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La maldita Torrateca

¿En qué se parecen Aristóteles y Quim Torra? En nada. Uno lleva gafas y el otro no, uno tiene cuenta de Twitter y el otro no, uno reflexionó –entre otras muchísimas cosas– sobre la importancia de lo que dices y lo que callas –“Uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras”– y el otro no. Adivinen cuál de los dos es el que no lo hizo... Muy fan de Quim el incontinente.

De la brillante colección de pensamientos aristotélicos a La maldita Torrateca que ha aflorado en estos días, hay un abismo cultural, filosófico y humano. Entre uno y otro –con todos los puntos criticables o discutibles que tiene cualquier idea y de esto no se salva ni Aristóteles–, no hay color.

Confieso que al conocer cada gota de veneno derramado, en forma de tweet o artículo, por este nuevo fichaje incorporado a la película de nuestra vida –tenemos el elenco de estrellas que ni Mars Attacks!–, sentí angustia, malestar general y me salieron dos ronchas, estoy muy sensible en primavera…

Pero tras una reflexión que, por supuesto, no está a la altura del filósofo macedonio, llegué a la conclusión de que es de agradecer la incontinencia de Quim, así que estornudé un par de veces, sonreí pensando en eso que siempre dice mi madre, “¡cómo están las cabezas!”, y me arranqué a cantar aquello de: ♪¡No pares, sigue, sigue!♪

Porque vale la pena saber qué piensan aquellos que representan a los ciudadanos, aquellos que manejan el dinero público, aquellos que gestionan la vida de los que les votan y de los que no.

Porque es mucho mejor conocer el fondo ideológico de aquellos que gobiernan, sin filtros, a pelo y sin profilaxis, que dejarnos camelar por faroles ventajistas y postureos postureos que no nos permitan ver a tiempo el percal…

Gobernar también significa conducir o dirigir una embarcación y, en mi opinión, siempre es mejor saber si al timón del barco va un hombre íntegro y serio como Chanquete o un escapista aprovechao’ como Schettino. ¿Quién de los dos sería Torra?

Al que desde luego no se parece es a ese otro capitán, Merrill Stubbing, el del barco del amor.

 

Gavin McLeod caracterizado del capitán Merril Stubing ('Vacaciones en el mar') y el president de la Generalitat, Quim Torra.

Si el de la serie setentera (The love boat,1977) surcaba los mares, con sonrisa permanente, al frente de un barco cuyo combustible debía de ser edulcorante –en aquel crucero surgía el amor a proa, a popa, a babor y a estribor–, el recién llegado al puente catalán de mando –con permiso del padre residente en Berlín–, ha vertido más mala leche y más basura en aguas informativas y redes sociales que un petrolero tocado y hundido.

Tiene su aquel que la disculpa de Torra en el discurso de investidura: "Lamento los tuits sacados de contexto y que estos hayan podido ofender a alguien, de ninguna manera era mi intención ofender a nadie. También me sabe mal si en algún momento fruto de la intensidad haya podido utilizar alguna palabra inconveniente. Me arrepiento, no volverá a pasar", guarde un parecido tan razonable con la que ofreció el rey emérito tras el episodio de Botswana: "Estoy deseando volver a retomar mis obligaciones. Me he equivocado, lo siento mucho y no volverá a ocurrir".

El monarca y el republicano usando palabras similares para convencernos de que lo hicieron sin querer… ay. Quizás sea esta la única parte cómica del asunto al que, por lo demás, gracia yo no le encuentro… ¿Les he dicho que estoy muy sensible en primavera?

Ayer leí una carta de amor a España que ha escrito el pianista James Rhodes en El País titulada: “A lo mejor no me creéis, pero no os miento si os digo que en España todo es mejor”. El autor de Instrumental vive aquí desde hace un año.

En su columna Rhodes describe un cúmulo de razones, bastante sencillas, para querer a un país en el que no nació ni creció –aunque lo de crecer nunca dejemos de hacerlo–, pero en el que, entre otras cuestiones, ha logrado entender el concepto “hogar”.

Ese partido al que usted se refiere y Calimero

En la comparación, Madrid y el resto de las ciudades españolas que nombra en un generoso listado de halagos, salen más guapas que esa otra gran belleza que es Londres. Pero James no espolvorea su columna de antipatía por los defectos de la ciudad en la nació, ni pone el peso en las cuestiones que le gustan menos de allí, él ocupa la inmensa mayoría del espacio narrativo en explicar lo bueno que ha encontrado aquí. Su relato –subjetivo, como toda opinión– es una sinfonía de amor y agradecimiento al país en el que se siente bien, en el que confiesa sentirse mejor.

Yo me quedo con el espíritu Rhodes, sin duda, la vida es muy corta, mucho más pequeña que un océano, como para desaprovecharla llenándola de odio y de basura.

Decía Aristóteles: “El sabio no dice todo lo que piensa pero siempre piensa todo lo que dice”. Añado, con permiso del filósofo: “Lo grave es que si aquello que uno piensa es terrible, lo diga o no, lo piense”.

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