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Hoteles con vistas a guerras que nadie quiere ver

Hotel Continental de Vietnam.

Cuando llegué al hotel Holiday Inn de Sarajevo, en abril de 1993, sentí miedo. Se escuchaban disparos, el centro de la ciudad olía a basura quemada. Aún no había aprendido lo esencial: diferenciar el sonido de una granada de mortero que sale de otra que entra. La fachada sur estaba marcada por el lenguaje de la guerra: miles de muescas de bala y agujeros causados por proyectiles.

Para acceder al aparcamiento subterráneo había que dar un rodeo por calles angostas antes de salvar los últimos metros por una acera entre volantazos. Se podía vivir en las habitaciones que daban al norte y en las esquinas del oeste y el este. Esa primera vez dormí en el lado bueno. Escogí la cama más alejada de la ventana. Los cristales estaban sujetos por tiras de cinta aislante. No había agua caliente y los cortes de electricidad eran constantes. Era mejor tener una estancia en los primeros pisos porque el ascensor solía estar averiado. Por la noche escuché el martilleo constante de las balas de un francotirador lejano. Soñé con él. Soñé que le disparaba.

El Holiday Inn fue la sede de los periodistas que cubrieron la guerra de Bosnia-Herzegovina, al menos en los primeros dos años. La vía que pasaba delante del edificio -de un amarillo chillón poco adecuado en una guerra- se la renombró “La avenida de los francotiradores”. Era el frente de la guerra.

No sé cómo funciona el mecanismo pero existe un efecto llamada. Unos periodistas se instalan en un hotel que permite trabajar con cierta seguridad y todos se mudan, a cuentagotas o en tropel. Muchos de los que se hospedaron en el Holiday Inn lo abandonaron en 1993 porque se volvió insufrible por la avaricia de los precios. Ganaron las casas particulares y los hoteles pequeños. Nuestro favorito era la Pensión Hondo. Desde su porche acristalado se veía el monte Dbelo Brdo, donde los artilleros serbobosnios disparaban a la ciudad. Ahí se trasladaron varios periodistas estadounidenses ilustres, entre ellos Christiane Amanpour.

Los hoteles y las guerras siempre han sido un matrimonio de conveniencia. Quizá todo empezó en la Guerra Civil española, o tal vez antes. El hotel Florida, ya desaparecido, fue residencia de los principales corresponsales extranjeros que informaron sobre el cerco de Madrid. Allí estuvieron los celebérrimos Ernest Hemingway, Herbert Matthews, John Dos Passos y Martha Gellhorn, entre otros. No estaba tan en el frente como el Holiday Inn de Sarajevo, pero los obuses que estallaban en la Gran Vía pasaban por delante de sus ventanas. La crudeza de la lucha obligó a una mudanza al hotel Gran Vía, frente al edificio de Telefónica, desde donde transmitían. Unos pocos mantuvieron habitaciones en los dos.

No queda rastro de aquel Florida construido por Antonio Palacios, arquitecto del Palacio de Correos, ni un cartel en la plaza de Callao. Fue derribado en 1964 para levantar Galerías Preciados, hoy El Corte Inglés. En el hotel Gran Vía hay un cartel en la fachada que presume de Hemingway. Sólo es autobombo, no parte de la memoria histórica porque peca de exageración. La mayoría de las crónicas de Hemingway nacieron en Callao y en las barras de Chicote.

La guerra de Vietnam también tuvo sus hoteles míticos, como el Caravelle y el Majestic, aunque el más célebre es el Continental inmortalizado por Graham Greene en su novela El americano impasible. Fue el centro de las andanzas de su personaje, el periodista británico Thomas Fowler. Greene elevó también a los altares literarios al hotel Trianon (Olaffson) de Puerto Príncipe en su novela Los comediantes. Los hoteles literarios y los hoteles reales están unidos por el alcohol y una molesta sensación de fragilidad.

Ese espacio de lujo, a menudo en declive, es la última conexión con el mundo que queda atrás, una simulación de normalidad en medio de lo extraordinario. En los comedores se reúne la tribu dividida en sus etnias nacionales o de simpatía, para contarse batallitas, exagerar los méritos y ocultar las historias en las que se trabaja. El polaco Ryszard Kapuscinski tenía la manía de decorar su habitación con objetos, como piedras, para crear un hogar, el lugar al que siempre se quiere regresar.

El Commodore de Beirut fue campo de batalla entre los periodistas Tomás Alcoverro (La Vanguardia) e Ignacio Cembrero (El País). Coincidieron en los años ochenta, los más duros y peligrosos de la guerra civil. Se llevaban bien, tenían piso en el mismo edificio en el barrio suní de Hamra, hasta que la relación se torció. Cuentan que Alcoverro trató de adiestrar al loro del Commodore, que era el de referencia para todos los reporteros. Quería enseñarle a decir: “Cembrero, te odio”. Era una manera de proclamar su guerra privada. A tanto llegó el encono, que el periódico catalán aprovechó un viaje a Turquía de Lluís Foix para recabar información de primera mano. Alcoverro recogió al enviado en el aeropuerto de Beirut, una zona de secuestros, vestido de traje blanco y sombrero, y con un automóvil sin puertas. Foix le espetó: “He venido a comprobar si te has vuelto loco, y la primera impresión no es nada buena”.

Además del Commodore estaba el hotel Cavalier, el favorito de Maruja Torres, algo más recogido en las callejuelas de Hamra. En Jerusalén reina sobre todos los demás establecimientos el American Colony, el hotel de Juan Carlos Gumucio. En los años noventa mantuvo en él dos oficinas simultáneas: en el bar y en la librería de su amigo Munzer Fahmi, una de sus fuentes de noticias.

Semanas antes de que el dictador zaireño Mobutu Sese Seko perdiera su trono en 1997, Kinshasa se llenó de reporteros. Los de la televisión se concentraron en el céntrico hotel Memling, cerca de la embajadas de Francia y EEUU; los plumillas, los que escriben, en el Intercontinental, situado en la zona diplomática en las afueras. Son dos grupos que solían convivir mal. Los primeros, siempre a la carrera entre gritos y con sus cámaras al hombro; los segundos, con la pausa aristocrática que permitían los tiempos anteriores a la llegada de Internet y las redes sociales. Hoy todo está mezclado: unos galopan por un directo; otros, por un tuit. Las clases sociales se han difuminado. A día de hoy, todos picapedreros.

Un oasis en la batalla

Los hoteles en zona de guerra son un oasis en el que se come y duerme, y en ocasiones hasta se juega al tenis. En el bar del Intercontinental de Kinshasa se bebía whisky. Ahí conocí a un surafricano que decía llamarse Neil. Negaba ser un mercenario de la empresa Executive Outcomes, pero me suministraba una información sobre los movimientos de Laurent Kabila, y su significado estratégico, que mejoraron mis crónicas. Neil tenía un amigo aficionado a los dardos que hablaba poco. Le gustaba jugar contra mí porque ganaba siempre. Diez días antes de la caída de Mobutu aparecieron decenas de amigos de Neil que parecían sacados de un entrenamiento de rugby. La mañana de la huida del dictador no quedaba rastro de Neil ni del resto de los mercenarios. La suerte de Kinshasa estaba echada.

En enero de 1999, durante el asedio guerrillero a Freetown, la capital de Sierra Leona, el Cap Sierra era un nido de intrigas. Pocos periodistas, ningún cooperante extranjero, algunos oficiales de las fuerzas de pacificación de los países de África Occidental y decenas de prostitutas. Encontré a Neil vestido de piloto de combate. Llevaba un fusil de asalto. Dije: “Ahora te va a ser difícil convencerme de que no eres militar”. Había una docena de mercenarios, pilotos encargados de hacer volar unos helicópteros artillados con los que hacían frente a la guerrilla. Uno de ellos decía llamarse Fuentes, un francés de origen español. “¿No te acuerdas de mí? Soy tu compañero de dardos”. El País me alertó que uno de esos mercenarios era francés y había trabajado con los paramilitares colombianos. No quise escribir de Fuentes porque era mi seguro de salida. “Si esto se pone mal, tendrás un sitio en mi helicóptero”, decía. Meses después, Human Rights Watch les involucró en matanzas de civiles. No era su primera estancia en Sierra Leona.

Neil me contó que volaron con Mobutu hacia Gbadolite, en el norte de lo que entonces era Zaire. Antes de dejar el país, el hijo del dictador ordenó a sus soldados matar a los mercenarios. Huido el dictador hubo desbandada. Eso les salvó la vida. Cruzaron el río Bangui hacia la República Centroafricana. Allí fueron rescatados por las tropas francesas acantonadas en el país. Su historia ponía al descubierto el hecho de que trabajaban para varios actores: su empresa, los gobiernos a los que daban protección, las compañías de diamantes y Francia.

La memoria del Palestina

Los pocos periodistas extranjeros que entraron en Ruanda durante el genocidio de los tutsis vivían en el aeropuerto protegidos por los cascos azules. Toda la ciudad era una No Go Zone. El Hotel Mil Colinas, al que Hollywood dedicó la película Hotel Ruanda, estaba fuera del alcance. Después se convirtió en la sede de los corresponsales que llegaron para narrar el postgenocidio, cuando las tropas hutus habían dejado el país en dirección a la actual República Democrática de Congo. Cuando llegué a Kigali en 1998 para cubrir el inicio de la sublevación de Kabila contra Mobutu, el Mil Colinas estaba repleto de blancos: periodistas, cooperantes, espías y curiosos. No había habitaciones. Acabé en el Chez Lando, bastante más modesto pero que reunía dos requisitos esenciales: luz y agua.

El hotel Palestina de Bagdad está esculpido en la memoria de los periodistas españoles como el lugar en el perdió la vida el camarógrafo José Couso. El Ejército de EEUU decidió acallar la señal de la agencia Reuters que transmitía en directo la conquista de Bagdad. El proyectil mató al camarógrafo ucraniano Taras Protsyuk que se encontraba en la habitación 1503; Couso filmaba desde la 1403. Fue un crimen de guerra porque era sabido que en ese hotel estaban la mayoría de los periodistas extranjeros, entre ellos numerosos estadounidenses. Fue un aviso.

El Palestina y el Sheraton, situado enfrente, fueron los hoteles de los informadores que cubrieron la invasión y la post-invasión en 2003. Tras el inicio de la insurgencia, en el verano de 2003, los hoteles se convirtieron en objetivo rebelde. La seguridad entorno al Palestina y el Sheraton se volvió insufrible, hasta tres controles que se tomaban una hora. Algunos optamos por la mudanza al hotel Al Mansur, un antiguo Meliá situado al otro lado del río, junto al destruido Ministerio de Información de Sadam Husein. Sólo tenía un control que permitía la ficción de sentirse protegido.

Estaba a un kilómetro de la Zona Verde, sede central del poder de EEUU en Irak. Detrás, la calle Haifa donde la insurgencia se hizo fuerte en 2004. Por la noche se escuchaba el zumbido de los proyectiles en dirección a la sede del Califato norteamericano.

El otro gran hotel, el Al Rasheed, estaba dentro de la Zona Verde. Era de uso exclusivo para los militares y diplomáticos estadounidenses, y sus aliados. Allí me había hospedado 10 años antes, en enero de 1993, cuando George Bush padre se disponía a ceder la presidencia a Bill Clinton. Todos esperaban un ataque de despedida. Cumplió con el guión previsto. Uno de los Tomahawk explotó en el hotel. Buscaba un búnker en el que creían que se escondía Sadam Husein. Solo encontró a la recepcionista Amira, que perdió la vida junto a decenas de personas. Su retrato cuelga de una de las paredes del vestíbulo.

Toma la ruta alternativa

Toma la ruta alternativa

Desde que la mataron, miles de personas, y algunos de los culpables, han desfilado delante de esa foto. Nadie se pregunta por su historia. Y los que la conocen acumularon muertos de otras guerras que acabaron superponiéndose a los anteriores, como si fueran capas de memoria. Atrás quedan las personas, los hoteles, las historias. Después de todo, el periodista que viaja a guerras es un privilegiado: tiene un billete de vuelta.

*Este artículo está publicado en el número de verano de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí

 

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