Plaza Pública

Hungría no es de sus gobernantes

Javier Pérez Bazo

Duele mucho la actualidad de Hungría. La desdicha, la penuria y el hambre llegaron a su capital desde el otro lado de una alambrada de concertinas e indignidad que marcan la frontera serbo-húngara. Como otros compañeros de destierro, eran los huidos del miedo y de la muerte. Como otros muchos tuvieron los raíles del ferrocarril como guía de su marcha y anclaron su esperanza en un tren que los llevara desde tierra húngara a otra Europa.

Las dos estaciones de Pest son hermosas. La más urbana, Nyugati, adeuda su estilo a Eiffel; la del este, Keleti páliyaudvar, al final de la avenida Rákóczi, guarda en su neorrenacentista pabellón de entrada y en sus andenes las cicatrices de una historia que revuelve estos días la bilis de la memoria.

Desde ella partieron las deportaciones de húngaros judíos a Ucrania y a los crematorios de Auswitch (casi medio millón a finales de la primavera de 1944). He reconocido su fachada neoclásica; el recuerdo se me escapa al día en el que, a mi regreso de Viena, la nieve retuvo al tren cerca de Abda, allá al norte, donde después de obligarle a caminar por campos de trabajo forzado, los fascistas del Nyilaskeresztes Párt (los Cruces Flechadas) fusilaron a Miklós Radnóti, el poeta nacional más desconocido en Occidente pese a su excelencia. A él también le arrancaron de Budapest en un vagón que salió de Keleti.

Mientras redacto estas líneas, los refugiados continúan el periplo de su destierro hacia Austria y Alemania, a pie o en autobús, entre la solidaridad de los húngaros. Fue una multitud dispuesta a subirse a cualquier convoy, pero las autoridades magyares decidieron suspender el tráfico internacional y cerrar la estación… Hasta que algún preboste quiso achicar el caos mediante una cruel artimaña.

Un tren regional, tomado al asalto, salió de la capital, pero no hacia Sopron, cerca de la frontera austriaca, sino para detenerse poco después, en Bicske, donde están los campos de detención y registro. Cundió entonces el temor y con el embuste volvieron los fantasmas de antaño. Una estación pierde su razón sin salidas ni llegadas, sin encuentros ni sueños. La espera en un tren detenido es desesperante, dramática la incertidumbre.

La ciudad más hermosa que abraza el Duna ha alzado su voz y se ha levantado contra la crueldad, su solidaridad pretende ensuciarla la camorra de los grupos neofascistas. Hungría es un país hospitalario, doy fe de ello tras convivir durante cuatro años con sus gentes y cultura. El pueblo magiar no merece que se le identifique con la actitud groseramente inmisericorde, insolidaria y xenófoba de sus gobernantes.

El primer ministro Viktor Orbán, jaleado por la extrema derecha del Jobbik, persiste en agrandar el abismo que separa una Hungría europea de otra ultranacionalista y aprovecha cualquier ocasión para inocular por doquier todos los venenos de su ideología. En la actual crisis no podían faltar su "cuño" y letra para sacar tajada y pasarse por la entrepierna cualquier reprobación, venga de donde venga: la culpa es de Alemania (por el efecto llamada) y de los propios exiliados, dijo sin el menor rubor en Bruselas.

Pero en verdad, Orbán es el único responsable del trato deshumano a los refugiados al violar la convención de Ginebra sobre el obligado asilo humanitario, al vulnerar los derechos humanos, al mostrar al mundo su capacidad para levantar otra valla fronteriza más disuasivamente humillante y al aprobar de inmediato leyes sobre inmigración con el fin de justificar (lo veremos) las cruentas represiones policiales, los campos de reclusión o la cárcel.

Imagen de la estación de Keleti estos días (Hungría). | J.P.B

Viktor Orbán es uno de esos políticos transformistas húngaros, que definiera Claudio Magris, ridículo salvapatrias, calculador, desdeñoso y hasta despiadado frente a la desventura ajena, de una arrogancia diplomática que molesta, un tipo que abrevia la mirada con desasimiento cuando da la mano a quien saluda. El mismo que al abrigo de la parálisis europea, desenmascarado ahora, se erige mesiánicamente en el protector de Occidente, en flagelo de musulmanes. Patética conducta la suya para hacerse hueco en el friso de los héroes de mismo pelaje. Pero Hungría no es como sus gobernantes.

Mientras contemplamos el penoso peregrinaje hacia Occidente de estos proscritos, las medidas de emergencia político-sociales apremian. De otro modo Europa, incapaz hoy de evitar más tragedia y muertes, llegará demasiado tarde a contener esta diáspora que en un altísimo porcentaje viene para quedarse. El problema ha de resolverse en su origen. Mediante ayudas al desarrollo que reduzcan las salidas del país, pero también mediante el reconocimiento y la aplicación común del estatuto del refugiado y velar por su integración.

Ahora se dice necesaria una mayor cooperación con las tierras del éxodo, pero en lo que nos concierne a los españoles, ¿cómo explicar sin hipocresía los recortes aplicados en esta materia por el gobierno de Rajoy? Hay quien aboga por las concesiones de asilo en el país de procedencia, pero ¿cómo tramitarlas entre las ruinas y el terror de la guerra en Siria, por ejemplo? Por cordura, urgencia y solidaridad se impone que el exiliado por razones políticas pueda obtener sin obstáculos asilo en cualquier país comunitario o de tránsito hasta alcanzar el de destino o término. Entre tanto, parece prioritario solucionar la acogida en las fronteras, especialmente griegas e italianas.

La laxitud y la acción tardía de Europa exasperan. Recordemos las premuras para resolver la deuda griega antes de aceptar su rescate; entonces se sacaron madrugadas de negociación hasta debajo de las piedras. En cambio, han hecho falta imágenes idénticas a otras de tiempos de proscripción y la de un niño inerte acariciado por la espuma sobre una playa turca para remover la pereza de algunas conciencias; y aún así, otras ni siquiera se sonrojan ante la tardanza de la reacción europea, como tampoco ocultan su ocurrencia xenófoba de aceptar refugiados según sea su creencia religiosa o al rotular números en los brazos del éxodo que llega a la República Checa, ignominia de tristísima memoria.

Mientras Europa muestra su cara más insolidariamente cicatera, se parchean propuestas como la del reparto de refugiados por países. La posición inmediata de España fue regatear miserablemente la cuota asignada y sigue con mil reparos. Los ministros de Interior y de Exteriores han toreado al alimón la mezquindad al dictado de su credo cristiano y del cinismo de su señor.

Puestos los primeros apósitos a esta enorme herida humana, que Orbán dejó desangrarse en las cuchillas fronterizas, en Keleti y en los campos, la UE aún está a tiempo de adoptar, más allá de las apariencias y la elocuencia, una política común capaz de reformar la regulación migratoria y acabar con la economía criminal de las mafias sistémicas.

Y en esta actitud reformadora, de reinvención de Europa y de sus fronteras "morales", cabe incluir la emigración de la pobreza y el hambre. Se requiere respetar los derechos fundamentales del inmigrante, flexibilizar los acuerdos de Schengen-Dublín y negociar convenios entre los países de flujo migratorio y los de acogida; combátase reduciendo los gastos militares y no aumentándolos como ha hecho el ministro Morenés, con ayudas a la cooperación… Dejarse llevar por la inercia de la nada o del parcheo cosechará más dramas migratorios sembrados por guerras civiles inducidas o provocadas y por la miseria. En definitiva, la reencarnación del éxodo y el llanto, la del mismo destierro que cantara León Felipe desgarradoramente.

Hungría empieza a construir una valla en su frontera con Croacia

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Javier Pérez Bazo

exdirector del Instituto Cervantes de Budapest y catedrático de la Universidad de Toulouse-Jean Jaurès

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