Un villano viene a vernos

El cineasta Michael Haneke posando durante el estreno del remake de 'Funny Games' en los Estados Unidos, mayo de 2008.

Fernando Bernal

De un modo un tanto reduccionista, muy en consonancia con las derivas de producción y exhibición que han afectado a la industria del cine en lo que llevamos de siglo, la figura del villano cinematográfico ha ido poco a poco identificándose de forma general con los personajes surgidos del cómic (principalmente de las editoriales Marvel y DC), con las grandes sagas literarias de éxito (El señor de los anillos, como ejemplo clásico, y la serie Juego de tronos, como fenómeno de fans propio de la era digital) o de series de films míticas (sobre todo con el resurgir de Star Wars). 

Se imponen lo fantástico y la ciencia-ficción como elementos generadores de la maldad. De este modo, un personaje como el Joker —tanto a través del fallecido Heath Ledger, en la versión de Christopher Nolan, como en la de Todd Phillips, gracias a la magnética actuación de Joaquin Phoenix— ha tomado el relevo de lo que en el cine clásico y durante décadas se entendía por villanos. En una posible cronología encontramos a los monstruos de la época dorada de la Universal, el cine de suspense y terror de la Hammer, la vertiente psicológica de los sesenta y setenta encarnada por Roman Polanski, los zombis de George A. Romero o los slashers con psicópatas persiguiendo adolescentes a punto de perder la inocencia (y la vida). 

Atrás quedó el tiempo en el que el malo estaba personificado por actores que se identificaban siempre con este tipo de papeles como Boris Karloff, Bela Lugosi o Christopher Lee, del que el pasado mes de mayo se celebró el centenario de su nacimiento. Y por supuesto, no puede faltar en este recuerdo el icónico y sediento de mal (según la traducción española de Touch of Evil), Hank Quinlan, el comisario al que dio vida de una manera memorable Orson Welles, en la película que él mismo dirigió. Además de ser un auténtico clásico del cine negro, Sed de mal (1958) analiza la corrupción moral de este personaje —frente a la figura íntegra de su compañero mexicano (Charlton Heston)— y con su puesta en escena explora con precisión los mecanismos del miedo llevando al género a una de sus cotas más memorables.

Pero en el cine de la postmodernidad también tienen cabida otro tipo de villanos relacionados con lo cotidiano, con los miedos, paranoias y fobias que se han convertido en amenazas para la sociedad contemporánea. Películas en las que el miedo no siempre viene desde lo desconocido (o sobrenatural) sino que tiene un componente más cercano, más doméstico. Y aunque en ocasiones se pueda enfrentar desde los cánones del género fantástico, lo suele hacer desde el punto de vista del realismo más descarnado. Es en estas últimas coordenadas donde se sitúa gran parte de la filmografía de Michael Haneke. 

El cineasta austriaco, nacido en Múnich, posee un estilo que se sustenta en su capacidad de análisis (y crítica) de la condición humana y que visualmente opta por una frialdad que resulta tan destacable a nivel cinematográfico como muchas veces incómoda. Haneke sitúa al espectador frente a sus fantasmas y angustias, mientras él consigue mantenerse en equilibrio sobre un alambre que se tensa en escenas memorables, de esas que tardan tiempo en borrarse de la retina del que las contempla convertido en un auténtico voyeur. De eso trata en buena medida una de las obras que le dio a conocer mundialmente. Hace ahora 25 años, en la primavera de 1997, se presentó en la sección a concurso del Festival de Cannes Funny Games, un certamen en el que posteriormente el cineasta obtendría en dos ocasiones la Palma de Oro con La cinta blanca (2009) y Amor (2012). 

Pero, ¿quiénes son mis vecinos?

Funny Games fue concebida como una provocación. Mis otras películas son diferentes. Si la gente siente que mis otras películas también lo son, o responde a ellas como si fueran una provocación, eso ya es otra cosa bastante diferente. Funny Games es el único de mis films en el que mi intención era provocar al público”, aseguró en su momento el cineasta. Que también reconoció que el objetivo final de su terrorífico film era reflexionar sobre la manipulación real a la que se ve sometido un espectador cuando se sienta frente a una pantalla y de cuál es su reacción (muchas veces de culpabilidad motivada por la mirada del propio director) al enfrentarse con la violencia dentro de un relato de ficción. 

El film comienza con un tono inquietante que pronto se va a ver aún más oscurecido por nubes de auténtica pesadilla. En la primera secuencia, una pareja y su hijo se dirigen en coche hacia su casa de verano, a las orillas de un lago, para pasar las vacaciones, mientras un trallazo en la banda sonora a ritmo de trash-metal anuncia con el sonido que algo sobrecogedor va a suceder. Lo que se confirma cuando dos jóvenes se presentan por sorpresa en su casa, se identifican como huéspedes de sus vecinos y aseguran que su visita se debe solo a que quieren que les presten unos huevos. Sus modales exquisitos comienzan a tornarse en violencia en el momento en que secuestran al matrimonio y al pequeño para proponerles un juego que terminará cuando pierdan la vida a la mañana siguiente. A pesar de que en su momento se habló del nivel metafórico del film, avisando del ascenso del fascismo en Europa, la película plantea un dispositivo mediante el que reflexiona sobre la propia representación de la violencia. Haneke invade la intimidad del espectador, rompiendo la lógica de la cuarta pared cuando los invitados no deseados hacen partícipe al público de su macabro juego, ofreciendo pistas directamente a cámara o rebobinando el propio celuloide para modificar sus actos y sus futuras consecuencias.

Su pasó por Cannes sobrecogió al patio de butacas, un efecto que se prolongó meses después en España durante la Seminci de Valladolid. Aunque tuvo estreno comercial en nuestro país, el film no se convirtió en título de culto hasta su llegada al mercado doméstico. Su repercusión internacional sirvió para descubrir el resto de la (apasionante) filmografía previa de Haneke, y también para que Hollywood le tentara para rodar con mayor presupuesto una película en EEUU. Y su respuesta fue un malicioso "juego divertido". Porque el cineasta propuso como condición para viajar hasta allí que el proyecto fuera un remake de Funny Games. Lo que no está tan claro es que advirtiera que la versión USA de 2007 sería un remake plano a plano, en el que respecto al original solo cambiaba el casting: con Naomi Watts y Tim Roth, como el matrimonio protagonista, y Michael Pitt, como el rostro más angelical y siniestro de los dos jóvenes asaltantes de su hogar. Sin duda, una mezcla de broma y de ajuste de cuentas con la maquinaria industrial de Hollywood, que cinematográficamente solo aporta el valor de las nuevas interpretaciones y que, de paso, el cineasta consiguiera amplificar la resonancia de su reflexión-denuncia sobre la violencia y el mal representado en el cine a un público mucho más amplio que el europeo, que entonces ya lo consideraba como uno de los grandes maestros. 

Justo antes de este remake estrenó un film en el que cineasta siguió profundizando en el tema central de Funny Games, con una historia que vuelve a tener el núcleo familiar como territorio del drama y como víctima de la violencia externa. En Caché (Escondido) (2005), un matrimonio de la burguesía (interpretado por Juliette Binoche y Daniel Auteuil) comienza a recibir en su casa de París una serie de grabaciones anónimas de vídeo, este hecho comienza a perturbar la paz del hogar y la vida de los protagonistas que ven su intimidad invadida de forma incomprensible. Con su habitual mirada incisiva, Haneke combina en esta ocasión elementos de thriller clásico (entre ellos la presencia de un villano desconocido y cuyas razones aún están por descubrir) con temas de fuerte carácter social, vinculados con la Europa (des)unida del siglo XXI y lo hace consiguiendo que las dos capas se adhieran para dar lugar a un relato que contiene una de las secuencias finales más impactantes (en la línea de su autor) del cine actual.

Miedo a lo conocido

Tanto en Funny Games como en Caché el espacio doméstico tiene un papel fundamental en lo relativo a la puesta en escena (es el lugar donde se desarrolla una parte esencial de la acción) y también a nivel simbólico (en realidad se trata de una pérdida de intimidad y de la invasión de ese espacio). Esto conecta con obras como Madre! (2017), uno de los títulos más heterodoxos, libres, radicales y provocadores que se han propuesto recientemente, en el que encontramos un personaje turbio oculto bajo un manto de santidad. Darren Aronofsky, el que fuera enfant terrible del cine independiente americano, no se conforma con entregar una película de terror psicológico, con un drama sobre la maternidad como elemento central, sino que conduce su relato, por el camino de la alegoría, a la reescritura de la Biblia. Adán, Eva, Caín, Abel, Dios y la madre de un Mesías aparecen de forma nada disimulada en la historia de un escritor en plena crisis de creatividad (Javier Bardem) que vive con su mujer (Jennifer Lawrence) en una casa aislada por la que comienzan a aparecer, por sorpresa, todo tipo de personajes extraños. En este caso, el villano está representado en el interior del matrimonio por esa figura masculina que deviene en un personaje egocéntrico, a través del cual se genera el terror que invade la historia en clave de género fantástico.

En un tono más realista se sitúan tres notables propuestas recientes de cine español que tienen la figura del villano con rasgos corrientes (en sus diferentes versiones y gradaciones) como eje central de la narración. Tres historias que presentan personajes movidos por la venganza y cuya maldad se desarrolla de una manera cotidiana, desde la cercanía de lo que aparentemente se muestra inofensivo, por ser conocido, y que pronto se torna peligroso y violento, tal y como sucedía con los adolescentes de Funny Games

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Hogar (2020), de Àlex y David Pastor, es una película articulada alrededor de una casa (y de las connotaciones sociales que tiene ese concepto), que se convirtió en un verdadero éxito en su estreno en Netflix, paradójicamente durante la época de nuestro confinamiento. El film, que exhibe el formato de thriller claustrofóbico, comienza con el descenso a los infiernos laborales de un publicista de éxito (Javier Gutiérrez), que se ve obligado a abandonar junto a su familia su lujosa vivienda en la parte alta de Barcelona y su lugar lo ocupa un matrimonio más joven (Mario Casas y Bruna Cusí). Pero él poco a poco intenta recuperar su vida, invadiendo la intimidad de sus sustitutos. En este caso, el fracaso económico y personal del protagonista le transforman en un villano para unos desconocidos y para su propia familia.

Un proceso similar al que vive el personaje de Luis Tosar en Quien a hierro mata (2019). En la película de Paco Plaza, uno de los nombres de referencia del cine de género en nuestro país que este mismo año ha estrenado un film tan sugerente sobre el mal como es La abuela (2021), el enfermero que interpreta Luis Tosar ve como su apacible vida cambia cuando ingresa en la residencia de mayores donde trabaja un narcotraficante que estuvo conectado con su vida en el pasado. Otra vez un hecho fortuito, en este caso un reencuentro, sirve como detonante para transformar a un hombre corriente en un villano (sus motivos que se van desvelando en forma de capas), que acaba transformado de víctima a verdugo en un film que tiene el esquema un revenge film pero con un marcado acento gallego. Y otro de los títulos que ha marcado el cine español de la última década también está adscrito a este género no oficial que tiene a un villano con aspecto cotidiano y comportamientos aparentemente normales como elemento principal de la historia.

A medio camino entre el thriller y el drama íntimo, en Stockholm (2013) Rodrigo Sorogoyen presentó las credenciales de su cine en una de las óperas primas más estimulantes estrenadas en los últimos años. Dos personajes y una casa, conectados mediante el encuentro casual de una chica y un chico que deciden pasar la noche juntos. Unidad de acción, de tiempo y casi de espacio, para un guion escrito por Isabel Peña y el propio Sorogoyen que exhibe uno de sus puntos determinantes en la forma en que el personaje masculino, aparentemente afable, va mostrando su verdadera cara hasta convertirse en un villano de esos que producen escalofríos cuando nos visitan como espectadores.

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