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Explícales a tus hijos qué son los "centros de enfriamiento", y que ellos no los necesitarán (si hacemos lo que hay que hacer)

Cristina Monge nueva.

50 a los 50. Cincuenta grados de temperatura en los cincuenta grados de latitud norte. Muertes, incendios y catástrofe. No es una novela de ciencia ficción; acaba de ocurrir. Sabíamos que sucedería, pero tal vez pensábamos que el desastre no nos iba a alcanzar tan pronto. Ahora ya está aquí.

Hace tiempo que los científicos advierten, con práctica unanimidad, que el cambio climático ni es un problema de futuro ni es una amenaza para el planeta. No. El cambio climático es un problema del presente y una amenaza para los seres vivos del planeta, humanos incluidos, pero no para el globo, que tiene infinitas posibilidades de sobrevivir. Los que nos jugamos la vida somos nosotros, que a nadie se le olvide.

Si alguien tenía duda, que repase esa sorprendente actualidad que se ha producido en Norteamérica. En el oeste de Canadá y el noroeste de Estados Unidos se han alcanzado temperaturas de más de 49 grados sin bajar de 20 muchas noches. No es el Sahel ni el cuerno de África; se trata de la Columbia Británica y de Oregón, situados a una latitud similar a la de Berlín. Tras varios días soportando temperaturas máximas, el pueblo canadiense de Lytton ardió por los cuatro costados en apenas 15 minutos.

En Oriente Próximo las altas temperaturas están poniendo a prueba hasta al propio ejército estadounidense (como cuenta aquí Orient XXI) y en numerosos países el desafío climático es objeto de estrategias de seguridad nacional. Desde la producción de arroz en el sureste asiático hasta la supervivencia física de ciudades costeras en el pacífico, están amenazadas por el cambio climático.

Mientras se investigan cientos de muertes atribuidas a esta ola de calor, viene a la cabeza aquel verano sofocante en Francia, donde las autoridades hablaron de 3.000 muertes y los estudios más recientes afirman que prácticamente llegaron a los 15.000. (Es difícil acertar con el cálculo de forma inmediata y hay que esperar a los estudios estadísticos).

Una de las imágenes más distópicas que se han podido ver estos días es la de personas, acompañadas algunas de mascotas, descansando en “centros de enfriamiento”, pabellones públicos refrigerados habilitados por las autoridades para evitar males mayores.

El cambio climático es, sin duda, el mayor desafío al que hemos de hacer frente como humanidad. Si aún hay quienes dicen que aplicar políticas ambiciosas para combatirlo resulta caro y exige cambios profundos y difíciles, que prueben a no hacerlo e incluyan en las cuentas de resultados las muertes provocadas y las cuantiosas pérdidas económicas que sobrevendrán. Eso sí: podemos debatir a cuánto cotiza cada vida. Como ocurre con los grandes problemas, los más débiles, los más vulnerables, son los que peor lo tienen. Porque el cambio climático, como la pandemia, es implacablemente clasista y no deja de ser un catalizador y amplificador de problemas previos, un agravante de las dificultades que ya cada cual tiene.

De la misma manera que hoy sabemos que las condiciones de vida (vivienda, número de personas convivientes, tipo de trabajo...) han sido determinantes en el contagio del covid, también el cambio climático afecta más a quienes no disponen de aire acondicionado para hacer frente –o de una buena calefacción en las olas de frío provocadas por el mismo efecto-, a los más pequeños y los más mayores, y por supuesto a los enfermos crónicos.

Cinco olas, cinco revelaciones

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Todo esto nos coloca en una situación de crisis climática que hay que abordar como tal. Y digo crisis y no emergencia porque estas últimas son puntuales, pero lo del clima viene de lejos y va para largo. Además, a fuerza de hablar de emergencia, corremos el peligro de empezar a acostumbrarnos y que opere el efecto “Pedro y el lobo”. La idea de emergencia, unida a una comunicación catastrofista, no ha sido muy útil en la lucha contra el cambio climático. A las pruebas me remito.

Es cierto que en poco tiempo España ha podido disponer de una Ley –recién aprobada-, de un Plan Nacional Integrado de Energía y Clima –la clave de todo esto-, y no hay entidad que se precie o empresa con un mínimo de sentido común que no haya entendido que tiene que acelerar la transición hacia eso que se llama la “economía verde”. Sin embargo el ritmo es desesperadamente lento, y el último informe del IPCC -los científicos que asesoran a Naciones Unidas en la materia-, filtrado hace unos días, deja ver un escenario devastador. Frente a todos los esfuerzos, las emisiones de CO2 siguen subiendo. Y el tiempo se acaba. Los científicos de este informe, filtrado a France Press, lo resumen así: “La extinción de especies, la generalización de enfermedades, el calor insoportable, la destrucción de ecosistemas, ciudades amenazadas por la subida de los mares; estos y otros efectos devastadores se están acelerando y serán penosamente visibles antes de que un niño nacido hoy cumpla 30 años”. Así que si acabas de tener un hijo, una nieta, o tienes algún pequeño por ahí cerca, enséñale lo que es un centro de enfriamiento, porque lo va a necesitar. Salvo que hagamos lo que hay que hacer, claro está. Y podemos hacerlo.

Porque, ante esta situación, se pueden tomar dos caminos: el de la alarma paralizadora –no hay nada que hacer, es complicadísimo cambiar todo esto, cuántos años llevamos oyendo hablar de emergencia y aquí seguimos...-, o el de la crisis movilizadora. La que escribe lleva años apostando por la segunda. Ver la crisis ambiental y la transición ecológica en términos de oportunidad, como un camino que nos lleve a una vida mejor para todos y todas –los que estamos y los que vendrán-, entenderla como lo que es, una fuente de empleo y riqueza, y desterrar cualquier señal que suene a excusa, ¡y anda que no hay!

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