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Nostalgia de la flor de azahar

Emilio Menéndez del Valle

Conmemoramos este año el 75 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Adoptada en 1948 por la Asamblea General de las Naciones Unidas, resultado de la toma de conciencia de las atrocidades cometidas durante la segunda guerra mundial y con el propósito de evitar que tales barbaridades pudieran repetirse. Sin embargo, precisamente ese año, una nación fue creada y otra exiliada. Y las atrocidades a partir de entonces volvieron a tener lugar en esa parte del mundo. La mayoría de la población árabe de Palestina, entonces bajo administración británica, fue desposeída y desplazada. El conjunto de los países árabes miembros de la ONU rechazó el Plan de Partición de Palestina entre palestinos y judíos diseñado por la naciente organización internacional. La razón es simple: era manifiestamente injusto. La mayoría de las tierras asignadas al futuro Estado judío estaban habitadas y eran de propiedad árabe, constituyendo los judíos una minoría en esa zona. La resolución 181 de 29-11-1947 otorgaba a los judíos más de la mitad del territorio, incluyendo la mayoría del irrigado. A los árabes, las áridas tierras, a los judíos la fertilidad, incluidos los naranjales, de Haifa a Gaza. 

La nostalgia de la flor de azahar ha estado presente desde entonces en la literatura y en la expresión pública palestinas. Ya en 1949, un grupo de notables expulsados de Jaffa y refugiados en Líbano dirige un elaborado documento al Gobierno norteamericano. Cándidamente escriben: “Dado que las Naciones Unidas han demostrado hasta ahora ser tan débiles como para no poder forzar a los judíos a comportarse de acuerdo con el Derecho internacional, nos dirigimos en demanda de ayuda al Gobierno de los Estados Unidos, poderosa y generosa nación dispuesta a defender los derechos del hombre y la libertad de los pueblos…”.

En dicho documento, pletórico de esperanza hacia el comportamiento futuro de Washington, se pedía que se permitiera a los refugiados “retornar inmediatamente a sus casas y tierras, sin tener que esperar a que se logre una solución política”. Con clarividencia sobre el problema de la paz y seguridad en Oriente Medio, hace 75 años los palestinos exiliados advertían al entonces secretario de Estado Dean Acheson: “A menos que los refugiados sean efectivamente reasentados en los lugares y tierras que les pertenecen, la paz que se busca para esta parte del mundo no reinará nunca, aun cuando superficialmente pueda parecer que el problema se ha solucionado”. 

Los notables se refieren en el documento a la industria cítrica, que representaba la mayor riqueza de Jaffa: “Ha pasado ya un año desde que la gente abandonó sus huertos. En todo ese tiempo no han sido regados ni cuidados. Si no se presta atención inmediata a los naranjos, la mayoría de ellos tendrán que ser sustituidos y los nuevos no darán fruto antes de seis años”. El profesor de la Universidad de Georgetown, Hisham Sharabi, nacido en Jaffa, escribió en 1998: “En Jaffa el otoño es la estación predilecta, cuando el perfume de la flor de azahar inunda el aire y el mar azul plata está calmo y sopla, acariciadora, la brisa de poniente”. 

Los palestinos fueron masivamente expulsados y en Israel diversos actores han pretendido desvirtuar la realidad

Es evidente que durante todas estas décadas el Estado de Israel ha persistido en su decisión de no devolver los naranjales a sus legítimos dueños, como lo es que los representantes de esa poderosa y generosa nación no se han esforzado en convencer al Estado en cuestión para que llevara a cabo una acción restitutoria. Los palestinos fueron masivamente expulsados y en Israel diversos actores han pretendido desvirtuar la realidad. Nada menos que Golda Meir, primera ministra laborista, llegó a declarar que “no existe nada denominado pueblo palestino” e intelectuales como Jane Peters han sostenido que los palestinos son inmigrantes provenientes de países vecinos. Muy a su pesar, los palestinos existen, al igual que su expulsión, la destrucción de sus aldeas y la confiscación de sus propiedades. Algo que hoy está reconocido por prominentes historiadores israelíes. Muy significativamente, el propio Moshe Dayan, legendario general artífice de sonadas derrotas de ejércitos árabes y ministro de Defensa con Golda Meir, hizo en 1969 unas declaraciones valientes: “Pueblos judíos fueron construidos sobre pueblos árabes. Ni siquiera se conocen los nombres de esos pueblos árabes… que ya no existen. Surgió Nahlal donde antes estaba Mahlul. El kibutz Gvat en lugar de Jibta, el kibutz Sarid en lugar de Huneifis y Kefar Yehushua en vez de Tal al Shuman. No hay en este país un solo lugar construido que no tuviera originalmente población árabe”. 

Cruel la violación del derecho al retorno, del derecho a volver a oler la flor de azahar. El artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos establece que todo el mundo tiene derecho a retornar a su país, reforzado por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, cuyo artículo 12 reza que “nadie será arbitrariamente privado del derecho a entrar en su propio país”. Acaso los palestinos, por alguna extraña razón, se hallan excluidos de estas garantías? La racionalidad política de otros dirigentes laboristas israelíes —alejados de la irracionalidad de Golda Meir— impulsores de los Acuerdos de paz de Madrid y Oslo, pudo haber conducido a que la nostalgia de la flor de azahar se transformara en realidad. No ha sido así y hoy la paz y la justicia en Palestina están, lamentablemente, más alejadas que nunca. Mi colofón en relación a este 75 aniversario es amargo. Me uno a la reflexión de un insigne judío, Hersch Lauterpacht, nacido en 1897 en Zolkiev, a pocos kilómetros de Leopolis, en la hoy torturada Ucrania, juez del Tribunal Internacional de Justicia e introductor del concepto crimen de lesa humanidad, quien se refirió a la Declaración Universal de los Derechos Humanos como una vergonzosa derrota de las ideas que ambiciosamente proclamó.

Emilio Menéndez del Valle, embajador de España

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