En defensa de las decisiones políticas para gestionar la pandemia

Imagínense que la pandemia fuera gestionada en exclusiva por un grupo de prestigiosos epidemiólogos que hubiesen de tomar decisiones aplicando únicamente los criterios de su disciplina. Probablemente llevaríamos sin salir de casa desde el mes de marzo de 2020, la economía se habría ido al traste, la escasa producción que quedara sería objeto de saqueos y especulaciones múltiples y el número de muertes se habría multiplicado, no ya tanto por el virus, sino por la crisis económica y los capítulos de violencia social.

Vámonos al otro extremo y supongamos que Boris Johnson hubiera podido cumplir sus proclamas y hubiera decidido que, ante la pandemia, el mejor Gabinete posible para gestionarla sería el compuesto por un conjunto de economistas obsesionados con evitar los impactos sobre el sistema de producción y consumo para conseguir así que la economía siguiese funcionando. No hace falta imaginar mucho las consecuencias porque ya vimos lo que ocurrió en Reino Unido durante la primera ola: cifras récord de muertos, sin conseguir, además, mantener a flote la economía.

Estos dos escenarios extremos son grotescos y no pasan de ser un ejercicio de política ficción. En primer lugar, porque, como ya aprendimos, la oposición salud–economía no es tal, y en segundo porque la realidad se muestra mediante una extensa paleta de grises, y su gestión supone saber combinar esos tonos intermedios.

El peligro de la antipolítica emerge cuando se quiere contraponer ciencia a política. No sólo no son contrarias, sino que se necesitan la una a la otra. La política no tomará buenas decisiones si no se basa en la ciencia; pero la ciencia no podrá cumplir su función de conocimiento para el bien común si no entiende la realidad social en la que opera. No olvidemos que el virus es un problema que debe resolverse en el laboratorio, pero que la pandemia es un desafío social.

El problema, desde mi punto de vista, es que no tenemos suficiente política para gestionar la pandemia, y eso dificulta la explicación de los motivos que llevan a tomar unas decisiones y no otras. Tras la polémica conferencia de presidentes en la que se optó, entre otras medidas, por imponer las mascarillas en exteriores, nada se explicó sobre el cambio de criterio que se estaba produciendo en ese momento, con apenas acciones comunes para gestionar la avalancha de contagios. Buena parte de las lecturas que se hicieron detectaban una actitud cobarde de miedo a imponer mayores restricciones suponiendo que ello sería penalizado luego en las urnas. Sin embargo, una mirada al CIS nos dice que el porcentaje de conformidad con las medidas adoptadas por el Gobierno en los momentos más duros de la pandemia estuvo casi siempre por encima del 85%, y que aún en los meses de septiembre y octubre de 2021, constatado ya el éxito de la vacunación y en un momento dulce donde parecía que había pasado ya lo peor, todavía el 35% de los encuestados en septiembre y el 20% en octubre seguían abogando por normas más estrictas que las existentes en aquellos momentos. No existe en España, de momento, un estado de animadversión general hacia las restricciones. Si alguien alberga dudas, que eche un vistazo a las cancelaciones de viajes y celebraciones que, de forma voluntaria, se han hecho durante los últimos diez días a la vista de los datos de contagios.

Si en el primer año la pandemia mostró que salud y economía no pueden ser contrarias, en el segundo nos ha enseñado que la ciencia y la política no pueden jugar en equipos distintos, pero cada una ha de cumplir su papel

¿Cuál puede ser, entonces, el motivo de este cambio de política? Cuando la recuperación económica empezaba a tomar vuelo, y desde septiembre la ciudadanía decía estar –nuevamente, según el CIS– más preocupada por la economía que por la salud, la sexta ola ha supuesto un mazazo donde más duele: en las expectativas de fin de la pesadilla y de recuperación económica. Teniendo en cuenta la tasa de vacunación y la menor hospitalización, la gran mayoría de las últimas decisiones se han tomado primando el factor económico y el del ánimo, en una suerte de operación “salvemos la Navidad” cuyas consecuencias veremos en las próximas semanas. Se espera así que la economía, en un momento especialmente sensible como es este periodo de celebración y alto consumo, no se resienta demasiado, y que, a la par, la sensación de luz al final del túnel se mantenga. Es cierto que no somos el único país que ha optado por esta vía, pero tampoco todos han tomado dicho camino.

Más allá de los resultados de tal modelo de gestión —que están por ver—, el problema no es que se haga prevalecer la economía y la expectativa de vuelta a normalidad sobre la salud —cuestión sujeta a debate y cuestionable, como todas—, sino que se haga sin explicitar de forma clara los motivos que han llevado a ello. De esta manera, se imposibilita hacer política porque se le niega a la política su papel de cuestionamiento de las decisiones, de búsqueda de alternativas, de valoraciones que cambian al ritmo de una realidad incierta. Y encima se hace con un giro estratégico de enorme calado, dejando a la luz un claro alejamiento de los criterios de los epidemiólogos sin explicar el porqué.

Como se ha hecho evidente en estos dos años, y ahí están los datos del CIS y otros estudios para corroborarlo, la sociedad española, habitualmente respetuosa con las normas y mayoritariamente responsable en su cumplimiento, sigue preocupada por la pandemia y sus múltiples derivadas, y ansía volver a creer que lo peor ha pasado. Pero para eso necesita entender la situación paso a paso y percibir coherencia entre lo que ocurre en cada momento y las decisiones que se van tomando, que forzosamente han de ser cambiantes como lo es el conocimiento científico.

Si en el primer año la pandemia mostró que salud y economía no pueden ser contrarias, en el segundo nos ha enseñado que la ciencia y la política no pueden jugar en equipos distintos, pero cada una ha de cumplir su papel. Que la ciencia siga persiguiendo el conocimiento, que bastante tiene, y que la política haga su función de tomar decisiones compartidas, calibradas y conscientes en un entorno complejo y muy fluido.

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