Existe una grieta política en la esfera digital

La conversación pública atraviesa un proceso de transformación profundo. Lo que antes era una relación más o menos directa entre ciudadanía, instituciones y figuras políticas, hoy se desarrolla en un entorno digital donde la autenticidad se fabrica y la intimidad se convierte en una herramienta estratégica. Y en medio de esa mutación, una práctica aparentemente secundaria, la gestión profesional de perfiles personales o institucionales, se ha convertido en un síntoma político de primer orden.

No hablamos simplemente de community managers o de apoyo técnico, algo comprensible en tiempos de hiperexposición. Hablamos de la simulación de cercanía, de la recreación de una voz personal que no es personal, de un vínculo emocional cuidadosamente diseñado para influir sin que se note. Una política que parece humana, pero que está elaborada como un producto editorial.

Esta práctica no es inocua. La ausencia de transparencia facilita la propagación de desinformación, incluso sin intención premeditada. Cuando una publicación parece escrita por la figura pública, pero responde a decisiones editoriales de un equipo no identificado, se vuelve imposible evaluar la credibilidad de lo que se dice. Se difuminan las fronteras entre opinión y propaganda, entre información y estrategia, entre un error y una manipulación calculada.

Y un sistema donde no sabemos quién habla no puede pedir confianza. Las democracias se sostienen sobre un mínimo de trazabilidad y responsabilidad; las redes sociales, tal como están configuradas hoy, a menudo destruyen ambas.

La ausencia de transparencia facilita la propagación de desinformación, incluso sin intención premeditada

Existe un caso especialmente ilustrativo de esta deriva: los perfiles oficiales de algunas administraciones locales que comunican como si fueran la hoja parroquial de una diócesis. No hablamos de contenidos religiosos explícitos. Hablamos de un tono, un estilo, una narrativa emocional que recuerda más a una publicación confesional que a un servicio público. De mensajes que, en lugar de informar con neutralidad institucional, parecen alinearse con un imaginario devocional ajeno a la pluralidad ciudadana.

Es una contradicción política seria. Las instituciones locales representan a todas las personas, independientemente de sus creencias o su ausencia de ellas. Una administración no tiene fe: tiene obligaciones democráticas. Entre ellas, comunicar con neutralidad, con profesionalidad y con el respeto debido a la diversidad de su ciudadanía.

Cuando una cuenta pública adopta estéticas o tonos que pueden identificarse con una tradición religiosa concreta, no solo incumple ese principio de neutralidad: refuerza la confusión y alimenta la desinformación, porque mezcla símbolos de devoción con mensajes institucionales, como si ambas capas fueran compatibles en el mismo plano político. La consecuencia es una erosión lenta pero real de la confianza en la imparcialidad de lo público.

La cuestión de fondo es que este fenómeno no es solo comunicativo: es profundamente político. Una esfera pública donde la espontaneidad se diseña y la autenticidad se coreografía es un espacio donde la ciudadanía pierde capacidad crítica. Y cuando la ciudadanía pierde capacidad crítica, los bulos, los marcos interesados y la manipulación emocional ganan terreno.

No se trata de prohibir equipos de comunicación. Es legítimo que existan. El problema es cuando se ocultan y se hacen pasar por lo que no son, cuando convierten lo personal en un artificio y lo institucional en un mensaje partícipe de una narrativa ideológica encubierta.

Para revertir esta deriva, hacen falta medidas claras que no limiten la libertad de expresión, pero sí garanticen la honestidad comunicativa:

  • Avisos visibles cuando un perfil personal o institucional es gestionado total o parcialmente por un equipo.
  • Diferenciación clara entre contenido personal, político, publicitario y automatizado.
  • Reglas de responsabilidad pública: si una cuenta institucional difunde un bulo, debe rectificar con transparencia y explicar su origen.
  • Códigos éticos para administraciones y cargos públicos que eviten la apropiación simbólica de registros religiosos, emocionales o identitarios que no representen a toda la ciudadanía.

La ciudadanía no exige perfección. Pero sí exige claridad. Porque en una democracia, no basta con que un mensaje sea libre: debe ser honesto en su origen y transparente en su intención.

La intimidad fabricada no es un detalle del ecosistema digital. Es un fraude, una fractura que atraviesa la relación entre instituciones y ciudadanía. Y defender la autenticidad, esa palabra tan desgastada, pero tan necesaria, es una forma de defender la democracia misma.

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Juan Antonio Gallego Capel es funcionario de carrera de la Administración de la Región de Murcia, socialista, defensor del Estado federal, laico y republicano.

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