Plaza Pública

Miedo y orgullo

Manifestación celebrada este lunes en la Puerta del Sol, en Madrid, en repulsa por el asesinato de Samuel.

No es fácil de explicar. Va mucho más allá de lo que muchos de ustedes saben, de lo que ven, de lo que son conscientes. Lo entenderán mejor las mujeres que sufren algo similar durante la mayor parte de sus vidas. Y es algo así, pero no exactamente así. En el caso de los hombres y mujeres gays, maricas, homosexuales, bisexuales, lesbianas, trans, todo el tema es que “se nos note” o “que se sepa”. Si se nota, si se sabe, puede pasarnos lo que le ha sucedido a Samuel. Hemos crecido con esa idea. Y lo que sucede a muchos de nosotros, cada año, cada semana, cada día. No es fácil saber cómo empieza lo que puede terminar con un muchacho asesinado por unos cobardes. Está en el aire, pero acaba precipitándose en formas de violencia simbólica y real. Para quienes tenemos cierta edad era algo omnipresente, dominaba nuestras vidas, pesaba como el plomo y nos ponía un nudo en la garganta en el patio del colegio, al salir de ciertos sitios a ciertas horas, o en nuestros gestos, o al caminar.

Puedo contar cómo lo vivía yo. A veces sucede de día, pero solía ser de noche. Ante ti, en tu camino, un grupo de hombres jóvenes, en un banco, apoyados a una pared, con todos los signos de la masculinidad heterosexual, ociosos, a la espera de que algo suceda. Por favor, por favor, te dices, que no se fijen en mí. Pero es tarde para cruzar a la acera de enfrente o para dar un rodeo: te han visto y sabes que sería peor. Y sientes arañazos por dentro, algo se eriza. Te miran. Se fijan. Es una mirada provocadora, en tensión, como si esperase cualquier excusa para convertirse en dagas, en puños, en esputo. Pasas por delante, rígido, la mirada clavada en el suelo, contienes la respiración. Dicen algo. Intentas no escuchar. Intentas no reaccionar, intentas que no se te note y sabes que ya han olido tu miedo. Unos pasos más, los oyes murmurar algo. Y esperas (por favor, por favor) que no vaya a más. Sabes que te están llamando maricón, pero sigues adelante. No quieres oírles. Unos pasos más. Si tienes suerte, has conseguido escapar. Respiras hondo. Hasta la próxima vez.

Era el miedo. De hecho es algo que nos hizo tan conscientes de nuestra apariencia que al final no sabíamos distinguir entre la máscara con que nos protegíamos o la expresión de lo que éramos. Y para solucionar el miedo vivimos en la angustia. Esa muñeca. Esa voz. Esos andares. Culturalmente, perder la angustia, reivindicar la pluma, la voz, los andares, fue uno de los triunfos del movimiento gay: desde el movimiento en todas sus facetas (la política y la cultural) se difundió la idea de que el hecho de que se nos note, el hecho de que se sepa, no es algo que tengamos que ocultar. Sí, siempre hubo quien nos dijo que teníamos que ocultarnos, pero las máscaras asfixian tanto como el miedo. Pero la idea de que todos tenemos derecho a que se nos note y que se sepa, que los patrones de masculinidad o feminidad no son absolutos ha ido ganando terreno. Incluso los políticos han llegado a aceptar esta premisa. Y pensamos que no volveremos al miedo. Algunos no superaremos nunca los terrores de la adolescencia. Al ver a quienes han crecido en otras circunstancias no podemos sino sentir placer y un poquito de envidia.

Y sin embargo vemos que aquello que nos atenazaba sigue ahí. Se llama homofobia y hoy hemos visto que sigue matando. A veces tiene formas sutiles. De repente te das cuenta de que alguien te trata de manera distinta, que no te aceptan en un trabajo. A veces es un poco más notable: un insulto, un rumor maligno. Llegamos a pensar que podemos vivir con estas cosas. Me gusta decir que no ofende quien quiere, ofende quien puede, y lo cierto es que años de conciencia, de resistencia, me han convencido que quien me llama maricón simplemente se pone en evidencia. No pertenece a lo mejor de este mundo y esta vez es esa persona quien es asfixiada por su odio. Siempre habrá gente así. Hay veces que tenemos que aceptar que no gustaremos a todos y siempre va a haber algo que provoque celos, reservas, resentimiento. Pero la homofobia tiene grados, debe ser contenida porque si no lo es tiende a ir más allá del insulto. El odio acaba produciendo muerte.

Pero el miedo no es sólo algo abstracto, invisible. Tampoco es fácil de explicar por qué hay gente que se convierte en agente del miedo. Los asesinos de Samuel querían ser temibles. Dar miedo puede hacer que alguien se sienta algo. Querer dar miedo es cobardía, y hay grupos que están fomentando esta nueva forma de terrorismo que quiere borrar al diferente y volver a una sociedad intolerante.

La homofobia se aprende. Nadie nace homófobo. Hay gente que probablemente nace ignorante, insegura, con tendencia al resentimiento, pero la homofobia es un discurso cultural, perfectamente articulado, continuamente difundido. Y existe gente que lo difunde, insistiendo en que quienes no somos hombres y mujeres heterosexuales merecemos menos, que tenemos que ocultarnos, que robamos derechos a otros. Durante años pensábamos que el discurso retrógrado de la homofobia andaba de capa caída. Teníamos suficientes imágenes afirmativas: empresas gay friendly, banderas arcoiris en las instituciones, series de televisión, columnas en prensa, incluso en los programas de los partidos se nos decía que éramos merecedores de un lugar visible en el espacio público, que existíamos y que teníamos los mismos derechos que el resto de los ciudadanos. Pero la homofobia siempre vuelve. Y era de esperar que la polarización que se da a todos los niveles de la sociedad la hiciese resurgir. Así ha sido. Un partido como Vox necesita recurrir al odio a los homosexuales para romper consensos precarios. El resentimiento es una emoción que, como todas, produce cierta seguridad al extremarse. No sé si los líderes de Vox “son” o “no son” homófobos. A veces suenan exactamente como sus predecesores en el fascismo y parece que les molestamos. Pero sobre todo su mensaje se alimenta de las inseguridades de otros, se alimenta de un terror histórico a la diferencia, se ceba en emociones irracionales. Vox ha vuelto a hacer de la homofobia un discurso que se convierte en violencia. Y una vez el discurso se pone en circulación es imparable: está claro que los asesinos de Samuel aprendieron en algún sitio su homofobia, está claro que pensaban estar presentando una ofrenda a quienes la aplauden. Los aliados políticos de Vox, el PP y Ciudadanos, no saben o no quieren librar la batalla contra estos mensajes de odio. Y los promueven por omisión. Algunos grupos de izquierdas o de centro están cayendo en la trampa y poniendo peros a las formas olvidando que el problema sigue siendo el mismo: crear odio contra los que sienten de manera diferente.

Este lunes he estado en la concentración de la Puerta del Sol pidiendo justicia para Samuel, solidarizándome con los suyos, llamando a las cosas por su nombre. Homofobia. No es cuestión de siglas. Ni de grupos que buscan una voz. A veces nos preguntamos por el orgullo, por si hace falta. Recientemente hemos sentido divisiones, y desde la política se han favorecido estas divisiones porque somos más manejables si no nos entendemos, si nos limitamos a gritar. La concentración en la Puerta del Sol, convocada por el Movimiento Marika de Madrid ha sido seguida por miles de nosotros que hemos superado facciones, siglas, diferencias de perspectiva y de edad. Hoy un asesinato brutal nos ha unido y lo llamamos crimen homófobo. Nosotros sí sabíamos qué es la homofobia y que la homofobia mata. Los hombres y mujeres que había en Sol mostraban lo mejor de esta sociedad: la capacidad de superar diferencias para estar frente a lo que realmente importa, para decir que no queremos volver a escondernos, para decir a los medios que dejen de invisibilizarnos, para solidarizarnos con el dolor que produce el asesinato de uno de nosotros. Todos los años por estas fechas, el orgullo es cuestionado, o transformado en una épica vacía, o descalificado o se presenta como frivolidad o algo superfluo. Lo que he visto en Sol era algo totalmente distinto, esperanzador. No era un “Orgullo Gay”, ni siquiera un “Orgullo LGTBI”. Creo que todos, dentro y fuera de las siglas, podemos sentir verdadero orgullo ante la solidaridad de quienes no van a dar un paso atrás, quienes están diciendo claramente que la homofobia no es tolerable.

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Alberto Mira es escritor y profesor en la Oxford Brookes University.

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