Presidentes, pasen de la expectación a la expectativa Daniel Basteiro
NOCHEVIEJA DESDE LA REDACCIÓN
Preguntar a las madres
Llevo tiempo pensando en los silencios como base de las relaciones familiares. Creo que hay algo generacional en el silencio, o en la convivencia con él, como un miembro más del núcleo familiar. Quizá los motivos que dotan de sentido al silencio se instalan en su intencionalidad: callar para evitar dejar el dolor como herencia. De esto no se habla, sobre aquello no preguntes. Por eso nuestras abuelas y nuestras madres lo han abrazado siempre con normalidad.
La devaluación de lo propio también es relevante: las historias que verdaderamente valen la pena, pensamos, están allá afuera. No nos pertenecen, las firman siempre otros. Tal vez por todo esto no solemos preguntar a las madres. Nosotros miramos hacia otro lado, ellas callan. No terminamos de ser conscientes de la magia que radica en las preguntas, ni de lo mucho que nos perdemos por contenerlas. Preguntar a las madres es el punto de partida para la construcción de la memoria que termina por dar forma a una genealogía no sé si rigurosa, no sé si exacta, pero valiosa.
Las historias que verdaderamente valen la pena, pensamos, están allá afuera. No nos pertenecen, las firman siempre otros. Tal vez por todo esto no solemos preguntar a las madres
Preguntar a mi madre sobre cómo conoció a mi padre fue el motivo por el que yo sé que en mi barrio existía un bar donde se juntaba toda la izquierda y que ahora es solo escombros, o un centro comercial, o un descampado. El retrato de aquella cafetería –con su barra, sus sillas apiladas, su más que probable nube de humo– fue el germen de otras muchas preguntas: cómo empezó tu militancia política, mamá. Cuáles eran tus inquietudes, cuáles tus decepciones. En sus respuestas están también los motivos que explican el montón de libros que echan raíces en un mueble de madera oscura, desde cuyos estantes un señor con boina se pregunta (o nos pregunta) ¿Qué hacer?.
También en aquel bar coruñés conviven historias tangenciales. La del anarquista que manejaba una oratoria espectacular, pero al que no le temblaba el pulso cuando colmaba de moratones a su compañera. O la del abogado laboralista que se tiró a las vías del tren porque Sabe, eran tiempos muy jodidos.
Quizá si una tarde de lluvia no me hubiera dado por preguntar a mi madre, yo no sabría hoy nada de la infancia de mi abuela. De cómo la sentaban en la última fila de clase por ser hija de madre soltera, allá por los años cuarenta. Ni de cómo rompió el título de maestra, sospechamos que por llevar estampada la firma del dictador, o sencillamente porque nunca tuvo la posibilidad de ejercer. Lo sospechamos, no lo sabemos con certeza, por aquello de los silencios.
Preguntar a las madres también es una lección de cómo anida en nuestra propia casa aquello que leemos en los libros. No sé si en la cabeza de mi madre se dibujarían las palabras violencia obstétrica después del aborto que precedió a mi nacimiento. Seguramente no tenían ni idea quienes desde sus altares negaron la existencia de esa violencia. Corrían los años noventa. Mala suerte, claro, nada que hacer. Vuelve a casa y procura tú sola que la herida cicatrice.
Detrás de las preguntas está la rabia; la que emerge al recordar a la familia de chivatos falangistas que miraba de reojo al abuelo, a apenas un palmo de distancia de nuestra calle. También el congojo, como cuando mi madre se detuvo a observar las arrugas de su padre y sintió por primera vez que se hacía mayor. Y la ternura, aquella al evocar la emoción de saltarse las clases para ir al cine a ver una peli de ciencia ficción y sables láser que tenía a todo el mundo hipnotizado.
Los silencios, es cierto, tienen también un valor incalculable. Pero mamá, gracias por hablarnos siempre. Yo prometo no dejar de preguntar.
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