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Como guepardos frente al robot

Zoológico de Sídney, junio de 2021. Unitree, una empresa tecnológica china, lleva a cabo un experimento para comprobar cuál será la reacción de diferentes animales ante uno de sus robots cuadrúpedos, del tamaño de un perro pequeño. Leones y hienas observan con curiosidad desde detrás de sus cercas cómo el ingenio se mueve ante ellos. Falta la parte más importante, introducirlo en el hábitat de los guepardos. Los depredadores, que como todos los grandes felinos despiertan tanta admiración como respeto, tratan de dar al principio caza al autómata. Pero algo falla. El robot no les respeta, no se asusta ni huye, por el contrario les persigue e incluso se pone a dos patas imitando algo parecido a un saludo. Los guepardos le observan entre la estupefacción y el miedo: es algo para lo que no están preparados.

El episodio, viralizado luego en las redes sociales, pone de manifiesto la gran contradicción entre nuestra evolución y la del resto de especies del planeta. Mientras que la mayoría de animales son criaturas que utilizan sus cualidades biológicas inherentes, en un proceso que ha logrado un equilibrio entre ellas tras millones de años, el ser humano es capaz de utilizar la tecnología en un grado muy sofisticado para conseguir sus fines frente a la naturaleza. No somos la única especie capaz de utilizar herramientas, restando a algunos grandes simios e incluso aves, pero sí aquellos que hemos conseguido hacer evolucionar la técnica, sobre todo por codificarla y transmitirla, lo que nos permite no tener que empezar de nuevo en cada intento, sino elevarnos sobre el descubrimiento anterior. En los últimos cien años nuestra progresión ha sido geométrica.

Que la mayoría de animales salvajes del planeta, es decir, aquellos con los que no podemos establecer una relación de provecho económico, estén en alguna parte de la escala que les conduce a la extinción, tiene que ver con el insoportable peso demográfico del hábitat humano. No se trata de que les cacemos para obtener algún beneficio, tal y como se hacía con las ballenas para iluminar con su aceite las grandes ciudades europeas del siglo XIX, sino que somos tantos, tan extendidos y consumimos tal cantidad de recursos que las demás especies apenas tienen sitio para desarrollarse. Podemos asombrarnos al ver la reacción de los guepardos ante el robot. También entender que sólo quedan alrededor de 6600 ejemplares de estos magníficos animales, la población de un pequeño pueblo en cualquier parte de España.

La tecnología nos hace prácticamente invulnerables ante el devenir habitual de la naturaleza. Ni siquiera los grandes terremotos y tsunamis, que destruyen en unos minutos lo edificado en décadas, que provocan miles de víctimas, afectan de manera significativa a nuestra población y desarrollo. Sin embargo, en estos años, hemos vuelto a recordar la potencia descorazonadora de los virus, se nos advierte ya del peligro inmediato de las bacterias resistentes a los antibióticos. El conflicto de Ucrania despertó el miedo nuclear de mitad del siglo XX. Algunos científicos valoran la posibilidad de una tormenta solar de gran magnitud que acabe con satélites y circuitos, devolviéndonos en un abrir y cerrar de ojos al momento previo a lo digital. Para los eventos de extinción masiva no tenemos aún respuesta, a pesar de que ya vigilamos con eficacia a los cometas. Los resultados del cambio climático son una incógnita que empezamos a despejar.

Hemos avanzado tan rápido en la capacidad de imitar la realidad que no somos capaces de proteger el consenso de cómo distinguir lo cierto de lo falso. Y eso nos hace terriblemente vulnerables

Quizá por esta sensación de lo inexpugnable, parte de los esfuerzos tecnológicos se centran en la emulación de nuestra propia inteligencia, replicando de forma artificial, más que nuestros procesos cognitivos, el resultado de los mismos. Las máquinas que conversan y nos otorgan textos de factura casi indistinguible de lo escrito por un ser humano no piensan en nuestros términos, tan sólo imitan mediante un gigantesco sistema probabilístico cuál va a ser la siguiente palabra. Y funciona. Pronto los procesos más sencillos llevados a cabo por humanos serán automatizados completamente. Las antiguas revoluciones industriales significaron un progreso neto, pero un gran sufrimiento para millones de personas que en el camino de adaptación perdieron su sitio. La técnica nunca se pregunta si debe hacerse, tan sólo si se puede hacer.

Hace algunos días leí una noticia acerca de que se había creado una canción con inteligencia artificial imitando a un autor real llamado Drake. El tema titulado Heart on My Sleeve se alzó hasta las primeras posiciones de las plataformas de audio durante las horas que estuvo disponible. Todo, desde la música, pasando por la letra, hasta la propia voz del cantante, era de factura sintética, pero a su audiencia le dio igual porque el resultado era el mismo. Conformémonos pensando que la repetición de una fórmula hasta la extenuación de muchos de los más conocidos artistas hace posible que sean imitados con éxito por una computadora. Asumamos que quizá, en un breve espacio de tiempo, tendremos un nuevo disco de algún mito de la música ya fallecido que nos haga dudar de la verdadera autoría del mismo.

¿Si un sistema de inteligencia artificial es capaz de crear una canción imitando letra, música y voz, qué va a pasar en nuestras siguientes citas electorales?¿Cuánto tardarán en aparecer en los sistemas de mensajería instantánea falsos audios o vídeos de políticos expresando barbaridades que socaven por completo su prestigio? Con simples piezas de texto extendiendo mentiras, simples imágenes con cuatro datos falsos y llamativos, el efecto en la pasada década ha sido demoledor. Con las redes sociales aprendimos a segmentar a la audiencia de manera casi perfecta, pudiendo llegar hasta un segmento del público para ofrecerle el mensaje acorde a sus prejuicios. Ahora sumémosle la capacidad de fabricar réplicas de voz e imagen que sofistiquen la manipulación hasta extremos preocupantes.

¿Qué tiempo de vigencia le queda a la democracia expuesta en canal a la influencia de estas nuevas tecnologías? Existe, debería existir, el periodismo como medio para distinguir lo cierto de lo falso, pero en la era de la suspicacia extrema, también de los errores e hipotecas de la profesión, su capacidad de aseveración parece profundamente dañada. Tenemos también la capacidad de regulación estatal y supraestatal con posibilidad de veto para aquellos epígrafes que, hasta encontrar la aplicación adecuada, deban ser puestos en cuarentena. La cuestión es quién se atreverá a dar el primer paso, cuál será el primer gran desastre que nos lleve a reclamar una medida urgente que llegará tarde. También está la conciencia cívica, aquella que debería impedir la difusión de un contenido falso y dañino a sabiendas. De momento ausente.

Nuestra propia evolución socio-política no está preparada para este salto tecnológico. Hemos avanzado tan rápido en la capacidad de imitar la realidad que no somos capaces de proteger el consenso de cómo distinguir lo cierto de lo falso. Y eso nos hace terriblemente vulnerables ante los que utilizan la mentira para hacer involucionar a la democracia, que requiere, lo primero, de unas poblaciones formadas e informadas para que puedan tomar decisiones de manera consciente. Este es el asunto, no miremos hacia otro lado. Somos un par de guepardos asustados ante un robot que nos ha perdido el respeto. Y tan sólo nos limitamos a mirarle, estupefactos, para reaccionar después de que haya dado su siguiente paso.

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