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Manadas

El pelotón de ejecución machista que se hacía llamar La Manada espera en presidios civiles y militares la sentencia por el juicio más mediático de los tiempos recientes.

La Manada, vaya nombrecito. Deben de estar subiéndose por las paredes de las celdas, pensando que en qué hora se les habrá ocurrido la gracia de ponérselo a su grupo salvaje, a la vista del uso que le ha dado la canallesca ahormando con él una identificación indeleble y muy precisa de sus andanzas de machos dominantes. Porque como manada en su acepción más animal pasarán a la historia de la infamia.

Ya dijo su abogado que muy lúcidos no son. Más bien “imbéciles” afirmó el de dos de ellos en su alegato final. Y ahí si hay que darle la razón. Pero en poco más. Bueno, quizá que son buenos chicos en sus casas y sus padres les quieren, y seguro que también sus novias hasta el San Fermín negro, tras el cual es fácil que no hayan vuelto a aceptar sus regalos de San Valentín. O sí, que hasta se puede dar que les crean y les apoyen en estos momentos difíciles. Tampoco importa demasiado. Lo relevante ahora es que la Justicia diga lo que corresponda en virtud de lo que haya podido quedar demostrado y que cada cual cargue con su pena o su conciencia. O, mejor, con las dos.

Me estrené ese año en Sanfermines de la mano de mi querido y admirado Chapu Apaolaza, que ha escrito una de las más hermosas crónicas que uno puede encontrar sobre el interior de esa fiesta y la experiencia del encierro. Había gente por todas partes, mareas humanas de blanco y rojo moviéndose en todas direcciones, pandillas de turistas sin rumbo coincidiendo con familias acicaladas camino de misa o del baile, música en los bares, pelotones de bebedores de cerveza en plástico; fiesta, en fin, en lo que tiene de más sonoro y transgresor. Había ganas de divertirse y voluntad de compartir. Recorrer el centro de Pamplona, las calles por donde enfila y vira el encierro, me pareció una invitación a la vida. Había respeto, como si los invitados a esta fiesta universal para la que no hace falta reservar plaza, se te abren todas, conocieran la regla no escrita de que disfrutar en grupo es hacerlo teniendo en consideración los espacios ajenos y sin cargar al prójimo ni con tu alegría ni con tu pena, ni tu euforia ni tu borrachera. Con algún margen, por supuesto, que la perfección o es inexistente o molesta, pero atendiendo en general a que todos están en lo mismo y ninguno en pasarlo mal.

Esa ley sanferminera no escrita es una de las primeras particularidades de esta fiesta que llama la atención al visitante. La siguiente es la importancia del toro y la fuerza del encierro.

Hasta ahora, la manada era lo que recorría el centro de Pamplona desde la Cuesta de Santo Domingo hasta la plaza de toros. El grupo animal alrededor del cual se teje el carácter único de los Sanfermines, cuya entidad pasa necesariamente por esa liturgia mortal y por ello fascinante del encierro de cada mañana. A encierro y entierro sólo les separa una consonante. Y sospecho que la presencia constante y al mismo tiempo inconsciente de la muerte es lo que hace que esta cita anual en Pamplona se empache de entusiasmo y celebración festivos: se celebra más la vida cuanto más sobrevuela la muerte. Y se vive con jolgorio general y fiesta multitudinaria.

Estos tipos de La Manada humana han invertido el orden. Han despojado de nobleza al grupo animal que nos procura el secreto placer de jugar con la muerte anticipando la suya propia, le han robado la identidad para convertir la celebración de la vida en un juego de terror. Han subvertido el sentido de la fiesta y hasta el valor de la palabra, convirtiendo en abuso y atropello la relación con una adolescente, en pesadilla y robo la noche de una niña que sólo vivía fiesta, por mucho que hayan querido pintarla como un ser maduro y consciente que hasta se dejó robar el móvil, supongo que para agradecerles la consideración que tuvieron con ella brindándole sexo en grupo.

Asquea hasta escribirlo, qué quieren que les diga.

Pamplona seguirá siendo la fiesta que contó Hemingway, el encierro seguirá dando carácter a la más universal de las fiestas del mundo, y hasta podremos y deberemos seguir discutiendo sobre esta liturgia sangrienta y mortal del toro, que es arte para unos y tortura para otros –me sitúo, obviamente, entre los primeros– pero habrá que empezar a preguntarse si en ésta o cualquier otra celebración común no hemos estado siendo demasiado permeables, excesivamente generosos, en nombre de la tolerancia festiva o la transgresión, hacia comportamientos machistas o clasistas que anticipan o dan argumentos para abusos como el que estos días se acaba de juzgar en Pamplona.

Ante esta innoble subversión de valores, ¿nos preguntamos si no hemos tenido todos en algún momento parte de culpa?

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