Cuba

Días de estética

Carlos Manuel Álvarez Rodríguez (Ctxt)

Las fechas señaladas son recesos que la historia suele tomarse para posar en la foto, como una tregua que los acontecimientos se dieran a sí mismos. Obama quiso visitar un país que en realidad nunca visitó y que nunca hubiera podido visitar, porque el peso de su llegada siempre habría terminado deformándolo. En algún momento nos volvimos una criatura demasiado indefensa para un acontecimiento tan poderoso. Cuba se detuvo en el instante del flash y ha sido como el muchacho atrapado in fraganti con el dedo en la nariz, ese gesto entre lo conmiserativo y lo vulgar.

Arreglaron ciertas calles (las imprescindibles), pintaron algunas fachadas, despejaron portales, intentaron, y en cierta medida lograron, contener la multitud, engalanaron el Latinoamericano y sustituyeron a los aficionados habituales por trabajadores y estudiantes con los méritos necesarios como para merecer un tiquete de entrada al juego de béisbol entre la carcomida, penosa selección nacional, y los Rays de Tampa Bay, aunque más de un holgazán debe habérselas arreglado. Ya en Cuba, los vanguardias siquiera alcanzan para llenar las gradas de un estadio.

Luego, apurados, pretendieron borrar la actitud diligente y rebajaron la cobertura del acontecimiento en los periódicos nacionales. Pero los cubanos sabemos que ese es justo el primer síntoma de los hechos trascendentes: que lo minimicen en la prensa, que lo sesguen, o simplemente que lo desaparezcan. De la misma manera, la señal inequívoca de que algo no tiene por qué importarnos en absoluto es que ese algo ocupe la portada del Granma o el cintillo titular del noticiero de las ocho.

Los más contumaces celadores políticos de la patria nos convidaron a que permaneciéramos alerta en el único momento en que no había por qué estarlo, en el momento de la distensión. Estos fueron días de estética, con una lluvia grácil como cortinaje de fondo y el retablo atávico de una Habana fantasmal. Ningún habanero puede decir con propiedad que ha vivido en la ciudad por la que la caravana de encopetados autos negros transitó, como si nos la hubiera desfigurado el desconcierto o, muy probablemente, el infatigable dolor.

Algunos incluso sugirieron que no había por qué prodigarle a Obama una obediente bienvenida y que tampoco debíamos desaprovechar la oportunidad de plantarle cara y desafiarlo, algo que solo parece comprensible si antes hubiéramos sido capaces de plantar cara y desafiar a nuestros propios dirigentes, pero, como no lo hemos hecho, no tenemos derecho ni moral para plantarle cara a nadie.

En vez de pedirles carisma, intención de diálogo, sentido del humor a nuestros políticos, decidieron condenar el carisma, la intención de diálogo, el sentido del humor de Obama, y reprocharle el atrevimiento de ciertos atractivos; interpretando literalmente, quién sabe a través de qué manual, su agilidad o ingenio como estratagemas colonizadoras. En vez de aceptar su duelo, le recriminaron que no hubiera sido disciplinado, yerto y protocolar.

Pero el pueblo fue, una vez más, irremediablemente hechizado. Comida nunca tuvimos demasiada, ni prosperidad, pero la presencia de Fidel Castro lograba arrancarle sonoros vivas, oleadas de entusiasmo popular a los habitantes del gueto de Centro Habana. Ha tenido que llegar Obama para que recordemos que ya nos falta hasta el gesto gratuito de la felicidad espontánea y la algarabía por nada.

Para colmo, este 21 de marzo, cuando creíamos que lo sabíamos todo, descubrimos con asombro que aún ignorábamos qué presidente nos dirige. Raúl Castro, por esta vez, no despertó rabia o esperanza, según corresponda. Tan inconscientemente sincero, despertó conmiseración. Un anciano absolutamente desentendido de lo que sucedía a su alrededor, capaz de gastarse una bravata irrefrenable en la conferencia de prensa y luego justificar descansadamente la ausencia de ciertos derechos humanos en Cuba con la ausencia de ciertos derechos humanos en otros países, o compensar la ausencia de ciertos derechos humanos con la existencia de otros, como si garantizar algunos te exonerara de cumplir los que no te conviene cumplir, o como si todo, el destino nuestro, no fuese más que una ecuación que él despejara a placer.

Ya no solo no sabemos adónde vamos, sino que ni siquiera ellos saben adónde nos llevan, y no parecen preocupados por averiguarlo. La disidencia política –cuya situación Obama pretende soliviantar, pero que los disidentes no quieren que Obama soliviante– fue arrestada por enésima vez, lo cual nuevamente nos obligó a cuestionarnos por qué el Gobierno no arriba a la fácil conclusión de reconocerlos y luego preguntarles, astutamente, qué. La disidencia cubana es la única que se permite no lanzar un programa político, no exponer un proyecto concreto de país, y aun así seguir llamándose disidencia. Los atropellos del Gobierno, por supuesto, la sostienen.

Marchar, que los arresten, y que condenemos el arresto, que es lo que el elemental sentido de justicia indica, no tendría, sin embargo, por qué ser razón suficiente para considerarlos actores de cambio. Queriendo negar el statu quo, la disidencia lo reproduce en lo más esencial: no sentirse en la obligación de proponer, aun mínimamente, una idea, un boceto, lo que sea, algo por lo que tengamos que creer en ellos.

Es un duelo, el de los disidentes y los agentes del orden, que ocurre al margen del país, parte del teatro mediático. El brazo fuerte de la disidencia condena el levantamiento del embargo y, al igual que el brazo estalinista del poder, apenas digirió la visita de Obama, desconociendo así las altas cotas de aprobación ciudadana y admitiendo su manifiesto desinterés por adaptarse al campo de operaciones o conectar con la gente que presuntamente pretenden liberar.

(En un terreno político, y no moral, cabe preguntarse por qué la disidencia se empeña en mostrar un gobierno capaz de violentar físicamente, cuando hay muchos otros rostros torcidos del Gobierno que desenmascarar, pero no estrictamente ese. Unas horas de prisión, cuatro mujeres verde olivo cargando a otra mujer de blanco, o tres agentes de la seguridad prohibiéndole el derecho a manifestarse a un ciudadano, son escenas que pueden despertarnos indignación y vergüenza, pero no son los revulsivos que prenderán la mecha del altruismo entre cubanos que, si algo saben bien, es que el mundo, afuera, es virulentamente más cruel, y que todavía viven en un país seguro).

Con este Gobierno, con sus contrincantes, y con el escaso béisbol que nos queda, resulta comprensible que hayamos estado dispuestos a prodigarle a Obama un poco de calidez, ávidos como estamos de prodigársela al primero que converse con nosotros. El desamparo, la tristeza, la sensación de orfandad con que a estas horas cargamos los cubanos, no importa si expresada a través del sarcasmo, del espíritu combativo o del exacerbado entusiasmo, solo son superados por el nulo interés que el pasado domingo despertó el encuentro que Fidel Castro y Nicolás Maduro sostuvieron.

No-noticia en no-periódicos. Merecida portada de la prensa nacional.

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