agrado de ese 40%? ¿Por qué no desengancharse a su vez –individual o colectivamente– de lo que para ese grupo no mayoritario sería, a su vez, un remedo de legalidad? Pero claro, coherencia, lo que se dice coherencia, parace mucho pedir a quienes enfáticamente aseguran que en caso de ganar el 27-S empezarán el proceso de independencia y que, si el Estado no negocia ese proceso, tal y como ellos lo han decidido, entonces proclamarán la independencia.

Asuntos pendientes tras el ‘caso Matisyahu’

Legum servi sumus ut ilberi ese possumus, escribió Cicerón. El imperio de la ley, el respeto a la ley (legítima) es condición de seguridad jurídica, de la igual libertad de todos los ciudadanos. Quien lo quiebra a su arbitrio no podrá impedir, sin incurrir en contradicción, que el arbitrio –y no la ley– sea la verdadera norma básica. Eso es de una grave irresponsabilidad social y política. Y muestra que el proyecto nace con un déficit democrático imposible de restañar.

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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universitat de València.

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