Plaza Pública
De casposos y 'pijo-progres'
No deja de resultar paradójico que en un país con fuertes tintes oligárquicos como España, sea la derecha la que se ufane de ser popular y acuse a la izquierda de ser “pija”. En efecto, una virtud de esta derecha es vincular la tradición a lo popular, nacional y auténtico contra lo elitista, cosmopolita y artificial. Ahí está el catolicismo de las fiestas de los pueblos y las procesiones, los toros y también, cómo no, la gastronomía.
Frente a esto, la izquierda —en especial, la no socialista—, generacionalmente ligada a los movimientos sociales y a las ONGs, y socializada en un modo de vida urbano, multicultural, global, ecológico y anti-sexista, alejado de la cultura obrera industrial, mira con recelo la tradición, a la que también asocia —no sin cosificarla— a lo rural, viejo y culturalmente “atrasado”.
Ambas posiciones han mostrado sus contradicciones a propósito del ya célebre “debate” sobre el consumo de carne, abierto por el ministro Garzón. Por una parte, la derecha tradicionalista, que suele reducir la política al rigorismo legalista (ahora para rechazar los indultos del procés y siempre para sacralizar la Constitución), se pregunta a la vez quién es un ministro “para decirnos qué tenemos que comer”. Como si el ministro no fuera el representante de un Estado democrático encargado, por lógica, de producir y mantener la ley, que por definición dice qué no se puede hacer, un modo indirecto de decir qué se puede hacer.
Por su parte, la izquierda no socialista parece contradecir su —por decirlo rápido— bagaje postmoderno, desde el que piensa cuestiones como la del género, cuando por ejemplo se refugia en informes científicos de organismos internacionales para demostrar el impacto negativo en la salud y el planeta de ciertos hábitos gastronómicos. Afirmar que es deseable autodeterminarse en términos de identidad sexual o de relación con el propio cuerpo y a la vez tachar de inaceptables ciertos consumos alimentarios individuales, muestra además cuán problemático es trazar el límite entre las consecuencias de las acciones personales y la preservación de la vida de la comunidad. Pero este carácter dilemático no se refleja en la contundencia con que esa izquierda afirma ambas cosas a la vez. Pareciera que la izquierda heredera del postmaterialismo del '68 se ha ido alejando del “vive intensamente y muere joven” en la misma proporción en que se ha acercado a un espíritu controlador cuyo combate fue otrora una de sus señas de identidad.
Lo común a ambas posiciones es el convencimiento de que poseen una verdad literalmente indiscutible, que las exonera de toda deliberación y persuasión de los demás, quienes deberían más bien rendirse obedientes ante la evidencia. Este modo compartido de pensar la tradición o la ciencia como fuentes indudables de la vida social niega la política e incluso en buena medida la democracia como espacio de discusión plural acerca de cómo se quiere vivir. Nadie busca convencer, sino más bien señalar al otro para ridiculizarlo o mirarlo desde arriba (“¡casposos!”, “¡pijo-progres!”). La dura lucha por la hegemonía ha sido sustituida por una gozosa autocontemplación. Claro que hay estudios científicos que nos proporcionan un saber relevante y pertinente. Pero antes habrá que convencer del valor de la ciencia —la pandemia ha sido elocuente al respecto— y, por ejemplo, de que vale la pena legar un planeta sostenible a las futuras generaciones, pues sin comunidad no hay individuos. Si los valores fueran evidentes, no habría política.
Que a esto se le llame polarización o confrontación es parte del problema, pues lo que hay en verdad es una supresión del pluralismo. No estamos ante un debate pobre, sino ante la ausencia de debate. Tampoco es un problema exclusivo de “los políticos”, pues de esta práctica participan importantes contingentes sociales, como puede verse en las redes sociales. Las tertulias sectarias, sean monocolores o binarias, de los medios hegemónicos son apenas un botón más de muestra.
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Ninguna preferencia de valor, por más aprecio o rechazo que despierte, habilita a ninguna superioridad moral. No sólo porque cualquier valor puede acabar en tragedia, sino porque ninguno puede probarse objetivamente superior a otro. La lucha es lucha sólo entre pares. Por eso el que combate sólo es consecuente con su condición cuando practica la honestidad intelectual de reconocer al otro como un igual. Incluso en el caso extremo, cuando ha decidido que no quiere convivir con él.
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Javier Franzé es profesor de Teoría Política en la Universidad Complutense de Madrid