Torrejón, un modelo mortal Pilar Velasco
Cuando escuchas tu voz grabada te parece extraña y no acabas de reconocerte. La voz grabada se transmite solo por el aire, mientras que cuando nos oímos hablar a nosotros mismos intervienen también las estructuras óseas y la voz suena algo más grave. Avatares de la autopercepción.
En todas las encuestas relativas a la autopercepción sobre la clase social a la que se pertenece, gana por mayoría absoluta la clase media. Cuesta más que alguien se identifique como de clase alta o de clase baja. Es curioso, porque la noción de “clase media” es bastante evanescente.
Para empezar, ¿media entre qué y qué? Los criterios económicos son muy amplios: entre el 75 y el 200% de la renta mediana, según la OCDE. Se hace necesario añadir otros factores concernientes a la educación, vivienda, estabilidad… Si, en su propia percepción, casi nadie es de clase alta y pocos de clase baja, la clase media es un auténtico cajón de sastre con individuos en situaciones demasiado dispares.
Tampoco es que la denominación ⎯alta-media-baja⎯ ayude. Resuena excesivamente jerárquica y sugiere el impulso aspiracional a ascender en la escala de clases, a huir de las más bajas y auparse lo más alto posible. En definitiva, insinúa la estigmatización de las clases bajas y que quien se encuentra atascado en ellas es porque no se ha esforzado lo suficiente por prosperar.
La abrumadora adscripción de la ciudadanía a la clase media puede indicar que mayoritariamente nos movemos entre gente con una situación semejante a la nuestra, de manera que nos resulta la normal. O también, que no sabemos muy bien cuál es nuestro lugar en la sociedad y elegimos el designador más neutro. En política, la idea de clase media es un excelente instrumento para emborronar la oposición, en principio bastante clara, entre élites capitalistas y trabajadores. Entre los pocos que poseen el poder económico y la gran mayoría que vive del trabajo asalariado ⎯también bajo la denominación de autónomos⎯, con muy diferentes niveles de bienestar, pero que comparten una misma situación de dependencia y, en consecuencia, de libertad vigilada. Quien para poder vivir depende de un sueldo pagado por otros pertenece a la clase trabajadora.
Hay varias claves que explican la desaparición de la conciencia de la clase trabajadora para pasar a identificarse con la amorfa clase media. Una muy clara, la construcción de lo que Thatcher denominó una “democracia de propietarios”, algo en lo que fue pionera la España de Franco (me refiero a los propietarios, no a la democracia). El ascenso a la clase media pasaba por convertirse en dueño de la propia vivienda. Muchos de los flamantes propietarios se transformaban, así, en acérrimos defensores de la propiedad privada y se identificaban sin muchos matices con los grandes propietarios. Las políticas de propiedad de la vivienda pusieron en marcha un monstruo voraz: no hay que dar muchos rodeos para trazar el hilo que las une al problema actual de la vivienda entendida como bien de mercado.
El neoliberalismo niega las clases (...) Hay individuos con éxito e individuos sin éxito, y el éxito se liga al mérito y el esfuerzo de cada cual
La victoria abrumadora del individualismo neoliberal y la sustitución del discurso de la lucha de clases por las batallas identitarias también contribuyeron. El neoliberalismo niega las clases. De nuevo, Thatcher sentenció: no existe la sociedad ⎯ni, por ende, las clases sociales⎯, solo individuos y familias. Hay individuos con éxito e individuos sin éxito, y el éxito se liga al mérito y el esfuerzo de cada cual.
Las batallas identitarias ⎯identidad nacional, racial, cultural, orientación sexual, identidad de género…⎯ surgieron como un correctivo a una lucha de clases demasiado eurocéntrica, testosterónica y normativa. También como un modo de enraizar la política en las experiencias personales cotidianas de marginación o sufrimiento. Pero el individualismo imperante terminó diluyendo demasiadas veces su mordiente más comunal para convertirlas en una cuestión casi exclusiva de derechos y libertades individuales. La alianza con el conservadurismo más tradicionalista, defensor del pasado como un orden eterno, ha enfrentado al neoliberalismo con muchas cuestiones identitarias. No tendría por qué ser así: la racionalidad neoliberal podría hacer bandera de todo tipo de libertades individuales para acompañar a la libertad de enriquecerse sin límites.
Que la conciencia de clase de las élites, a pesar de que no lo reconozcan abiertamente, es mucho más nítida y firme que la de la clase trabajadora se evidencia comparando en unas elecciones cualesquiera el porcentaje de votantes y de abstenciones entre un barrio pudiente y uno trabajador. En los barrios de clase alta saben a quiénes votan y por qué lo hacen y acuden a votar en tropel. En los barrios de clase trabajadora, la ciudadanía se siente más perdida ⎯menos representada⎯, la abstención es a menudo mayoritaria y algunos votan por opciones que es difícil entender que respondan efectivamente a sus intereses. La autoproclamada transversalidad de ciertos partidos que se dicen de izquierda tampoco ayuda. ¿Existe algo numéricamente más transversal, es decir, más inclusivo, que la clase trabajadora?
Por justas que sean, si las batallas particulares olvidan el fondo común, pueden acarrear resultados paradójicos. Pensemos en el ascenso del supremacismo blanco. Es tentador despacharlo de manera simplista como una mera reivindicación de los privilegios perdidos, cosa que, en parte, es verdad. Pero el supremacismo blanco atrae a un número apreciable de varones blancos occidentales que pertenecen a una clase trabajadora empobrecida por los embates del mundo neoliberal. Les llegan discursos políticos contra los privilegios en los que no se sienten incluidos: no están racializados, no son mujeres, no son inmigrantes… En ausencia de un discurso que sitúe en un primer plano lo común de todas las demandas contra los poderosos, es fácil polarizar el mensaje y hacer sentir a demasiados que, si las reivindicaciones particulares los excluyen, es porque se dirigen contra ellos. Y acaban votando a quien, al menos, los elige como interlocutores.
Sería insensato abandonar la mejora de las condiciones de vida y la lucha contra la estigmatización y la marginación en cualquiera de sus casi infinitas formas. Pero es fácil obtener victorias si se divide al contrincante. La promoción de la clase media y las políticas identitarias pueden utilizarse en una estrategia de divide y vencerás, un clásico de las élites en el poder desde tiempos inmemoriales. Se fomenta la fragmentación de la mayoría en grupos, de suerte que sean muy conscientes de lo que les diferencia y olviden lo mucho que les une. Basta esperar a que se enfrenten entre sí. Los juegos del hambre.
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Ana Isabel Rábade Obradó es filósofa y profesora titular de la Universidad Complutense de Madrid.
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