Mi verano de SERIE B

Ilustración de una cámara cinematográfica.

Lucía Lijtmaer

Todavía no entiendo muy bien cómo mis padres me dejaron sola en casa ese verano. De lo poco que recuerdo, sé que no fue idea suya sino mía. Yo tenía diecisiete años, esa edad en la que eres demasiado joven para planear cosas y tener dinero para llevarlas a cabo con tus amigos, y demasiado mayor como para querer irte con tus padres de vacaciones. Les propuse quedarme en Barcelona, cuidando la casa mientras ellos hacían un viaje de dos semanas a algún lugar de Europa. Aceptaron a regañadientes, intuyo que con una mezcla de desazón y alivio. Desazón por no contar con tu única hija en un viaje de verano para el que has estado esperando durante todo el año y alivio porque ponte tú a aguantar a una adolescente que lo único que quiere es escuchar a Joy Division en su habitación y dormir de día.

Hubo otros veranos parecidos a ese después. Siempre hubo algo sedante y ligeramente depresivo en quedarse en la ciudad en pleno agosto, pero en la década de los noventa, antes de que el turismo de masas invadiera definitivamente Barcelona, la ciudad en verano era otra cosa. Se paralizaba, no quedaba nada. De la Gran Via de les Corts hacia el norte, se vaciaba enteramente. Solíamos bromear que era como si una bomba de neutrones hubiera dejado la estructura intacta y hubiera acabado con todo hálito de vida. Recuerdo cruzar las avenidas amplias con los semáforos en rojo con la más absoluta tranquilidad, puesto que no circulaban coches, y avanzar por mi barrio en el que todos los comercios anunciaban con carteles escritos a mano que cerraban del 1 al 31 de agosto (ambdòs inclosos). Un día en concreto de uno de esos veranos, que decidí dar un paseo a media tarde, desde el barrio de Sants hasta la Sagrada Familia –unos 5 km en línea recta–, conté con cuantas personas me crucé. Fueron cuatro.

Este verano en concreto, el de 1994, fue el más cálido que se recuerda hasta el año 2009. Como muchos otros habitantes de la ciudad, en ese momento la casa familiar no contaba con aire acondicionado, y la humedad reblandecía el cerebro de cualquiera, mucho más el de una adolescente. Mis neuronas tenían la consistencia del musgo. Sin mucho que hacer salvo escuchar música en mi habitación y ver series repuestas en la tele, adquirí un hábito que se convirtió en adicción a lo largo de esas semanas: me fui al cine todos los días. Lo tomé casi como un trabajo. Me levantaba por la mañana cuando ya no podía soportar el calor –a eso de las diez–, desayunaba café con galletas y bajaba a por el periódico. Me había convertido en un jubilado. Iba directa a la cartelera, y seleccionaba una película, generalmente la de primera sesión de la tarde –las 16.00– o si hacía demasiado calor, la siguiente. A veces, si el aire acondicionado era fuerte y el cine agradable, me daba el gustazo de una sesión doble. En alguna ocasión, fui la única persona de la sala, y el proyeccionista y yo comentamos la película después del visionado. Me aficioné a llevar refrescos y chucherías que la mayor parte del tiempo acabaron siendo mi almuerzo o mi cena. Realmente, ahora cuando lo escribo me parece mucho más triste de lo que recuerdo. En realidad me lo pasé genial. Era como ser Macaulay Culkin en Solo en casa, pero sin ladrones.

En un ejercicio de fidelidad histórica, voy a intentar recuperar el listado de alguna de las películas que vi ese verano y hacer la crítica de lo que vi sin usar internet. Una suerte de gimnasia memorística cultural que nos dé la idea del panorama fílmico de ese verano.

Shopping: Sadie Frost y Jude Law son hackers (creo) y delincuentes en un supuesto thriller en pleno auge del britpop repleto de música acelerada y malísimo guión. La cinematografía vira al azul para hacernos entender que es una peli sobre tecnología y modernidad, de la misma manera que ahora en las series cuando quieren hacernos ver que estamos en Teherán le ponen a todo un filtro naranja. La peli es infame, pero ellos se enamoraron haciéndola.

La Sra Parker: Jennifer Jason Leigh hace de Dorothy Parker rodeada de amigos en el Hotel Algonquin en los años veinte. Ella fuma y bebe mucho y dice cosas interesantes con los ojos entornados para hacernos entender que es alcohólica, y se enamora varias veces pero no le sale bien. ¿Quién dirigió esta película? ¿Alan Paker o Alan Rudolph? No lo sé. Algún Alan. Echo de menos ver películas en las que salga Jennifer Jason Leigh.

Go Fish: La vi en el Verdi. Blanco y negro. Creo que era una película sobre lesbianas compartiendo piso, pero podría equivocarme.

Sola en la penumbra: Una mujer ciega vuelve a ver justo cuando hay un crimen delante de sus ojos. También es mala suerte, chica. Ella es Madeleine Stowe. No me acuerdo de nada más, pero seguro que el asesino es su abogado defensor o algo así.

Círculo de amigos: Maravillosa. Unas amigas quieren ir a un baile de graduación en la campiña irlandesa en los años cincuenta. La protagonista es Minnie Driver y todo el mundo se pasa el rato diciéndole que está gorda. Se enamora de Chris O’Donell y él cree que ella es guapísima. Muy fan de esta película, creo que la volví a ver al día siguiente.

Una mujer peligrosa: Debra Winger lleva gafas de culo de botella. Creo que se enrolla con alguien, pero no me acuerdo. Echo de menos ver películas en las que salga Debra Winger.

Nadja: Película en blanco y negro. Una vampira aparece en Nueva York, bebe vodka solo y busca a su hermano, también vampiro. Suenan canciones de Portishead y ella está triste. Me encantó. La volví a ver.

Sleep with me: Eric Stolz está casado con Meg Tilly y el mejor amigo de ambos confiesa su amor por ella. Parker Posey canta canciones country, Quentin Tarantino recita un monólogo sobre la homosexualidad latente de Top Gun. Obra indie de culto.

Malice: Thriller fabuloso con Nicole Kidman y Bill Pullman que podría haber firmado Hitchcock. Alec Baldwin hace de hombre maléfico y tiene un cameo Gwyneth Paltrow. Hay acantilados, traiciones y femmes fatales. Me encantó.

El primer caballero: La traición de Lancelot (Richard Gere) al Rey Arturo (Sean Connery) es tan absurda y tan mal rodada, que cuando ocurre finalmente las cuatro personas que estábamos en el cine nos echamos a reír y aplaudimos.

Este fue mi verano sin fin, mi verano inacabado, mi verano de serie B, en el que no ocurrió nada memorable. Aún así, el tedio y el aburrimiento veraniego adolescente permanece en mi memoria como si, en algún lugar de mi cerebro, algo de eso hubiera dejado huella. Casi echo de menos esa sensación de pérdida de tiempo inacabable. Lo cual evidencia, por fin, que soy vieja.

Lucía Lijtmaer es periodista y escritora. Su último libro publicado es ‘Cauterio’ (Anagrama, 2022).

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