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Vivir como si hubiera un mañana

Uno de los lugares comunes del momento es aquel que nos anima a hacer algo “como si no hubiera un mañana”. Lo habrán escuchado, leído y quizás empleado alguna vez. Cuando nos da por utilizar expresiones, nos lanzamos en tromba a ello hasta que las desgastamos y las vaciamos de valor, si es que alguna vez tuvieron alguno…

Decimos “como si no hubiera un mañana” para expresar aquello que acometemos sin pensar en las consecuencias. Es una simple oda al disfrute sin pensar en el futuro, sin cortarnos un pelo, una mezcla de hedonismo, epicureísmo e inconsciencia. Pasando con pértiga de la contención, eliminando miedos y difuminando límites, que quizás el mañana no llegue a nacer.

Pero el otro día, mientras hacía la cama, sonaba en la radio la sicofonía del fantasma nuclear que se aparece a diario en nuestra rutina y la amenaza terrorífica de un invierno frío víspera de otro congelado. Y, mientras cuadraba el embozo a conciencia, me dio por pensar que, en realidad, hacemos exactamente lo contrario de lo que indica el lugar común: “vivimos como si hubiera un mañana”, como si confiáramos en que lo habrá, como si no fuera posible desaparecer del mapa en un chimpún.

Esa misma tarde tomé un taxi porque iban a retirarme los puntos. No los del carnet, no, los de una intervención odontológica que me dejó la cara de Rocky Balboa durante unos días. Y el taxista me contó que, a pesar de que los precios estén trepando hacia las nubes y los ánimos económicos descendiendo hacia el subsuelo, la gente sale muchísimo.

Hacemos planes, firmamos contratos, ideamos proyectos, tenemos hijos, adoptamos perros, escribimos libros… Y todo lo hacemos como si hubiera un mañana

En el barómetro de quien circula por las calles de una gran ciudad de noche y de día, el deseo de disfrutar y de gastar —a veces, hacemos que el primer verbo dependa a tope del otro y nos olvidamos de otras acciones que dan gustazo corporal y emocional sin dejarnos un solo euro en el intento— estaba en todo lo alto. Y de pronto, aquel hombre usó el lugar común: “la gente sale como si no hubiera un mañana”.

Al escuchar la expresión sobre la que había reflexionado aquella mañana, sentí mariposas en el estómago y me vine tan arriba por la coincidencia que, en modo filósofa de barra de bar, le dije “más bien como si lo hubiera…” Y a continuación,  sin que el señor encantador me pidiera que le aclarara a qué me refería, decidí hacerlo:

“Esta mañana —le dije— mientras escuchaba el apocalipsis por la radio, he pensado que, en realidad,  últimamente vivimos como si hubiera un mañana. A pesar de los malos augurios que nos llegan por tierra, mar y aire, hacemos planes, firmamos contratos, ideamos proyectos, tenemos hijos, adoptamos perros, escribimos libros… Y todo lo hacemos como si hubiera un mañana. Como si pudiéramos contar con el futuro ¿no le parece?”

Afortunadamente para el conductor, que me miraba por el retrovisor con cara de “vaya chapa me ha dado esta señora”, llegamos a mi destino y se libró del resto de mi turra existencialista. Le pagué, nos despedimos con una sonrisa, entré en la clínica y me quitaron los puntos, ¡qué liberación!.

Hoy he vuelto a cuadrar el embozo con exquisita precisión, con la ilusión de que esta noche, cuando me meta en la cama, me encantará encontrarla bien hecha, que me da mucho gustirrinín. Es que… de las ilusiones pequeñas que proyectamos en el futuro también se vive.

Con amenaza nuclear o sin ella, sabemos que en cualquier momento se nos puede cerrar la sesión, como en el Windows pero sin que suene el “ti-ri-ro-rí”. Entretanto, mola vivir “como si hubiera un mañana”.  

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