Pena, penita, pena

Resulta curioso comprobar cómo la lengua utiliza la misma palabra para expresar el sentimiento que acompaña a una tristeza vivida y la medida que refleja el reproche social y jurídico traducido en un castigo capaz de generar esa emoción triste en quien lo sufre.

Pero detrás de esa aparente cercanía y asociación entre los dos significados de la palabra “pena”, lo que en verdad sucede es lo contrario, y lo que la pena jurídica produce con frecuencia es una especie de alegría y satisfacción en quienes se sienten agraviados o agredidos por la conducta de quienes sufren ese castigo.

De manera que la pena es simultáneamente tristeza y alegría, castigo y recompensa, fracaso y esperanza.

Esa dualidad dicotómica de la pena indica por sí misma sus limitaciones, pero también su espacio. Mirar a una de las dos consecuencias es el error que acompaña en gran medida al debate actual sobre el punitivismo, un error que surge por su parcialidad y distancia con la realidad.

La parcialidad parte de considerar que el objetivo que se plantea, que es reducir la criminalidad y disminuir la impunidad, se consigue con una reducción de la pena en sí misma, sin tener en cuenta muchos otros factores o elementos que deben ponerse en práctica para conseguir tal consecuencia.

Ha habido por tanto una disminución de las penas en estos últimos años, sin que se haya traducido en una disminución de la violencia sexual, sobre todo, como vemos en la actualidad, cuando se ha producido un aumento de las violaciones grupales

La distancia a la realidad se observa cuando se aplica sin debate alguno y se hace nada más y nada menos que sobre la violencia sexual. Una violencia ejercida casi en el 100% de los casos por hombres sobre mujeres como expresión de la posición de poder de los hombres dentro del sistema androcéntrico, y con el objetivo de satisfacer sus necesidades de poder. Resulta difícil entender cómo el cuestionamiento del sistema opresor machista que utiliza las penas como parte de sus instrumentos se hace, precisamente, para beneficiar a los agresores de delitos cometidos sobre las personas más oprimidas por el sistema, que son las mujeres, como si no hubiera otros muchos delitos sobre los que aplicar ese planteamiento teórico sobre la pena y sus efectos.

Y lo que más sorprende es que se haga sin tener en cuenta a una gran parte del movimiento feminista, que salió a las calles ante la primera sentencia de la violación de los sanfermines de 2016 reivindicando unas penas más justas por el significado de los hechos y por el daño producido a la mujer violada por cinco hombres. No reclamaban venganza, sino justicia, y lo hacían a través de una petición que suponía aumentar las penas a los violadores. Nadie habló entonces de punitivismo para referirse a las peticiones del feminismo.

Tratar de reducir una demanda en términos de proporcionalidad, con la que se podrá estar de acuerdo o no, a una exigencia nacida del entorno de las víctimas de la violencia sexual, como se ha leído estos días, tiene trampa y es muy propio del paternalismo profesional que ha impregnado al Derecho, a la Medicina y a tantas otras profesiones.

“Penalismo mágico” es situar en la pena una capacidad de la que carece y, por tanto, lo es presentar el aumento de la pena como solución, pero también lo es bajarla y presentar esa medida como la solución, sobre todo cuando esta segunda posibilidad se hace bajo el argumento de que las penas más altas hasta ahora no han dado resultado, y que se deben bajar y darles un tiempo para actuar, todo ello, sin hablar de otras medidas preventivas que sí actúan sobre la comisión de delitos, y sin tener en cuenta las consecuencias en una situación como la actual, con un machismo que ha reaccionado de forma violenta frente a los avances de la igualdad, tanto que para ellos lo que define el presente es una “guerra cultural”. Hacer este planteamiento en la bajada de las penas es llevar esa trampa a una especie de dogma para cuestionar a quien no lo siga.

Alguien está haciendo experimentos al bajar las penas tras una decisión de laboratorio jurídico, capaz de argumentarlo todo desde sus espacios teóricos y alejados de la realidad española de las mujeres que sufren la violencia sexual, como si el resto de medidas en otros países fueran las de España. Y preocupa que, además, se argumente que lo que piden las posiciones que no comparten ese criterio es aumentar la pena por el hecho de subirlas, algo que no se corresponde con la realidad, porque el debate no está en que se suban, sino en que no se bajen respecto a las que existían con anterioridad a la ley del sólo sí es sí, y en que ante las diferentes consecuencias que produce la violencia sexual se responda de manera proporcional sin necesidad de tener que aplicar otros tipos delictivos.

Nada que ver con la injusticia ni con la venganza ni con la recompensa moral de meter en la cárcel a alguien que ha producido un daño, el debate no va por ahí y no se debe jugar con ese tipo de argumentos para cuestionar aún más a las víctimas y sus entornos.

En nuestro Código Penal (CP), las penas en violencia sexual han sufrido reducciones importantes desde el primero de ellos sin que se haya traducido en una disminución de la violencia sexual. En el Código Penal de 1848, el artículo 354 recogía penas de 12-20 años; en el CP de 1928, las penas eran de 3-12 años según recogía el artículo 598; en el CP de 1944, las penas del artículo 429 eran de nuevo de 12-20 años, horquilla que se mantuvo en la reforma del CP de 1989, en el que se introduce la libertad sexual como bien jurídico protegido; y en el llamado “CP de la democracia”, aprobado en 1995, las penas bajaron a 6-12 años.

Ha habido por tanto una disminución de las penas en estos últimos años, sin que ello se haya traducido en una disminución de la violencia sexual, sobre todo, como vemos en la actualidad, cuando se ha producido un aumento de las violaciones grupales, ha aumentado la sexualización de las mujeres y se ha normalizado el modelo pornográfico de sexualidad, y se ha incorporado la sumisión química como estrategia criminal, tanto que un 10% de los jóvenes piensa que “una chica ebria se expone a tener sexo no consentido” (Oxfam, 2021.)

Todo esto no es magia, es realidad.

Y si queremos debatir sobre las penas y el sistema opresor, hagámoslo, me parece interesante y necesario, pero no reduzcamos las penas en violencia sexual hasta que no se haya resuelto el debate.

La solución no es cuestión de si la sanción es una pena o una penita, sino de si es justa o no, y la pena con su objetivo constitucional de reinserción forma parte de ella. Su eficacia va a depender de cómo se aplica dentro de la realidad social y de qué medidas se acompaña, no abstrayéndonos de ella para situarnos en escenarios teóricos, y menos si es para hacer de ellos una estrategia política.

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Miguel Lorente Acosta es médico y profesor en la Universidad de Granada y fue Delegado del Gobierno para la Violencia de Género.

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