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Confiar en gente con tan pocas luces nos dejará a oscuras

Cuando hablamos de “este mundo” nos quedamos cortos: no es uno, son varios, giran a distintas velocidades, viven realidades opuestas, algunos de ellos están por todas partes y otros son invisibles. Por ejemplo, Ucrania se ve y Palestina no. Las salvajadas que comete Rusia en Kiev o Jarkov ocupan la primera plana, si es que aún existe tal cosa, y las que lleva a cabo Israel en Cisjordania pasan de puntillas por la actualidad. En Venezuela, pongamos por caso, se ve desde diez mil kilómetros lo que no se ve en China aunque se tenga delante de la cara. Las banderas no son más que la punta del iceberg: debajo hay una montaña de dinero.

Ni siquiera los muros escapan de esa tendencia universal a la ceguera selectiva: hay quien habla o calla acerca de los de Ceuta y Melilla, según esté en La Moncloa o en la oposición; y nadie dice una palabra del que hizo y vigila con armas y radares Marruecos en el Sáhara para aislar a los dueños legítimos de esa parte occidental del desierto -lo dicen las resoluciones de la ONU, pero eso tampoco lo escucha quienes no quieren- y a su representante autorizado, el Frente Polisario. En Tijuana, en el muro que separa México de Estados Unidos, hay un cartel que dice: “También de este lado hay sueños.” Me temo que, más a menudo, sean pesadillas.

La propaganda ha sustituido a la verdad, la cerrazón a la razón y, como resultado del neoliberalismo, la economía a la democracia: en eso que quienes nunca llaman a las cosas por su nombre para que no se les vea el plumero definen como “el sistema”, cada uno tiene los derechos que se pueda pagar: no muchos, con los sueldos que le ponen a las y los trabajadores. El renacimiento de la ultraderecha también viene de ese círculo vicioso que crea desigualdades y malestar para luego ofrecerse a solucionar los problemas; sus monstruos pintados de blanco son los Frankenstein construidos por las oligarquías financieras y políticas con el fin de que les hagan el trabajo sucio: unos aúllan, los otros cuentan el dinero.

Cuando hablamos de “este mundo” nos quedamos cortos: no es uno, son varios, giran a distintas velocidades, viven realidades opuestas, algunos de ellos están por todas partes y otros son invisibles. Por ejemplo, Ucrania se ve y Palestina no.

Una crisis, una pandemia, una guerra… Todo vale para quienes siempre ganan. Ahora la amenaza es la escasez de gas o luz, motivada en gran parte por la invasión ordenada por el loco del Kremlim, y que es más maná para unas compañías donde ya hace tiempo que sus jefes y consejos de administración se hacen millonarios a costa de saquear a los consumidores. En un momento determinado, hasta asomaron como el lobo de los cuentos y, sin andarse por las ramas, llamaron “beneficios caídos del cielo” a la paga extra que se daban a nuestra costa. Cuando el Gobierno de España ha tomado la iniciativa para pararles los pies, en la medida de lo posible, la derecha se rasgó la camisa y pronosticó una catástrofe. La Unión Europea ha felicitado al presidente Sánchez y el secretario general de la ONU ha echado toda la leña al fuego al considerar “inmoral” que las hidroeléctricas y gasísticas se lo lleven a la caja fuerte, con la que está cayendo, lo que no está escrito y ha animado a todos los Gobiernos a gravar sus “ganancias desorbitadas” y a frenar su “codicia grotesca.” O sea, se ha hecho en nuestro país con ellos y con la otra pescadora en río revuelto: la banca. Eso sí, que el Banco de España y la Comisión Nacional de Mercados y de la Competencia sean los encargados de vigilar que las entidades financieras no repercutan el nuevo impuesto del Gobierno a sus clientes, es como si se pusiera a los traficantes de marfil a proteger a los elefantes de los cazadores furtivos.

Pero, además, y esto es un clamor internacional, debemos de tener claro que hay que ahorrar energía, y a ello se encamina el decreto del Gobierno que impone ciertas medidas de apagado de escaparates, moderación en los aires acondicionados y demás. El PP, cómo no, se ha opuesto, anque para ello tuviera a la vez que llevarse la contraria a sí mismo. A los dice días de afirmar solemnemente que “debemos establecer un plan de ahorro energético en este momento en España, porque es imprescindible”, su líder, Alberto Núñez Feijóo, no dijo ni pío tras escuchar de la presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, que no piensa ahorrar nada y va a desobedecer la ley. Para redondear el sainete, ella misma redijo hace cuatro meses la frecuencia del Metro… para ahorrar energía. Lo malo no es que le tome el pelo a todo el mundo, sino que tenga la peluquería llena. Hay que tener más luces para saber cuándo hay que apagarlas.

El propio Feijóo, siguiendo el cable de la luz, ha querido meter otro palo en la rueda asegurando que “el Gobierno propone las mismas temperaturas a una tienda de congelados que a una librería”, pero eso no es cierto, el decreto especifica, entre otras cosas, que “la temperatura de los locales donde se hagan trabajos sedentarios, como oficinas, irá de diecisiete a veintisiete grados centígrados, mientras que la de los locales donde se realicen trabajos ligeros oscilará entre los catorce y los veinticinco. ¿No lo sabía, no lo han leído, no se lo han contado o sí a todo eso y, en consecuencia, falta a la verdad de forma intencionada? Es algo que se repite una y otra vez y, por desgracia, mentir les sale gratis a nuestros cargos públicos, al contrario de lo que ocurre en Francia o Gran Bretaña, donde contar un embuste sobre una multa de tráfico conlleva la caída de un ministro. Igual con los políticos habría que hacer como con los conductores, darles un carnet por puntos y quitarles uno por cada mentira. Aunque, lo mismo, eso dejaba las instituciones vacías y nos dábamos cuenta de que en ese ámbito, por desgracia como en tantos otros, la gente sincera se puede contar con los dedos de una mano.

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