'¿Era su hija ligona?' y las preguntas que ya no toleraremos nunca más

A Nagore Laffage la mató Diego Yllanes el 7 de julio de 2008. Se conocían de la facultad, pero esa madrugada —la primera de sanfermines— se encontraron en un bar y decidieron irse juntos. Cuando llegaron a la casa del tipo, él la intentó violar, ella se resistió y como respuesta él le dio una paliza brutal y acabó estrangulándola

Durante el juicio, en el que Yllanes se justificó diciendo que todo había sido un malentendido y alegó ir borracho para reducir su condena —algo que consiguió—, el juez dejó al jurado popular hacerle algunas preguntas a la madre de Nagore durante su declaración. De todas las cuestiones que podían haberle planteado, se decantaron por esta: ‘¿era su hija ligona?’ Cómo pueden resultar tan demoledoras solo cuatro palabras. 

Ocho años después, en ese mismo lugar, una joven de 18 años fue violada en un portal por cinco hombres. Lo denunció y consiguió sentar a los agresores en el banquillo, a pesar de que hubo quien trató de señalarla y convertirla en la culpable. Difícil olvidar que la defensa de ellos contrató a un detective para que comprobase si llevaba una vida normal, como si eso, una vida normal, se pudiera enmarcar en una definición universal y homogénea, exenta de matices. Una vez más el estereotipo de la víctima perfecta que, les adelanto, no existe: si la mujer se muestra afectada, exagera. Si rehace su vida, miente. 

Entre el crimen machista de Nagore y la violación de La Manada hay una fecha marcada en violeta intenso en el calendario: febrero de 2014. El ‘Tren de la Libertad’ supuso un antes y un después en la lucha feminista, esa por la que muchas compañeras llevaban peleando décadas. Nunca antes un movimiento había conseguido que un ministro dimitiera. Lo hizo el de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, después de que las protestas sociales tumbaran su restrictiva reforma de la ley del aborto.  

Apartamos el miedo y la vergüenza. Le pusimos nombre a la violencia sexual y gritamos que la culpa no era nuestra. Verbalizamos lo que todas sabíamos: que los violadores no siempre son hombres siniestros que esperan en un callejón oscuro a punta de navaja

Volvamos a 2017. En la primera sentencia de La Manada, un juez vio un jolgorio y el resto consideró que era abuso sexual porque no había violencia ni intimidación. Eso incendió la calle. La mecha feminista había prendido y muchas despertamos en ese momento. Nos supimos juntas, acompañadas. Apartamos el miedo y la vergüenza. Le pusimos nombre a la violencia sexual y gritamos que la culpa no era nuestra, ni dónde estábamos ni cómo vestíamos. Verbalizamos lo que todas sabíamos: que los violadores no son hombres siniestros que esperan en un callejón oscuro a punta de navaja. De hecho, el 80% de las violaciones se producen en el entorno de la víctima, por lo que para una mujer es más habitual sufrir una agresión en su propia casa que en la calle. 

De la rabia de aquellos días nació un gritó que se convirtió en ley gracias al movimiento feminista y a un ministerio de Igualdad valiente y comprometido. Con el consentimiento en el centro hubo quien se lanzó a decir que ahora necesitaríamos contratos para follar. Aún estoy esperando que me enseñen alguno. 

En tiempos de negacionismo y de fuerte reacción machista ante las conquistas logradas, es más que necesario recordar los hitos que nos han traído hasta aquí y que nos han convertido en uno de los países formalmente más igualitarios del mundo. Tenemos mucho camino que recorrer, pero son esos cambios legislativos los que generan el debate social que nos permite dar pasos como sociedad. 

Piensen en lo que ocurrió con la jugadora de fútbol Jennifer Hermoso. Cuando, en agosto de 2023, Luis Rubiales la besó sin consentimiento durante la celebración del Mundial, enseguida supimos que aquello no era un desagradable ‘piquito’ sin más, sino que podría ser una agresión sexual. Supimos, también, que hasta ahí habíamos llegado, que aquello se había acabado. ¿Lo hubiéramos tenido tan claro si previamente no hubiéramos hablado de consentimiento? Permítanme que lo dude.

El feminismo es emancipador, un motor que transforma. El movimiento social más potente que hay. Y claro, es incómodo y suele molestar a quien lo ve como una amenaza a sus privilegios y no una oportunidad de cambio. También es diverso: los debates en torno a la prostitución o la ley trans —en ocasiones, demasiado agresivos— son un ejemplo de ello. Pero en su naturaleza está argumentar y confrontar. Buena prueba de ello es el acto que organizó infoLibre el pasado martes en Madrid, en el Círculo de Bellas Artes, que logró reunir a mujeres con planteamientos diferentes como la exministra de Igualdad, Irene Montero, o la investigadora y socióloga Rosa Cobo.

A Nagore Laffage la mató Diego Yllanes el 7 de julio de 2008. En el juicio, a su madre le preguntaron si su hija era ligona. En su día, esa pregunta dolorosa, mal intencionada e irrelevante en el crimen machista, no causó ni el rechazo ni el revuelo que estoy convencida causaría hoy. Si algo ha conseguido el feminismo es que no nos callemos nunca más.

Por eso, hoy, y cada 8M, salimos a la calle a reivindicarla a ella, a reivindicarnos a todas.

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