Sánchez contra los ‘broligarcas’ y los ‘aprovechateguis’

Las estampas del arranque de la presidencia de Donald Trump son reveladoras. 

El ganador de unas elecciones libera a los que hace cuatro años asaltaron con violencia el parlamento de su país para boicotear el resultado electoral legítimo.  

A la vez, y como si se tratase de un monarca absolutista, asegura que, en realidad, el que ha querido que sea presidente es dios, que para eso le salvó la vida.

El hombre de negocios y defensor del libre mercado promete aranceles a diestro y siniestro. 

Un supuesto defensor de la libertad de expresión contra la supuesta censura imperante hace espasmódicamente y el saludo nazi ante una multitud y las cámaras de televisión. 

Los empresarios tecnológicos que hasta ahora decían promover desde sus entrañables garajes una expansión sin precedentes de la libertad de expresión engrosan el 1% de los más ricos y rinden pleitesía, para seguir haciendo dinero, a aquel al que hasta hace unos años consideraban un peligro público. 

Los multimillonarios más ricos del planeta ven una amenaza en los migrantes, a menudo las personas más pobres del planeta.

Si miramos a España, la situación no es mucho más halagüeña:

El primer partido del país, que constantemente juega a sugerir que representa a la mayoría social (incluyendo la deslegitimación del Gobierno democráticamente constituido) vota en contra de subir las pensiones, el ingreso mínimo vital, de mantener los descuentos al transporte o las rebajas fiscales a la rehabilitación de viviendas y la compra de vehículos eléctricos. 

El mismo partido que gobierna en la Comunitat Valenciana y esparce bulos sobre las ayudas del Estado vota en contra de nuevas ayudas a los afectados por la dana. No es capaz de explicar qué no le gusta de todas esas medidas, de un enorme impacto económico, salvo una crítica a una restitución de un edificio en París. 

Los que hasta ahora decían que coincidir en una votación o pactar con Junts era pura connivencia con el terrorismo (sí, terrorismo, tal como suena) no dudan en unir fuerzas y ofrecer pactos a esas mismas formaciones. 

El partido que nombró a un compañero de colegio de su presidente al frente de una Telefónica que había privatizado acusa ahora al Estado, que posee un 10% de las acciones de Telefónica, de un golpe de estado empresarial. Y de hacerlo junto a uno de los principales bancos del país. 

El presidente de la patronal, que cobra 25 veces el salario mínimo interprofesional, se enfada cuando una periodista le pregunta si cree que en España se puede vivir con los 1.134 euros de una cuantía que los empresarios se niegan a actualizar. La pregunta “no procede”. 

Un defraudador confeso, al que asedian declaraciones fiscales, presuntas facturas falsas presentadas por él mismo y documentos incriminatorios por doquier, urde una trama apoyada en un gran bulo esparcido con dinero público hasta poner contra las cuerdas al fiscal general que lo desmintió, contra el que sigue sin haber una prueba concluyente, sólo opiniones o sospechas. Mientras, se siguen produciendo decenas y decenas de filtraciones y revelaciones de secretos que, por supuesto, a nadie le preocupan y nadie investiga, pero todos consumimos a través de los medios de comunicación. 

Si la Justicia tiene una transición pendiente, el debate público afronta el mayúsculo desafío de recuperar el equilibrio entre la verdad y la mentira. O entre lo inofensivo y lo escandaloso. Porque no es lo mismo. 

Si la Justicia tiene una transición pendiente, el debate público afronta el mayúsculo desafío de recuperar el equilibrio entre la verdad y la mentira

Demasiados actores políticos hacen gala de la ausencia de un código moral, o incluso de su arrogancia en sus momentos de mayor estupidez (¡Trump mete a España en el grupo de los Brics y manda al periodista a informarse para que aprenda!). Sin disimulo, se cambian principios por intereses y, así, llegamos a la total abolición de las categorías en favor de coyunturas a veces contradictorias y siempre cortoplacistas. Así no se construye ni una sociedad, ni un país ni un orden multilateral internacional. Y son precisamente los consensos forjados durante más de medio siglo, tras un infausto siglo XX, los que parecen estar en juego. 

Por eso, propuestas como la de Pedro Sánchez en Davos de, sencillamente, pedir un poco de responsabilidad a las empresas dueñas de las redes sociales, no solo son elementales sino imprescindibles. No es nada revolucionario asegurarse de que los delitos que se persiguen en la calle puedan perseguirse online. Que si los medios de comunicación son responsables de todo lo que se publica en sus páginas (sea una investigación de sus periodistas o un comentario de sus lectores), las redes lo sean también. O que haya una mínima transparencia en algoritmos que pueden ser muy lucrativos pero servir para fomentar el odio, manipular elecciones o perjudicar a minorías y vulnerables. 

Parecen propuestas obvias, como el plan de regeneración democrática que recoge y completa legislación europea aprobada en Estrasburgo por una amplia mayoría de izquierda y derecha, pero quizás acaben pareciendo subversivas precisamente porque nuestro debate público ha sido envenenado por los que hacen negocio del caos. 

Nada asusta más a los poderosos que una sociedad bien informada. Nada temen más los del 1% que la afirmación organizada, democrática y amplia del otro 99%. 

Si Fernando de los Ríos dijo hace casi un siglo que “En España, lo único pendiente es la revolución del respeto”, hoy hay que sumar una tarea previa. Sólo una revolución que vuelva a hacer de la información el centro del debate público permitirá a los españoles respetarse, para empezar, a sí mismos.

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