Sólo la derecha os librará de la ultraderecha y el hambre os quitará las ganas de comer

Se dice que la democracia consiste en no dejar a nadie atrás. Es una bonita frase, pero, desgraciadamente, no es mucho más que eso: nuestras sociedades cabalgan desbocadas en dirección contraria a la igualdad; las famosas brechas entre débiles y poderosos se agrandan con cada crisis y los que más tienen se hacen cada vez más ricos, como demuestran de forma incuestionable las cifras, mientras los que menos tienen no es ya que se queden rezagados, sino que se hunden: que se lo pregunten a esa familia de Málaga con cuatro hijos menores de seis años, dos de ellos con autismo, sobre los que cae una orden de desahucio porque, tras perder el padre su empleo, no pueden pagar la casa en la que viven. Por desgracia, ese es el pan nuestro de cada día, porque cuando la gente cobra menos de mil euros al mes y el alquiler está por encima de los ochocientos, malvive, como mucho; y si se queda sin trabajo, se hunde. Esos dramas, que hay quien pretende hacer invisibles, ocurren cada día, mientras la derecha política se opone a regular los precios de los alquileres, se opone a que se suba el sueldo mínimo, que se supone que marca la cantidad de dinero por debajo de la cual es imposible la subsistencia, o trata de impedir que se revisen al alza las pensiones al mismo tiempo que baja o promete bajar los impuestos. ¿No es contradictoria esa oferta cuando la hacen los mismos que a la vez privatizan todo lo habido y por haber o votan por norma contra las ayudas a los más débiles que se plantean en el Congreso? El PP amenaza hoy mismo con recurrir ante el Tribunal Constitucional el gravamen especial a los más ricos que propone el Ejecutivo PSOE/UP. A su lado, los bancos amenazan con dejar de comprar deuda pública; algunas empresas, cuyos directivos ganan millones, con llevarse la residencia fiscal a otro país, o la CEOE con una catarata de despidos que herirían de muerte el mercado laboral del país. Todo ello, eso sí, por patriotismo y con la bandera en la mano.

El asunto de los impuestos pone a cada uno en su sitio, y no porque no sea un tema discutible, que lo es y, de hecho, causa discrepancias entre propios y ajenos, como evidencian los diferentes puntos de vista del Gobierno central y algunas de las autonomías dirigidas por los propios socialistas, sino por el modo en que esos ajustes se venden, se publicitan, se usan electoralmente, se hace con ellos juegos malabares. Por ejemplo, el presidente Moreno Bonilla pierde novecientos millones de euros con sus rebajas fiscales acumuladas y a continuación le pide mil al Gobierno, para combatir los efectos, sin duda devastadores, de la sequía. Es una forma de equilibrar las cuentas trampeando y que no da buenos resultados: Andalucía ha aumentado su deuda, sólo entre los meses de marzo y junio, en mil quinientos cincuenta y cuatro millones. Es, otra vez, lo de la manta: si te tapas la cabeza para no ver o que no te vean, se te quedan al aire los pies, cosa peligrosa ahora que se avecina el invierno y llegan desde Ucrania los vientos helados de la guerra.

Sin impuestos no hay nada, eso lo entiende cualquiera, y no hay que ser economista ni politólogo para saberlo: si queremos infraestructuras, hospitales, colegios, prestaciones y demás, hay que contribuir a llenar la hucha del Estado

Sin impuestos no hay nada, eso lo entiende cualquiera, y no hay que ser economista ni politólogo para saberlo: si queremos infraestructuras, hospitales, colegios, prestaciones y demás, hay que contribuir a llenar la hucha del Estado. El problema está en cuánto aporta cada uno y qué proporcionalidad se aplica para que el reparto sea justo. El neoliberalismo no lo es, se basa en lo contrario: que la mayor carga la soporten quienes tienen menos fuerza. No hace falta tampoco ser un lince para ver que ahí es donde el sistema falla, a unos pocos les sobra para vivir como pachás y a una gran masa de ciudadanos les puede la angustia, viven con el agua al cuello y sin saber muy bien qué va a ser de ellos, muchos caen en depresiones y se ven sin ganas ni fuerzas para seguir adelante. En un libro muy ilustrativo, Malestamos, que acaban de publicar Marta Carmona y Javier Padilla en la editorial Capitán Swing, se habla de las diferentes caras del daño mental, “que van desde una sensación inespecífica de estar cansados del día a día” hasta las sensaciones de “desesperanza, cansancio, falta de expectativas, estrés, preocupación”, un decaimiento “que tiene mucho que ver con la incapacidad de imaginar un porvenir realizable”, lo que se denomina, de forma trágica, “cancelación del futuro” y sentir que nos dejan fuera de juego unas “condiciones materiales cada vez más generadoras de desigualdad.” El descontento puede canalizarse de dos formas: una positiva, que impulse a cambiar lo que no funciona, y otra oportunista, que trate de usarlo para agitar y usar a las personas, y es de ahí de donde salen los mensajes de la ultraderecha, cuyo trabajo consiste en provocar el incendio y ofrecerse a apagarlo. El subtítulo del libro de Padilla y Carmona es muy esclarecedor: Cuando estar mal es un problema colectivo. Cuando las socialdemocracias hablaban del Estado del bienestar, hablaban de lo contrario: un mundo en el que la gente estaba bien, cada uno en su sitio pero todas y todos con algo en la nevera y la posibilidad de existir con dignidad y en paz. Eso es lo que tenemos que recuperar, pero será difícil mientras tanta gente se siga fiando de los embaucadores de siempre u otros peores y cayendo en las trampas que le ponen y que, aquí y ahora, se expresan a través de encuestas y sondeos que dicen lo que interesa: que la derecha es la única forma de librarnos de la ultraderecha. ¿Para qué sirve agitar un fantasma? Para que te asustes y te pongas en manos del dueño del castillo.

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